¡Ah! Pero cómo desearía que te hubieras rendido y accedido a venir con nosotras, Eliza. Permíteme que haga un inciso para comentarlo, porque sencillamente no puedo entenderlo. Fuiste tú, después de todo, quien primero sugirió la idea de que algún día pudiéramos viajar a América, ser testigos directos de los rascacielos de Nueva York y de la gran Estatua de la Libertad. No se me ocurre qué te puede haber llevado a rechazar la oportunidad y tener que permanecer en Blackhurst con sólo Padre por compañía. Tú eres, como siempre, un misterio para mí, queridísima, pero ya sé que no debo discutir contigo cuando has decidido algo, mi querida y tozuda Eliza. Sólo diré que ya te estoy extrañando, y que me encuentro con frecuencia imaginando cuántas travesuras podríamos llevar a cabo si estuvieras aquí conmigo. (¡Qué estragos causaríamos en los pobres nervios de mamá!). Es extraño pensar que hubo un tiempo en el que no te conocía, me parece que siempre hemos sido un dúo y los años en Blackhurst antes de tu llegada no fueron nada sino un horrible periodo de espera.
Ah, mamá me llama. Parece que nos esperan una vez más en el salón comedor. (¡Las comidas, Eliza! ¡Tengo que pasearme por cubierta entre comidas a fin de poder simular por educación que como algo en el siguiente turno!). Mamá, sin duda, se las ha ingeniado para atrapar al conde de tal y cual, o al hijo de algún industrial acaudalado como compañero de mesa. El trabajo de una hija nunca termina y en eso ella tiene razón: jamás conoceré Mi Destino si sigo encerrada.
Me despido de ti, entonces, querida Eliza, y termino diciendo que aunque no estás conmigo en persona, ciertamente lo estás en espíritu. Sé que cuando pose por primera vez mi mirada en la famosa dama de la Libertad, erguida, vigilante sobre el puerto, será la voz de mi prima Eliza la que escucharé, proclamando: «Sólo mírala, y piensa en todo lo que ha visto».
Me despido, como siempre, tu querida prima,
Rose.
* * *
Eliza apretó los dedos en torno al paquete envuelto en papel de estraza. De pie junto a la puerta de la tienda de Tregenna, miró cómo una nube semejante a una manta gris se dirigía hacia el espejo que la reflejaba. La niebla en el horizonte le hablaba de tormentas en el mar, el aire del pueblo fluctuaba trayendo ansiosas motas de humedad. Eliza no había llevado consigo bolso, puesto que al salir de la casa no había pensado en ir hasta el pueblo. Fue en algún momento de la mañana cuando se le ocurrió la historia, que le exigió su redacción inmediata. Las cinco páginas que quedaban de su actual libreta habían sido de lo más inadecuadas, la necesidad de adquirir una nueva, urgente, era el motivo por el que se había embarcado en esta expedición de compras imprevista.
Eliza miró una vez más el cielo sombrío, y apresuró su paso a lo largo de la bahía. Cuando llegó al punto en donde la ruta se bifurcaba, ignoró el camino principal y se dirigió, en cambio, por el angosto sendero del acantilado. Nunca antes lo había seguido, pero Davies le había dicho una vez que era un atajo desde la casa hasta el pueblo, que lindaba con el borde del acantilado.
El camino era empinado y la hierba alta, pero Eliza avanzó con rapidez. Hizo una pausa sólo una vez para mirar hacia el aplanado mar, como de granito, sobre el que una bandada de pequeños barcos pesqueros blancos regresaba de su jornada. Eliza sonrió al verlos, como pequeñas golondrinas volviendo al nido, apresurándose después de un día de explorar los bordes del vasto mundo.
Un día ella cruzaría ese mar, hasta el otro extremo, así como su padre lo había hecho. Había tantos mundos esperando más allá del horizonte… África, India, Arabia, las Antípodas, y en lugares tan lejanos descubriría nuevas historias, cuentos mágicos de tiempos pasados.
Davies le había sugerido que escribiera sus propias historias, y Eliza así lo había hecho. Había completado doce libretas y todavía no se había detenido. De hecho, cuanto más escribía, más parecía crecer el volumen de sus historias, arremolinadas en su mente, empujando su cabeza, ansiosas por ver la luz. Ella no sabía si tenían mérito alguno, y en verdad no le importaba. Eran suyas, y escribirlas las hacía, de algún modo, reales. Los personajes que habían danzado en su mente se volvían más audaces en las páginas. Asumían nuevos manierismos que no había imaginado para ellos, decían cosas que no era consciente de haber pensado, se comportaban de forma imprevisible.
Sus historias tenían una pequeña pero receptiva audiencia. Cada noche, después de la cena, Eliza se acurrucaba en la cama al lado de Rose, tal como lo habían hecho de pequeñas, y allí daba comienzo a su más reciente cuento de hadas. Rose la escuchaba, con ojos enormes, inspirando y suspirando en los lugares precisos, riendo regocijada en los momentos especialmente grotescos.
Había sido Rose quien había insistido en que Eliza enviara uno de sus relatos a las oficinas londinenses de la revista La hora de los niños.
– ¿No te gustaría verlas impresas? Entonces serán historias verdaderas, y tú, una verdadera escritora.
– Ya son historias verdaderas.
Rose la había mirado con cierta intención.
– Pero si se publican, entonces recibirás algo de dinero.
Dinero propio. Eso sí le interesaba, y Rose lo sabía muy bien. Hasta ese momento, Eliza había sido completamente dependiente de su tía y su tío, pero últimamente se había estado preguntando cómo iba a costear sus viajes y aventuras que, sabía, le tenía preparado el futuro.
– Algo que ciertamente no ha de agradar a mamá -añadió Rose, entrelazando sus manos debajo del mentón, mordiéndose el labio para evitar sonreír-. ¡Una dama Mountrachet ganándose la vida!
La reacción de tía Adeline, como siempre, significaba poca cosa para Eliza, pero la idea de otras personas leyendo sus historias… Desde que de niña descubriera el libro de cuentos de hadas en el negocio de segunda mano de la señora Swindell, desde que había desaparecido dentro de sus borrosas hojas, comprendió el poder de las historias. Su mágica habilidad para sanar las heridas internas de la gente.
La llovizna se estaba transformando en lluvia, y Eliza comenzó a correr, abrazando la libreta contra su pecho mientras la hierba mojada rozaba sus humedecidas faldas. ¿Qué diría Rose cuando le contara que la revista de cuentos infantiles iba a publicar «La niña transformada», que le habían pedido que enviara más historias? Se sonrió mientras corría.
Faltaba una semana para que Rose regresara, y Eliza casi no podía esperar. ¡Cómo ansiaba ver a su prima! Rose había sido bastante remisa con su correspondencia -había recibido una carta escrita de camino a América, pero nada desde entonces-, y Eliza se encontraba impaciente por conocer novedades sobre la gran ciudad. Le hubiera encantado acompañarla a conocerla, pero la tía Adeline había sido clara.
– Arruina tu vida como te parezca -le dijo una noche cuando Rose se había retirado a dormir-. Pero no permitiré que arruines el futuro de mi Rose con tus modales incivilizados. Ella nunca encontrará Su Destino si no tiene oportunidad de brillar. -La tía Adeline se había erguido-. He reservado dos pasajes para Nueva York. Uno para Rose y otro para mí. Deseo evitar escenas desagradables, por lo que sería mejor si ella creyera que la decisión ha sido tuya.
– ¿Por qué habría de mentir a Rose?
La tía Adeline respiró hondo, hundiendo sus mejillas.
– Para hacerla feliz, por supuesto. ¿No quieres verla feliz?
Un trueno retumbó entre los muros del acantilado cuando Eliza llegó a la cima. El cielo se estaba oscureciendo y la lluvia intensificando. En el claro había una cabaña. La misma pequeña cabaña, Eliza comprendió, que se alzaba al otro lado del jardín cercado que el tío Linus le había dejado cultivar. Se apresuró a buscar refugio bajo el pórtico de entrada, acurrucada contra la puerta, mientras caía la lluvia, más intensa y constante, sobre los aleros.
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