Kate Morton - El jardín olvidado

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Cassandra comprobó la hora en su reloj y lanzando una mirada añorante al cerco de setos, comenzó a regresar por donde había venido. Podía continuar la búsqueda de una puerta más adelante, no quería arriesgarse a no recibir al jardinero. Tan grande era la sensación de aislamiento que rodeaba a la cabaña que tenía la impresión de que tal vez no lo oiría desde el fondo, aunque él la llamara.

Abrió la puerta principal y entró.

La casa parecía estar a la escucha, esperando a ver qué iba a hacer. Pasó una mano levemente por el muro.

– Mi casa -dijo suavemente-. Ésta es mi casa.

Las palabras empujaron sordamente los muros. Qué extraño era, qué inesperado. Pasó por la cocina, frente a la rueca, hasta llegar a la pequeña sala del frente. Ahora que estaba sola sentía la casa diferente. De alguna manera, familiar, como un lugar que hubiera visitado ya hacía mucho.

Se acomodó en una vieja mecedora. Cassandra estaba lo suficientemente acostumbrada a tratar con muebles antiguos como para saber que la silla no estaba a punto de vencerse, y sin embargo se sentía intranquila. Como si la auténtica dueña de la silla estuviera cerca y pudiera volver en cualquier momento y encontrar a una intrusa en su lugar.

Mientras limpiaba la manzana en su camisa, Cassandra volvió la cabeza para mirar por la polvorienta ventana. Las plantas trepadoras habían avanzado a través del cristal, pero podía ver lo suficiente del exterior como para distinguir el desordenado jardín. Había una pequeña estatua que no había observado antes, una criatura, un niño, subido a una piedra, mirando a la casa con ojos muy abiertos.

Se llevó la manzana a la boca. El intenso aroma del sol la embriagó cuando mordió la fruta. Una manzana, de un árbol en su propio jardín, un árbol plantado hacía ya muchos años y que seguía produciendo fruta. Un año sí, el otro no. Era dulce. ¿Las manzanas siempre eran tan dulces?

Bostezó. El sol la había amodorrado. Se quedaría sentada, sólo por unos instantes más, hasta que llegara el jardinero. Dio otro mordisco a la manzana. El cuarto parecía más cálido que antes. Como si la cocina hubiera comenzado a funcionar de repente, como si alguien se hubiera sumado a ella en la cabaña y hubiera comenzado a preparar el almuerzo. Sus párpados estaban pesados, cerró los ojos. Un pájaro cantó en alguna parte una hermosa, hermosa canción; las hojas arrastradas por la brisa golpeaban contra la ventana, y en la distancia el océano respiraba acompasadamente, inspirando, espirando, inspirando, espirando…

* * *

… inspirando, espirando, entrando y saliendo de su cabeza todo el día. Caminó por la cocina, se detuvo frente a la ventana, pero se prohibió echar otro vistazo fuera. Miró en cambio el pequeño reloj sobre la chimenea. Se estaba retrasando. Había dicho que llegaría a y media. Se preguntó si su retraso significaba algo importante, si había sido atrapado, si había sido víctima de un cambio de idea. Si todavía pensaba acudir.

Sentía las mejillas calientes. Hacía mucho calor allí dentro. Regresó a la cocina y bajó el fuego para retardar la cocción. Se preguntó si debía haber preparado una comida.

.Afuera, un ruido.

Las puertas de su compostura se disolvieron. Estaba allí.

Abrió la puerta, y él entró sin decir palabra.

Se le veía tan grande en el estrecho pasillo, y aunque a estas alturas ella lo conocía bien se sentía tímida, no podía mirarlo a los ojos.

Él también estaba nervioso; saltaba a la vista, aunque hacía todo lo posible por ocultarlo.

Se sentaron frente a frente en la mesa de la cocina y la luz de la lámpara tembló entre ambos. Un lugar extraño para sentarse en una noche semejante, pero así eran las cosas. Ella se miró las manos, se preguntó cómo proceder. Todo había parecido tan sencillo al principio. Pero ahora, el camino a seguir estaba trabado por hilos esperando que se tropezaran. Tal vez esos encuentros siempre fueran así.

Él se acercó.

Ella respiró hondo, mientras él tomaba un mechón de sus cabellos entre dos de sus dedos. Lo examinó durante lo que pareció una eternidad. Miró no tanto al cabello sino al extraño hecho de su cabello entre sus dedos.

Por fin, alzó los ojos y la miró. Su mano se acercó hasta descansar en la mejilla de ella. Entonces él sonrió, y también ella. Suspiró con alivio y con algo más. Él abrió la boca y dijo…

* * *

– ¿Hola? -Un fuerte golpeteo-. ¿Hola? ¿Hay alguien aquí?

Cassandra abrió los ojos parpadeando. La manzana que tenía en la mano cayó al suelo.

Pesados pasos, y luego un hombre de pie junto a la puerta, un hombre alto, fornido, pasados los cuarenta. Cabello oscuro, ojos oscuros, sonrisa ancha.

– Hola -dijo, alzando las manos con gesto de rendición-. Parece como si hubiera visto un fantasma.

– Me ha asustado -explicó Cassandra a la defensiva, levantándose de la silla.

– Lo siento -se disculpó el hombre avanzando un paso-. La puerta estaba abierta. No me di cuenta de que estaba echándose una siesta.

– No lo estaba. Quiero decir, estaba, pero no quería. Sólo pretendía sentarme un rato… -La explicación de Cassandra se diluyó mientras su mente volvía hacia el sueño. Había pasado mucho tiempo desde que soñara con algo remotamente erótico, y un largo tiempo desde que hiciera algo remotamente erótico. No desde Nick. Bueno, no algo que contara, no algo que ella quisiera recordar. ¿De dónde le había venido?

El hombre sonrió y extendió la mano.

– Soy Michael Blake, paisajista maravilloso. Usted debe de ser Cassandra.

– Así es. -Se sonrojó mientras él le estrechaba la mano con un enorme y cálido apretón.

Él sacudió levemente la cabeza, sonriendo.

– Mi colega me dijo que las muchachas australianas eran las más bonitas, pero nunca le creí. Ahora veo que decía la verdad.

Cassandra no sabía adónde mirar, y se decidió por un punto distante más allá del hombro izquierdo de él. Semejante flirteo la ponía, en el mejor de los casos, incómoda, pero su sueño la había dejado doblemente turbada. Todavía podía sentirlo, flotando en los rincones del cuarto.

– ¿Me dijeron que tiene un problema con un árbol?

– Sí. -Cassandra parpadeó y asintió, mientras dejaba su sueño a un lado-. Sí. Lo tengo. Gracias por venir.

– Jamás pude resistirme a una dama en apuros. -Volvió a sonreír, con su ancha y relajada sonrisa.

Ella se envolvió en su chaqueta. Intentó devolverle la sonrisa, pero sólo consiguió parecer una remilgada.

– Es por aquí. En las escaleras.

Michael la siguió por el pasillo, se inclinó para echar un vistazo en la curva de la escalera. Dio un silbido.

– Uno de los viejos pinos. Parece que lleva ahí bastante tiempo. Probablemente cayó durante la gran tormenta del noventa y cinco.

– ¿Puede quitarlo?

– Claro que puedo. -Michael miró por encima de su hombro, más allá de Cassandra-. Trae la motosierra, ¿quieres, Chris?

Cassandra se volvió; no se había percatado de que hubiera alguien más en el cuarto con ellos. Otro hombre estaba de pie detrás, más delgado que el primero, algo más joven. De cabello castaño claro que se rizaba en torno al cuello. Piel oliva, ojos pardos.

– Christian -se presentó, asintiendo levemente. Extendió la mano, dudó, se la limpió en sus vaqueros y volvió a extenderla.

Cassandra le tendió la suya.

– La motosierra, Chris -dijo Michael-. Vamos, apresúrate.

Michael alzó una ceja mirando a Cassandra cuando Christian salió.

– Tengo que estar en el hotel en media hora, más o menos, pero no tema, dejaré la mayor parte del trabajo listo y mi fiel asistente se quedará para terminar. -Sonrió, mirándola a los ojos, de un modo que le resultó imposible sostener-. Así que éste es su lugar. He vivido en el pueblo toda mi vida y nunca creí que tuviera dueño.

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