Kate Morton - El jardín olvidado

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Una niña desaparecida en el siglo XX…
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– ¿Tío?

La mano de su tío cayó sobre su regazo y sus ojos se abrieron. Señaló un pequeño banco en la pared más alejada, cubierto con una tela blanca de muselina.

– Siéntate -ordenó.

Eliza lo miró parpadeando.

– Siéntate. -Se acercó renqueando a un trípode negro contra la pared-. Deseo tomar tu fotografía.

Eliza nunca había sido fotografiada y no tenía interés en que la fotografiaran ahora. Justo cuando iba a abrir la boca para decírselo, se abrió la puerta.

– El almuerzo de cumpleaños. -Las palabras de tía Adeline terminaron en una nota aguda. Llevó su delgada mano al pecho-. ¡Eliza! -Pronunció su nombre en medio de una desesperada exhalación-. ¿Pero en dónde tienes la cabeza, niña? Sube ahora mismo. Rose te está buscando.

Eliza se apresuró a ir hacia la puerta.

– Y deja de molestar a tu tío -siseó tía Adeline mientras Eliza pasaba a su lado-. ¿No ves que está agotado de sus viajes?

* * *

De modo que había llegado el día. Adeline no había sabido qué forma tendría, pero la amenaza siempre había estado allí, acechando en lugares oscuros, de modo que nunca podía relajarse por completo. Apretó los dientes, concentrando su furia en los huesos de la nuca. Se obligó a apartar la imagen de su mente. La hija de Georgiana, con el cabello suelto, apareciendo frente a todo el mundo como un fantasma del pasado, y la expresión en el rostro de Linus, su viejo rostro atontado por el deseo de un hombre joven. ¡Pensar que había estado a punto de tomar la fotografía de la joven! Y hacer lo que nunca había hecho con Rose. O con Adeline.

– Cierre los ojos, lady Mountrachet -pidió su criada, y Adeline hizo como le ordenaban. El aliento de la otra mujer era tibio al rozar los cabellos de la frente de Adeline, una extraña sensación reconfortante. Ah, quedar sentada allí para siempre, el cálido dulce aliento de esa tonta y alegre muchacha sobre su rostro, sin otros pensamientos que la acosaran-. Ya puede abrirlos, señora, voy a buscar sus perlas.

La criada salió deprisa y Adeline se quedó a solas con sus pensamientos. Se inclinó hacia delante. Sus cejas estaban peinadas, sus cabellos arreglados. Se pellizcó las mejillas, tal vez con más fuerza delo necesario, y se reclinó a observar el resultado. ¡Ah, pero qué cruel era envejecer! Había sufrido pequeños cambios sin que se diera cuenta, que nunca podrían detenerse. El néctar de la juventud desapareciendo como por un colador cuyos agujeros se hacían cada vez más grandes. «Y así se volvió enemigo el amigo», susurró Adeline al despiadado espejo.

– Aquí las tiene, milady -dijo la criada-. Traje el juego con el broche de rubíes. Alegre y festivo para una ocasión tan feliz. Quién lo hubiera imaginado, el almuerzo de cumpleaños de la señorita Rose. ¡Dieciocho años! Lo próximo, un casamiento, recuerde mis palabras…

Mientras la criada seguía hablando, Adeline apartó la mirada, negándose a seguir contemplando su decadencia.

La fotografía seguía colgada donde siempre había estado, a un lado de su tocador. Qué correcta lucía en su vestido de bodas, qué apropiada. Nadie adivinaría en esa foto el intenso autocontrol que había empleado para presentar esa expresión de calma. Linus, por su parte, aparecía como el perfecto caballero. Sombrío tal vez, pero ésa era su costumbre.

Se casaron un año después de la desaparición de Georgiana. Desde el momento de su compromiso, Adeline Langley había trabajado con denuedo para reinventarse. Había decidido convertirse en una mujer digna del gran nombre de Mountrachet: deshaciéndose de su acento norteño y de los placeres pueblerinos, devorando los artículos en Debrett y aprendiendo las artes de la vanidad y el refinamiento. Adeline sabía que tenía que ser el doble de dama que cualquier otra si quería borrar de la memoria de la gente la verdad de sus orígenes.

– ¿Quiere su sombrero verde, lady Mountrachet? -preguntó la criada-. Es que le queda tan bien con este vestido, y querrá un sombrero si es que va a ir hacia la ensenada. Lo dejaré sobre la cama, ¿le parece?

Su noche de bodas no había sido en absoluto como Adeline esperaba. No podía explicarlo, y ciertamente no había palabras para preguntar, pero sospechaba que había sido decepcionante también para Linus. Después compartieron el lecho matrimonial muy ocasionalmente, y menos aún cuando Linus comenzó sus viajes. Tomando fotografías, decía él, pero Adeline sabía la verdad.

Qué inútil se sentía. Qué fracaso como esposa y como mujer. Peor aún, fracaso como dama de sociedad. A pesar de todos sus esfuerzos, rara vez eran invitados. Linus, cuando estaba en Blackhurst, era una compañía tan lamentable, de pie, solo la mayor parte del tiempo, respondiendo a las preguntas cuando era necesario, con beligerantes comentarios. Cuando Adeline enfermó, pálida y agotada, creyó que era por despecho. Sólo cuando su estómago comenzó a expandirse se dio cuenta de que estaba embarazada.

– Ahí lo tiene, lady Mountrachet. Su sombrero está sobre la cama y ya está usted lista para la fiesta.

– Gracias, Poppy. -Alcanzó a sonreír con levedad-. Eso es todo.

Al cerrarse la puerta, Adeline borró su sonrisa y volvió a enfrentarse con su mirada.

Rose era la auténtica heredera de la gloria de Mountrachet. Esa muchacha, la hija de Georgiana, era poco más que un cuclillo, enviado para suplantar a la hija de Adeline. Para empujarla del nido que Adeline había luchado tanto por hacer propio.

Por un tiempo se había mantenido el orden. Adeline se aseguró de decorar a Rose con nuevos y encantadores vestidos, un bello sofá sobre el cual sentarse, mientras que Eliza era vestida con los trajes de la temporada anterior. Los modales de Rose, su naturaleza femenina, eran perfectos, mientras que Eliza no podía ser educada. Adeline estaba en calma.

Pero a medida que las niñas crecían, que crecían imparables hacia la madurez, las cosas comenzaron a cambiar, a escapar del control de Adeline. La habilidad de Eliza en la escuela era una cosa -a nadie le gustaba una mujer inteligente-, pero ahora que pasaba tanto tiempo al aire libre, expuesta a la fresca brisa marina, su aspecto había adquirido un saludable brillo, su cabello, su maldito cabello rojo, había crecido largo, y ya no era una delgaducha.

Días atrás, Adeline había escuchado a uno de los criados comentar lo bella que era la señorita Eliza, más bella incluso que su madre, lady Georgiana. Adeline había quedado paralizada cuando escuchó pronunciar ese nombre. Después de tantos años de silencio, ahora la acechaba en cada rincón. Riéndose de ella, recordándole su propia inferioridad, su fracaso en intentar parecerse, a pesar de haber trabajado tanto más duro que Georgiana.

Adeline sintió un sordo latir en sus sienes. Alzó una mano y se las apretó levemente. Algo le sucedía a Rose. Ese punto en sus sienes era el sexto sentido de Adeline. Desde que Rose era un bebé, Adeline había anticipado los males de su hija. Era como un lazo que no podía romperse, de madre a hija.

Y ahora volvían a latirle las sienes. Adeline apretó los labios, decidida. Observó su severo rostro como si le perteneciera a una desconocida, la dama de una casa noble, una mujer cuyo control era infranqueable. Inhaló fuerza en los pulmones de esa mujer. Rose debía ser protegida, la pobre Rose que había fallado al no reconocer a Eliza como una amenaza.

Una idea comenzó a formarse en la mente de Adeline. No podía alejar a Eliza, Linus nunca lo permitiría y la pena de Rose sería demasiado grande, y además, era mejor mantener cerca a los enemigos, pero tal vez Adeline podía encontrar un motivo para llevar a Rose al extranjero por un tiempo. ¿A París o Nueva York? Darle una oportunidad de brillar sin el inesperado reflejo de Eliza llamando la atención de todos, estropeando todas las oportunidades de Rose…

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