Kate Morton - El jardín olvidado

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Una niña desaparecida en el siglo XX…
En vísperas de la Primera Guerra Mundial, una niña es abandonada en un barco con destino a Australia. Una misteriosa mujer llamada la Autora ha prometido cuidar de ella, pero la Autora desaparece sin dejar rastro…
Un terrible secreto sale a la luz…
En la noche de su veintiún cumpleaños, Nell O’Connor descubre que es adoptada, lo que cambiará su vida para siempre. Décadas más tarde, se embarca en la búsqueda de la verdad de sus antepasados que la lleva a la ventosa costa de Cornualles.
Una misteriosa herencia que llega en el siglo XXI…
A la muerte de Nell, su nieta Casandra recibe una inesperada herencia: una cabaña y su olvidado jardín en las tierras de Cornualles que es conocido por la gente por los secretos que estos esconden. Aquí es donde Casandra descubrirá finalmente la verdad sobre la familia y resolverá el misterio, que se remonta un siglo, de una niña desaparecida.

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Nell estaba de pie junto al tronco gris verdoso de un solitario eucalipto. Una vez, pensó Hugh, toda la ladera estuvo cubierta de ellos, así como los barrancos a cada lado. Debió de ser todo un espectáculo la multitud de troncos fantasmales en las noches de luna llena.

En fin. Estaba aplazando las cosas. Incluso ahora trataba de escapar a su responsabilidad, estaba siendo débil.

Un par de murciélagos negros cruzaron silenciosos el cielo nocturno. Descendió por los destartalados escalones de madera, y cruzó el césped húmedo de rocío.

Ella debió de oírle llegar -tal vez lo presintió- porque se volvió y sonrió al acercársele.

– Estaba pensando en mamá -le dijo, cuando llegó a su lado-, preguntándome desde cuál estrella estará mirándonos.

Hugh estuvo a punto de echarse a llorar al escucharla. Maldijo que mencionara a Lil en ese momento, que le hiciera notar que ella estaba observando, seguramente furiosa con él por lo que estaba a punto de hacer. Podía escuchar la voz de Lil, los viejos argumentos…

Pero era su decisión y la había tomado. Era él, después de todo, quien había comenzado todo el asunto. Aunque hubiera sido sin intención, fue él quien había dado el paso que los había puesto en ese camino y era él quien debía rectificarlo. Los secretos tenían un modo de darse a conocer, y era mejor, sin duda, que ella conociera la verdad de su boca.

Tomó las manos de Nell entre las suyas y besó el dorso de cada una. Las apretó con fuerza, sus delicados dedos contra sus palmas rugosas.

Su hija. Su primogénita.

Ella le sonrió, radiante en su delicado vestido de encaje.

Él respondió con una sonrisa.

Después la invitó a sentarse en un tronco caído de un ficus, liso y blanco, y se inclinó para susurrar algo en su oído. Transfirió el secreto que él y su esposa habían guardado durante diecisiete años. Esperó a ver una chispa de reconocimiento, un diminuto cambio de expresión mientras ella asimilaba lo que le estaba diciendo. Observó cómo los cimientos de su mundo se resquebrajaban, y la persona que había sido desaparecía en un instante.

3

Brisbane, Australia, 2005

Cassandra llevaba días sin salir del hospital, aunque el doctor tenía pocas esperanzas de que su abuela recuperara el conocimiento. Era muy improbable, dijo, a su edad, y con semejante cantidad de morfina en su organismo.

La enfermera de noche había regresado, por lo que imaginó que había anochecido, aunque no pudiera precisar qué hora sería. Allí era difícil saberlo: las luces de la sala de espera estaban siempre encendidas, podía escucharse una televisión a todas horas -pero nunca verse-, y los carritos recorrían los pasillos de arriba abajo, sin importar la hora. Toda una ironía que un lugar que dependía tanto de la rutina operara tan decididamente fuera de los horarios habituales.

Sin embargo, Cassandra esperó. Mirando, consolando, mientras Nell se ahogaba en un mar de recuerdos, volvía a emerger en busca de aire una y otra vez, y regresaba a épocas de su vida cada vez más tempranas. No podía soportar pensar que su abuela venciera las posibilidades en su contra y regresara al presente tan sólo para encontrarse flotando en las postrimerías de la vida, sola.

La enfermera reemplazó la bolsa de suero vacía por una nueva, giró un interruptor en la máquina situada detrás de la cama y luego se concentró en arreglar las sábanas.

– No ha bebido nada -indicó Cassandra, su voz sonándole extraña incluso a sí misma-. En todo el día.

La enfermera alzó la vista, sorprendida de que alguien le hablara. Miró por encima de las gafas hacia la silla en donde estaba sentada Cassandra, con una manta azul verdosa, de hospital, sobre el regazo.

– Me ha asustado -dijo-. Lleva aquí todo el día, ¿verdad? Probablemente sea lo mejor, ya no falta mucho.

Cassandra ignoró el comentario.

– ¿No deberíamos darle algo de beber? Debe de estar sedienta.

La enfermera dobló las sábanas y las acomodó eficientemente debajo de los delgados brazos de Nell.

– Estará bien. El goteo se encarga de todo eso. -Comprobó algo en la tablilla de Nell, hablando sin alzar la vista-. Hay un sitio para preparar té al final del pasillo por si lo necesita.

La enfermera se marchó y Cassandra vio que los ojos de Nell estaban abiertos, mirando fijamente.

– ¿Quién eres? -se escuchó la frágil voz.

– Soy yo, Cassandra.

Confusión.

– ¿Te conozco?

Los doctores se lo habían anticipado, pero sin embargo sintió una punzada.

– Sí, Nell.

Nell la miró, con sus ojos color gris acuoso. Parpadeó confundida.

– No puedo recordar…

– Shhh… está bien.

– ¿Quién soy?

– Tu nombre es Nell Andrews -explicó Cassandra, cogiéndole la mano-. Tienes noventa y cinco años. Vives en una antigua casa en Paddington.

Los labios de Nell temblaron; se estaba concentrando, intentando dar sentido a las palabras.

Cassandra tomó un pañuelo de papel de la mesilla y se acercó para secar delicadamente el hilo de saliva del mentón de Nell.

– Tienes un stand en el centro de antigüedades en Latrobe Terrace -continuó en voz baja-. Tú y yo lo compartimos, vendemos cosas viejas.

– Te conozco -dijo Nell débilmente-. Eres la niña de Lesley.

Cassandra parpadeó, sorprendida. Rara vez hablaban de su madre, al menos no durante los años de pubertad de Cassandra y tampoco en los diez años desde su regreso, cuando vivía en el piso debajo de la casa de Nell. Era un acuerdo tácito entre ambas no volver a un pasado que, por diferentes razones, preferían olvidar.

Nell se sorprendió. Sus ojos asustados examinaron el rostro de Cassandra.

– ¿Dónde está el niño? Espero que no esté aquí, ¿está aquí? No quiero que toque mis cosas. Que las estropee.

Cassandra sintió que se mareaba.

– Mis cosas son preciosas. No dejes que se acerque.

Las palabras se agolparon en su garganta al intentar decirlas.

– No… no, no le dejaré. No te preocupes, Nell. Él no está aquí.

* * *

Más tarde, cuando su abuela volvió a perder el conocimiento, Cassandra pensó en la cruel habilidad de la mente para remover retazos del pasado. ¿Por qué, cuando estaba al final de su vida, la mente de su abuela resonaba con las voces de gentes desaparecidas tiempo atrás? ¿Era siempre así? Los que tienen billete para el silencioso barco de la muerte ¿miran siempre al muelle en busca de los rostros de los que ya han partido?

Cassandra debió de quedarse dormida entonces, porque lo siguiente que supo fue que el ritmo del hospital había vuelto a cambiar. Se habían adentrado aún más en el túnel de la noche. Las luces de los pasillos se habían atenuado y los sonidos del sueño flotaban a su alrededor. Estaba acurrucada en el sillón, el cuello rígido y el tobillo helado al haberse salido de la delgada manta. Intuía que era tarde, y estaba cansada. ¿Qué la había despertado?

Nell. Su respiración era agitada. Estaba despierta. Cassandra se movió con rapidez y llegó junto al lecho, acomodándose a un lado. En la penumbra, los ojos de Nell parecían vidriosos, pálidos y manchados como agua sucia de pintura. Su voz, un delgado hilo, casi quebrada. Al principio no pudo oírla, pensó que eran sólo sus labios que se movían en torno a palabras perdidas pronunciadas tiempo atrás. Después se dio cuenta de que Nell estaba hablando.

– La dama -estaba diciendo-. La dama dijo que esperara…

Cassandra acarició la febril frente de Nell, apartando los delicados mechones de cabellos que alguna vez brillaron como la plata. Otra vez la dama. «A ella no le importará -dijo-. A la dama no le importará si te vas».

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