Ángela Vallvey - Muerte Entre Poetas

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Ágil y sutil pero profunda, brillante y divertida, Muerte entre poetas es un auténtico logro narrativo que encandilará a los lectores. Una historia deliciosa que hace un guiño a las viejas novelas de Agatha Christie y a las guerras literarias de Pío Baroja.
Lo que debía ser un encuentro ritual entre prestigiosos miembros de las letras nacionales se convierte en algo turbador al aparecer asesinado de una puñalada en el corazón uno de los poetas participantes. Nacho Arán, poeta y meteorólogo, llega al congreso poco después de que se haya producido el crimen, por lo que está libre de sospecha y podrá dedicarse a husmear entre el resto de los asistentes. Pronto descubrirá que casi todos ellos tienen algo contra el muerto, y se dará cuenta de que el refinamiento intelectual y la supuesta sofisticación de la cultura no sirven como vacuna contra el mal y las pasiones violentas, contra el odio y el deseo de venganza…

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– Estoy embarazada -respondí, y me eché a llorar.

– Si crees que con eso vas a atraparme, te equivocas. Si estás embarazada, tú sabrás quién es el padre. Yo, desde luego, no lo soy. -Tenía el ceño fruncido, y su boca se curvaba como la de un censor, como la de santo Domingo el Mugriento esclarecido por el Espíritu Santo dándole órdenes a un verdugo.

Me dio miedo y me tapé la cara con las manos.

– Saldré de esta casa ahora mismo -continuó él, impasible-, y volveré mañana. Cuando regrese no quiero que queden huellas tuyas por aquí. Deja las llaves en el buzón. De todas formas, cambiaré la cerradura, por si tienes tentaciones de reaparecer. Si mañana a mi regreso no te has ido, llamaré a la policía.

Se dio media vuelta y se fue.

María apareció en el quicio del pasillo que conducía al salón. Se chupaba un dedo acuciosamente, y me sonreía con la cara llena de babas.

Me sequé las mejillas y, como pude, le devolví la sonrisa. Era mediodía. Le di de comer a la niña, y la acosté en el sofá del salón para que echara una siesta. Empecé a llorar de forma torrencial cuando subía la escalera. Las lágrimas me impedían ver, y todo el cuerpo se me estremecía sin que yo pudiese controlarlo. Hipaba, me dolía la tripa y sentía arcadas. Fui al dormitorio y rebusqué la maleta en el armario empotrado. Metí dentro todo lo que pude. El resto lo embutí en bolsas de basura y lo bajé al patio, con intención de llevarlo antes de irme a los contenedores de la calle. No quería que mis cosas pasaran a formar parte del cúmulo de estratos sentimentales de la casa de aquel hombre. Hice lo mismo con los libros que había ido comprando durante aquellos años. Pensaba vaciarlos en el contenedor del papel. En un maletín de ruedas que le robé a Fabio, pude incrustar algunos papeles, mi ordenador portátil y unos cuantos libros que me resistí a arrojar junto a los desperdicios. En el cuarto de la niña, hice una selección de su ropita y sus juguetes. Entonces se me ocurrió que podría llamar a los Traperos de Emaús, para que al menos nuestras cosas no terminaran en un vertedero. Podrían servirle a alguien, y así también quitaría de en medio nuestros muebles.

Hice la llamada, les dije que tenía ropa, libros, cedés, juguetes y muebles de los que quería deshacerme. Me contestaron que pasarían al día siguiente. Respondí que era demasiado tarde, que ese mismo día, aunque fuese de noche, o nunca. Les describí todo lo que había y aceptaron ir, aunque un poco renuentes.

– Veré qué puedo hacer -me dijo la chica que atendió mi llamada.

Al cabo de algo más de tres horas, todas nuestras posesiones, las de María y las mías, habían desaparecido de aquella casa llena de fantasmas. Incluidos los muebles que había comprado durante mi vida con Fabio, por ejemplo, el dormitorio completo de la cría, un sofá de piel y los muebles de teca del jardín trasero.

Comprendí lo fácil que es desprenderse de las cosas, que lo importante es siempre aquello que a una no le pueden robar. No echaba de menos nada, nada en absoluto.

Cogí a mi hija. Tenía dos maletas y un maletín, además de la niña, cuando el taxi que pedí por teléfono llamó a la puerta. No pensaba quedarme a pasar allí la noche.

Se me cayeron las llaves, pero no me agaché a recogerlas. Tenía a la niña en brazos, las dejé tiradas en el pasillo, y la puerta de la calle abierta.

– ¿No cierra usted la puerta? -me preguntó el taxista mientras me ayudaba a llevar las maletas hasta el coche.

Pensé en la infelicidad y los fantasmas que dejaba atrás.

– No se preocupe, ya hay alguien dentro -contesté, y continué andando hasta la calle con pasos firmes.

Pasamos la noche en un hotel en Madrid, cerca de Atocha. Un NH de tres estrellas, económico pero agradable. Tenía la tarjeta de crédito de la cuenta corriente de Fabio, pero sabía que él no tardaría en anularla. Pagué una semana de hotel por adelantado. Saqué dos billetes de ida y vuelta en avión, en el puente aéreo para Barcelona, a través de Internet. Hice varias llamadas telefónicas desde el móvil (que esperaba que Fabio no cancelase tampoco hasta el día siguiente), pidiendo trabajo. Aún conservaba en mi agenda los contactos de mi antiguo director de departamento en Barcelona. Y, sí, seguían trabajando ahí, no se molestaron porque los llamase cerca de las once de la noche, y me dieron cita para los próximos días.

Cuando María se durmió, bajé un momento a la calle y saqué dinero de tres cajeros automáticos. El máximo que me permitieron. A primera hora de la mañana siguiente pensaba repetir la operación. En una cuenta corriente a mi nombre también tenía algo de dinero, no mucho, pero imaginé que lo suficiente para ir tirando unas semanas.

Comí a medias una hamburguesa en un local abierto toda la noche, cerca del hotel. No tenía mucha hambre porque me dolía el vientre, pero me obligué a tragar unos bocados. Subí a la habitación preocupada por María. La niña estaba durmiendo tranquila. Suspiré aliviada.

Fui al baño a darme una ducha. Me desnudé. Tenía las bragas empapadas de sangre. Me sentí tan conmocionada que mi primer impulso fue llamar por teléfono a Fabio. Y eso hice.

– ¡Fabio, Dios mío, estoy sangrando! -procuraba llorar por lo bajo, no quería despertar a mi hija.

– No me vuelvas a llamar, jamás en tu vida. Te he dicho que no me voy a creer ninguna de tus mentiras. Endósale la tripa a otro. ¡Y déjame en paz! -gruñó él, y colgó el teléfono, colérico e indignado.

Por debajo de sus gritos, creí oír los de otra voz. Femenina.

Semanas después, alguien me informó de que llevaba viéndose con una mujer desde hacía meses. Que la compatibilizó con la portadora de la sífilis. Y conmigo. Pero ella estaba comprometida, y Fabio esperó a que se deshiciera de su marido para abandonarme a mí. El que me contó todo eso -siempre hay un alma caritativa dispuesta a ser portavoz de malas nuevas- me dijo que la idea de dejarme el día de mi cumpleaños probablemente no había sido de Fabio, sino de su nueva pareja, una aspirante a poeta que aún no ha deslumbrado al mundo con su talento. «Él no es tan retorcido, créeme -me dijo-, pero ella… Perdona que te lo diga, pero cuando las mujeres os ponéis a ser malas, sois mucho peor que los hombres. No te ofendas, ni me saques la vena feminista, por favor, anda, sonríe…» Yo le sonreí, y me callé porque no tenía nada que decir. Aquella historia ya me importaba un bledo.

Al día siguiente busqué a una chica en las páginas amarillas para que cuidara de María unas horas. En una clínica cerca de Callao me examinaron. Estaba cerca de la calle Ballesta, haciendo esquina con la calle del Desengaño (¡qué ironía!), y en la puerta rondaban prostitutas, mendigos, inmigrantes desocupados y yonquis. También policías. Cuando la traspasé, tenía el pulso acelerado y un desasosiego incontrolable me cortaba la respiración. No paraba de sangrar, y el vientre me dolía como si alguien estuviera empeñado en arrancármelo desde dentro empujando sin parar hacia afuera. Era un aborto espontáneo. Me dijeron que las causas más frecuentes son deficiencias genéticas del feto, del organismo materno o enfermedades sistémicas o infecciosas (diabetes, traumatismos graves, toxoplasmosis, sífilis, hepatitis B, sida…). Me hicieron un legrado. Una enfermera trató de consolarme diciéndome que quizás el embarazo no habría salido adelante de todos modos. Y que aún tenía tiempo de volver a intentarlo.

– Sí… -respondí, dolorida y extenuada, pero sobre todo triste, tan triste como no recuerdo haberlo estado en mi vida-. Creo que volveré a intentarlo.

Pagué con la tarjeta de crédito de la cuenta de Fabio, que funcionó, a Dios gracias.

No tardé mucho en levantarme de la camilla y volver al hotel en taxi. Sabía que mi niña estaría impaciente, esperándome en nuestra habitación, haciendo tiempo al lado de una desconocida.

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