Ángela Vallvey - Muerte Entre Poetas

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Ágil y sutil pero profunda, brillante y divertida, Muerte entre poetas es un auténtico logro narrativo que encandilará a los lectores. Una historia deliciosa que hace un guiño a las viejas novelas de Agatha Christie y a las guerras literarias de Pío Baroja.
Lo que debía ser un encuentro ritual entre prestigiosos miembros de las letras nacionales se convierte en algo turbador al aparecer asesinado de una puñalada en el corazón uno de los poetas participantes. Nacho Arán, poeta y meteorólogo, llega al congreso poco después de que se haya producido el crimen, por lo que está libre de sospecha y podrá dedicarse a husmear entre el resto de los asistentes. Pronto descubrirá que casi todos ellos tienen algo contra el muerto, y se dará cuenta de que el refinamiento intelectual y la supuesta sofisticación de la cultura no sirven como vacuna contra el mal y las pasiones violentas, contra el odio y el deseo de venganza…

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– Gracias -respondí.

No quería decepcionarlo, pero no tenía intención alguna de ponerme en contacto con nadie en Madrid de su parte.

Ya tenía de mi parte a Fabio. Lo demás no me importaba.

Nos instalamos, María y yo, en casa de Fabio.

– Ahora eres mi mujer -me dijo mientras me besaba con fiereza.

Invariablemente me besaba con una fuerza extraña; cuando me acariciaba era como si se restregara contra mí. Yo lo encontraba divertido, incluso enternecedor. Pero, andando el tiempo, llegó un día en que su manera de manosearme me intimidó.

Fabio había comprado hacía muchos años un chalet adosado en Las Rozas, al norte de Madrid. La casa era grande. Estaba llena de libros, de las manzanas que él comía sin cesar, muchas podridas, de telarañas y de las flores artificiales (¡glups!) con que la mujer de la limpieza la había adornado, en un espeluznante intento por dotarla de algo semejante al calor de hogar, que desde luego no tenía. A Fabio lo asistía una mujer española, mayor (bueno, de la edad de Fabio aproximadamente), de piernas hinchadas recorridas por varices que se dibujaban en su piel con la renuencia de caudalosos ríos amazónicos con todos sus afluentes en un mapa del ejército, que se desplazaba por la casa con un halo de terquedad y un plumero en la mano que jamás llegaba a utilizar, al menos en los sitios correctos. Cuando me conoció me miró cansinamente y me dijo:

– Encantada, señorita Marta.

Marta era el nombre de la ex de Fabio. Él me había dicho que lo suyo había terminado hacía más de un año, pero la mujer de la limpieza me informó puntualmente de que la tal Marta acudía a menudo a la casa para dejar o llevarse libros, y para que ella le planchara.

– Me trae algunos vestidos para que se los planche. No muy limpios, he de decir -me explicó mientras agitaba sus carnes marchitas a lo largo del salón-. Es natural, ¡tantos años junta con el señor Fabio! Pero no se casaron, ¿ustedes se casarán, o tampoco?

Me volví, muerta de vergüenza por su desfachatez, y agarré a mi hija entre mis brazos con tanta fuerza que la cría se quejó y me tiró del pelo. Me turbó elucubrar que aquella mujer quizás estaba pensando en cuánto tiempo faltaría para que yo también me presentara en la puerta de la casa de Fabio, sosteniendo una camisa escotada, arrugada y llena de lamparones de café, tendiéndosela con el ruego de que le diera una pasadita con la plancha, que, a ser posible, hiciese desaparecer también las pringues del tejido.

Fue una imagen de mí misma intolerable, y sentí que el pecho se me inflaba de rabia. La identifiqué enseguida como el comienzo de un mundo interior. El mundo interior del celoso. «No hay criatura sin amor, ni amor sin celos perfecto, ni celos libres de engaños, ni engaños sin fundamento», decía Tirso de Molina. Noté que acababa de abrir la puerta a una dimensión desconocida. Un lugar que yo nunca había frecuentado, alimentado por la duda, esa carroña del corazón.

Yo nunca había sido celosa. Estaba acostumbrada a ser objeto de deseo. Hacía casi veinte años que la tónica de mi vida era encontrar hombres que dejaban a otras mujeres por mí. De ningún modo había habitado en mí el afán del propietario, que vigila y acecha para que no le roben lo que es suyo. En ese momento, lo sentí. Y eso era sólo el principio.

La convivencia no fue fácil, ya desde el comienzo, pero reconozco que Fabio tenía paciencia, conmigo y con la niña, y que durante más de un año se preocupó por nuestro bienestar. Se desvivía por complacerme. Tanto que despidió a la mujer de la limpieza, que llevaba con él más de veinte años.

– No la soporto -le dije-. O se va ella o me voy yo. Le he dicho mil veces que me llamo Cristina, pero ella insiste en llamarme Marta. Lo hace a mala leche.

– Por favor, cariño, no le hagas caso. ¡Ya la ves! La pobrecilla no puede tirar con su cuerpo, no sabe ni cómo se llama ella misma, ¿y quieres que se acuerde de tu nombre…? -me respondía Fabio, acariciándome el muslo, hozando en mi cuello.

– Sí, quiero que se aprenda mi nombre. Que se le olvide el suyo antes que el mío.

– No digas tonterías, mi amor.

Pero terminó haciéndome caso, le dijo a la mujer que, en adelante, como yo no trabajaba fuera de casa, yo misma me haría cargo de las tareas domésticas.

No le mentía. Yo tenía un bebé al que proteger, y quería que la casa estuviese limpia. Como la señora no hacía nada -se limitaba a revolotear de un sitio a otro con aquel odioso plumero, resollando y quejándose como si estuviera muy enferma y yo hubiese decidido obligarla a trabajar hasta que reventara-, como ni siquiera planchaba, era yo quien se hacía cargo de barrer, fregar, almidonar y baldear. No la necesitaba para nada. Así ahorraríamos, pensé.

Fabio aprovechó un día en que salí de casa con la niña durante varias horas, a visitar dos guarderías, para plantarla en la calle. No sé lo que le diría, pero la mujer nunca volvió.

Durante un año, salimos adelante. Fabio adoraba a María, que llegó incluso a llamarlo papá, para mi bochorno, pero también para mi más entrañable satisfacción.

No busqué trabajo. Fabio y yo estábamos de acuerdo en que debía concentrarme en mi poesía, y en mi hija. Claro que no era nada fácil compatibilizar ambas tareas. Yo no vivía en una torre de marfil, sino en el vaso de una batidora.

Habitualmente me encontraba tan cansada -no estaba nada acostumbrada a ejercer de madre las veinticuatro horas seguidas, ni de cocinera, ni de criada- que, cuando podía disponer de un par de horas para mí, sólo tenía fuerzas para plantarme delante del televisor y tragarme alguna de aquellas espantosas series importadas del Cono Sur en las que los personajes sufrían muchísimo, lloraban muchísimo, se amaban muchísimo, se odiaban muchísimo y, sobre todo, gritaban muchísimo.

El fantasma de los celos seguía engordando en mi interior, alimentándose de mi soledad y colmándose de mi envidia: desde que llegué a Madrid, entre la niña, la casa y Fabio, apenas tenía tiempo de ver a mis amigos; además, vivíamos en las afueras, y yo no conduzco; la tal Marta trabajaba con Fabio en la universidad, se veían todos los días, mientras yo estaba mano sobre mano, o mejor: mano sobre escoba, recluida en una casa que ni siquiera sentía como propia y en la que encontraba a diario pruebas de la existencia de otra mujer que la había ocupado antes que yo (unas bragas desteñidas en el fondo de un cajón; un vestido pasado de moda detrás de una cómoda; incluso ¡un diafragma! en un altillo de los armarios). Una tarde me di cuenta de que la casa de Fabio, en realidad, no solamente tenía restos del paso de Marta por allí, sino de muchas otras mujeres, anteriores a ella, que habían ido dejando su impronta a lo largo de los años. Unas huellas que nadie se había ocupado de limpiar, hasta mi llegada. La casa de Fabio era un yacimiento arqueológico de su vida sentimental, lleno de estratos de diferentes épocas, rebosante de los restos materiales de lazos sentimentales ya desaparecidos. Yo podría, si así lo deseaba, dedicar el resto de mi vida a hacer prospección, excavación, trabajo de laboratorio, dendrocronología y estudios osteológicos de las cambiantes etapas por las que había atravesado el amor de Fabio, de sus muy diferentes períodos. Por ejemplo, el sostén mustio, sin aros e incoloro, y las esposas oxidadas que saqué, tapándome la nariz, aquella tarde de una caja que permanecía misteriosamente cerrada con cuerdas y celofán en el cuarto de la lavadora, se podían clasificar como pertenecientes al período Marta, o bien del VI a. de M. (del año 6 antes de Marta), si es que no eran de ella y aún no había sido catalogada la ocupante de dicha era.

Ahora me doy cuenta de que todo eso era lógico: Fabio era un hombre que pronto cumpliría sesenta años, había vivido lo suyo, y siempre en la misma casa. Yo, que tenía apenas treinta y siete, también llevaba a mis espaldas un abultado equipaje sentimental (muchas parejas, más o menos inestables, de diversos colores y nacionalidades), pero a diferencia de él, nunca había tenido un hogar que hubiese sido testigo de mis expediciones amorosas porque me había pasado la vida haciendo maletas, habitando pisos compartidos, residencias estudiantiles en el extranjero, apartamentos para profesores invitados… Había carecido de un centro de operaciones, y las huellas de mis amantes las habían borrado las empresas de mudanzas y los equipajes perdidos en los aeropuertos.

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