Ángela Vallvey
Muerte Entre Poetas
© Ángela Vallvey, 2008
Fabio, las esperanzas cortesanas
prisiones son do el ambicioso muere.
Epístola moral a Fabio
Hoja en que escribo mi nombre,
tú me sobrevivirás,
qué es, ¡ay!, la vida de un hombre, cuando un papel dura más.
JUAN EUGENIO HARTZENBUSCH
Para Antonio Javier Naranjo
con agradecimiento y amistad
EL PASADO
Ensueños inútiles y secos. Dos meses de belleza,
de ternura, se perderían para siempre,
y no podía hacer nada, nada, mais rien .
VLADIMIR NABOKOV, Lolita
LAS NEGRAS, ALMERÍA. 10 DE AGOSTO DE 1987
– Tú eres el responsable de la muerte de mi hija. Tú has matado a Nikita… Ha sido culpa tuya, de no haber sido por ti y tus ideas de dejarla que… -La mujer se echó a llorar, desesperada.
Llevaba cuatro días llorando ininterrumpidamente, desde que encontraron el cadáver de la chica en la bañera. La mujer, Sara, tenía los ojos hinchados, del color de canicas ensangrentadas. El pelo revuelto, pajizo y encrespado, a la altura de los hombros, necesitaba un lavado. Se frotaba las manos una contra otra, como si tratara de arrancarse unos guantes invisibles hechos con su propia piel.
El hombre la miró con escepticismo, pero no había compasión en sus iris. Reparó en que no era tan hermosa como creía. No así, al menos, congestionada por el llanto, deformada por la pena. Dejada . A él nunca le habían gustado las mujeres que se abandonan, que no cuidan su aspecto físico. A pesar de tener ya dos hijas -y de padres diferentes- cuando la conoció, Sara siempre le había parecido bella. Pero ahora era consciente de que su belleza no era más que una máscara debajo de la cual estaba eso: una mujer abotargada, cuya sola contemplación apagaba en él todas las sensaciones. Su aspecto lo deprimió todavía más. Fabio se daba cuenta de que su presencia no era ningún consuelo para ella. Estaba nervioso y sentía molestias en la tripa. Se rascó el cuero cabelludo y se ofreció a preparar café, pero la mujer negó violentamente con la cabeza, como si acabara de proponerle cometer un acto abominable.
– Tranquilízate, ¿quieres? -Se sentó al lado de Sara en un sofá blanco de obra cubierto con un enorme cojín a juego con pequeñas manchas de comida y bebida distribuidas como pecas en los hombros de una adolescente. Como los hombros de Nikita, pensó el hombre con un escalofrío.
Estaba claro: cuesta mucho mantener un blanco inmaculado. Tanto en los sofás, como en las almas. Afortunadamente, Fabio nunca se había tragado la falacia de la pureza. «Todo acaba ensuciándose», se dijo.
El sofá no era tan cómodo como a él le hubiera gustado. La casa, blanca, al igual que el resto del pueblo, era alquilada. Sencilla y humilde, con un toque hippy muy del gusto de Sara. O lo había sido hasta que la muerte de Nikita le nubló la vista para cualquier cosa que no fuese su duelo. Hasta pocos días antes, a la mujer le gustaba mirar el cerro Negro, al final de la bahía, antes de volver a casa, a esa casa, con los ojos llenos de mar. Ahora, sin embargo, la muerte de la niña lo había trastornado todo, y en los antaño hermosos ojos de Sara sólo crecía una oscuridad que semejaba una lengua de lava seca, a juego con el paisaje que los rodeaba.
Fabio no se engañaba a sí mismo: sabía que su relación con Sara estaba muerta. Tan muerta como Nikita.
Le dio pereza la idea de tener que empezar de nuevo con otra mujer. Las mujeres eran agotadoras. A pesar de todo, tenía que reconocer que los comienzos de un romance siempre eran buenos. La magia del descubrimiento de los cuerpos. La amabilidad y las sonrisas. La disponibilidad sexual. El entusiasmo. La inspiración. Todo ello, antes de que la unión se consolidara y luego degenerase inexorablemente hasta convertirse en tortura mental y en asco.
– De acuerdo -dijo con cierto tono de hastío. Cuatro días de llanto continuado eran más de lo que cualquier hombre podía soportar, por mucho que amara a la plañidera. Observó a hurtadillas los labios secos de Sara, cuarteados por el llanto, y sintió un sorprendente estremecimiento de repulsión. Y pensar que había dedicado tantos versos a esa boca que ahora se le antojaba tan fea y desabrida…-. De acuerdo, el café no es buena idea. ¿Qué me dices de una tila?
– No quiero nada que venga de ti. -Sara escupió las palabras lentamente, la rabia goteaba entre sus dientes como saliva sucia.
La niña, la otra niña, Rocío, que pronto cumpliría ocho años, contemplaba la escena desde lo alto de la escalera que llevaba a la planta superior de la casa. Fabio la había visto por el rabillo del ojo. Era una ratoncita curiosa y metomentodo, siempre espiando. A veces, el hombre pensaba que no había sitio donde esconderse de aquellos ojos inquisitivos y acusadores, que bien podrían haber sido los del fiscal del Juicio Final. La mocosa lo ponía nervioso, y él no era un hombre calmado por naturaleza, precisamente. La cría era como un jilguero. «Ufana, alegre, altiva…, rompiendo el aire el pardo jilguerillo.» Pero su alegría se había esfumado cuatro días antes, aunque seguía siendo ufana y altiva como una aristócrata nórdica. La muy… Ahora que el vínculo emocional con su madre estaba definitivamente roto -Fabio se preguntaba cuánto más iba a tardar en salir el tema-, se alegraba de perderla de vista para siempre. ¡Plas!, él se largaría, y desaparecería, confiaba en que para siempre, de las vidas de Sara y de Rocío. Y sería como si a ese jilguerillo arrogante lo hubiese atravesado una saeta cazadora en un poema de Antonio Mira de Amescua.
«Que os jodan a las dos -pensó Fabio-, ya estoy más que harto de vosotras.»
MADRID. 6 DE JUNIO DE 1987
– ¿Adónde vas? ¿Por qué te has pintado tanto? -La niña observó a su hermana mayor con una risita tonta. Mascaba un chicle que le llenaba la boca por completo, por lo que le costó trabajo pronunciar las palabras de manera correcta. Habitualmente se esforzaba por hacerse entender, en cualquier circunstancia y con cualquier interlocutor, ya que tenía la vaga sospecha de que en el mundo era indispensable hacerse comprender todo lo posible. Aun así, albergaba la sensación de que nadie se enteraba nunca de nada.
Nikita observó a su hermana pequeña y Rocío la obsequió con una seductora caída de pestañas. Aquella pequeñaja, pensó la joven, estaba siempre entre sus piernas, enredando.
– Piérdete, enana. Y no deberías comer chicle tan temprano, por cierto. Tus dientes se convertirán en pozos de carbón si sigues así. Déjame, anda. Tengo una cita y llego tarde. -Señaló la puerta de la habitación que ambas compartían, pero la pequeña no hizo caso, sino que miró impasible a su hermana, como diciendo «puedes esperar sentada».
– ¡Pero si es por la mañana! -protestó finalmente-. No puedes haber quedado tan temprano. Como te vea mamá, no te dejará salir. Pareces un marramacho -añadió con tranquila profesionalidad diagnóstica, y sus infantiles manos dibujaron en el aire lo que ella creyó que sería un monstruo imaginario de aspecto destartalado y taciturno. Nikita, sin embargo, hizo caso omiso, y Rocío sintió una vez mas la soledad del artista.
– Se dice mamarracho . ¡Y no me distraigas con tus tonterías, por favor! ¿Ves?, por tu culpa se me ha corrido el rimel… Es que… Eres, eres demasiao , jobar, enana.
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