Cerró el ordenador y lo dejó cuidadosamente sobre un enorme escabel de terciopelo que había detrás del biombo. Cogió su toalla de baño y la bolsa de aseo y salió al pasillo. Todo estaba en silencio, aunque el sol comenzaba a entrar por las balconadas, abriéndose paso trabajosamente tras los cristales y las cortinas, caldeando las baldosas cercanas hasta que el paso de una nube convertía sus rayos en sombra frígida que se derramaba sobre el pasillo como gigantescos brochazos de niebla seca.
Anduvo de puntillas, para no despertar a nadie, hasta la puerta del baño, con cuarterones de cristal transparente en la parte superior, y una vez delante se dispuso a asir la manilla para intentar abrirla cuando se dio cuenta de que había luz dentro. Seguramente provenía de una lamparita diminuta de vidrios opalescentes de Tiffany -diseñada por la propia Clara Driscoll, según les había hecho saber doña Agustina, con el objeto de que tuvieran cuidado de no romperla por torpeza o dejadez- que descansaba sobre un tocador antiguo que enriquecía con su presencia el enorme cuarto de aseo.
Nacho pensó que alguien se había dejado la luz encendida, y cuando iba a abrir la puerta por fin, los oyó. Un escalofrío le recorrió la columna vertebral, y apretó la toalla contra su estómago.
Eran sollozos, de mujer, en un tono bajo y apagado, pero estremecedor. La mujer que lloraba, no había duda, estaba rota por el dolor y la pena. La voz se mitigaba cada pocos segundos, Nacho pensó que quienquiera que fuese que estaba llorando enterraba la cara en una gruesa toalla, como él mismo acababa de hacer al apretar la suya contra el vientre, y apagaba contra ella sus gemidos. Sintió una profunda sensación de malestar e incomodidad, y se dio media vuelta, procurando no respirar, en dirección a su habitación. Esperaría a que llegara su turno para volver.
Una vez en sus aposentos, como los llamaría su tía Pau, se dejó caer de nuevo en la cama, con el ordenador bajo el brazo. Repasó mentalmente las mujeres que había en su planta. Eran cinco habitaciones y, de ellas, contó una, dos, tres… ¡Cielo santo!, tragó saliva. Acababa de darse cuenta de que todos los ocupantes de un dormitorio en esa planta eran mujeres, menos él, por supuesto. Ya le extrañaba que el baño estuviera por lo general tan limpio, cuando no había visto a nadie pasar a fregarlo. Ni siquiera había reparado en los nombres escritos en la puerta, con las horas de uso adjudicadas a cada uno. Se reprendió por su descuido, impropio de un buen sabueso siempre atento a los detalles.
Nacho no había reconocido la voz que sollozaba oculta tras la puerta. Fuese quien fuese, hacía esfuerzos por no llamar la atención ni ser reconocida.
Repasó los nombres de sus vecinas de planta: Cristina Oller, Rocío Conrado, Jacinta Picón y Torres Sagarra (quien, por su rudo aspecto, nadie diría que era muy propicia al llanto, aunque Nacho hacía tiempo que había aprendido a desconfiar de las apariencias).
Abrió el ordenador y pinchó el documento de texto RTF que le había enviado Cristina. Leyó concentrado de principio a fin, hasta el punto de que se olvidó durante el resto de la mañana del incidente del baño:
Fui una niña precoz, en todos los sentidos. No sólo en la poesía. Ser una niña prodigio en poesía, o en lo que sea, es un peso duro de acarrear de por vida. Cuando una deja de ser niña parece que tenga que pasársele también la fiebre de lo prodigioso. Porque ser un prodigio es algo así como una calentura que no puede mantenerse por mucho tiempo y al final desaparece, dejando el cuerpo aliviado o exánime. Cuando una niña prodigio crece, se va desgastando la lista de los adjetivos que la adornaban. Publiqué mi primer libro de poemas a los diecisiete años, cuando recibí el Premio Adonais.
Nací como Cristina Sánchez Oller en 1966, anno mundi , en Barcelona, y crecí en el barrio del Raval, en la calle Joaquín Costa. Hija de una catalana y de un obrero extremeño que mantuvo embarazada a mi madre durante dos décadas, hasta que la naturaleza, mucho más juiciosa que mi progenitor, decidió que ya era hora de convertir a mi madre en una apacible matrona inútil para la reproducción. En mi casa, mis hermanos y yo celebramos la menopausia de mi madre como si fuera una juerga. Éramos diez hermanos. Dos de ellos murieron poco después de nacer, en los primeros años cincuenta. Los ocho supervivientes salimos adelante con relativa fortuna. Tengo un hermano ingeniero de caminos (el mayor de todos, nació en el año 49); una hermana con una empresa de catering; otro que trabaja en el puerto, en Aduanas; uno más es funcionario de la Generalitat; mi hermana Claudia es propietaria de una agencia de viajes especializada en trayectos de aventura; Joan se licenció en Derecho y anda metido en política; Albert es maestro y trabaja en Andorra; yo soy la pequeña, y me gano la vida en una universidad privada, en Madrid. Mi madre está contenta con sus hijos. Todavía vive, a veces viene a verme y pasa conmigo una temporada. A pesar de sus continuos embarazos, ella sobrevivió a mi padre, que murió hace quince años. Con el sueldo de un obrero, fueron capaces de darnos estudios universitarios a casi todos (excepto a mi hermana Dolors, pero porque ella nunca tuvo mucha cabeza para los libros). Es verdad que la mayoría de nosotros estudiamos con beca y que somos hijos de aquello que se decía antes de la «igualdad de oportunidades». No obstante, a mí me sigue pareciendo un milagro que mis padres consiguieran hacer de nosotros lo que esperaban que fuésemos. No ha salido ningún yonqui entre mis hermanos, ningún bala perdida, ningún malvado… Todos tienen una vida familiar convencional y gratificante; creo que son felices. Todos menos yo, claro. Y ésa es una espinita que mi madre tiene clavada en el pecho. Pero todo se andará… Espero.
Fui, y sigo siendo, madre soltera (qué triste etiqueta ésa; sigue tañendo tenebrosamente, igual de atroz que en el siglo XIX). Me quedé embarazada sin quererlo. Ni siquiera puedo explicarme cómo sucedió. Bien, sí me lo puedo explicar, pero no atino a elucidar la cadena de acontecimientos que me condujo, sin yo preverlo, a concebir a mi hija. Bueno, ya está, la tuve. No me gustaba especialmente su padre, un norteamericano alto y despistado, un cajún de Nueva Orleans que hablaba inglés con un delicioso acento afrancesado, con la cabeza llena de rizos y de pájaros con sus correspondientes nidos; aunque, bien mirado, no estaba mal como simple macho fecundador. Tenía buenos genes, que ha heredado mi niña (no tenía sobrepeso, ni tendencia a las adicciones). Le agradezco el detalle, y espero que nunca sepa que es el padre de mi hija y venga a molestarnos.
La poesía, ganar aquel premio siendo tan joven, me abrió muchas puertas en mi vida personal y profesional. Me becaron con generosidad. Me sacaron en la tele. Me invitaron a universidades extranjeras. Di conferencias que me pagaban espléndidamente cuando todavía era un arrapiezo y no tenía ni idea de lo que era dar una conferencia. ¡Ni siquiera había asistido a ninguna como oyente!
Recuerdo aquellos años. Tengo cientos de fotos, entrevistas en la prensa, cintas de vídeo con las grabaciones de televisión… No suelo mirarlos, pero si alguna vez caigo en la tentación de la nostalgia y echo mano de mis trofeos, como yo los llamo, lo revivo todo con la misma vivacidad que si hubiera ocurrido ayer.
Siento la arrogancia de mi juventud plantándole cara al mundo, la fuerza que sentía corriendo por mis venas, el giovenile errore , que diría Petrarca, de mis versos, que sin embargo los dotaba de gracia, de nervio y de frescor. Fueron años bellos y montaraces. Viajé mucho, mi madre no conseguía meterme en cintura, como decía ella. No había cumplido aún los dieciocho años y ya era independiente económicamente, y si pasaba cualquier apuro, siempre podía volver a casa, a Barcelona, porque todavía era una niña, como quien dice, sabía que mis padres esperaban ansiosos que volviera, que querían que volviera siempre. A pesar de mis idas y venidas, logré terminar la carrera de Filología Hispánica, sospecho que gracias a la amable complicidad de mis profesores, a los que dejaba boquiabiertos con mis versos, y sobre todo con mi aspecto físico (no quiero ser jactanciosa, pero no me queda más remedio; lo hago con cierta amargura inevitable, resentida, sí, visto lo que después de mi vida con Fabio sucedió con ese cuerpo y ese rostro, antaño tan bellos). Sí, puedo decir que viví años que no estuvieron nada mal. Y seguí haciéndolo hasta no hace tanto. Creo que hasta que conocí a Fabio. A partir de entonces todo cambió para mí. Mi vida enloquecida, hermosa y libre, la sensación de inmortalidad de mi juventud, en palabras de William Hazlitt (él sí que era un crítico, y no Fabio, pero ése es otro tema), que duraba en mí incluso habiendo sobrepasado la mitad de la treintena, y siendo madre; la certeza de que mi vida se abría a un inmenso jardín de frutos inagotables; la seguridad que me conferían mi cuerpo y mi rostro, deseados por tantos… Todo eso, y la alegría, quizás incluso la poesía, todo eso murió lentamente, se fue pudriendo sin remedio en mi interior durante los años que viví al lado de Fabio.
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