Ángela Vallvey - Muerte Entre Poetas

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Ágil y sutil pero profunda, brillante y divertida, Muerte entre poetas es un auténtico logro narrativo que encandilará a los lectores. Una historia deliciosa que hace un guiño a las viejas novelas de Agatha Christie y a las guerras literarias de Pío Baroja.
Lo que debía ser un encuentro ritual entre prestigiosos miembros de las letras nacionales se convierte en algo turbador al aparecer asesinado de una puñalada en el corazón uno de los poetas participantes. Nacho Arán, poeta y meteorólogo, llega al congreso poco después de que se haya producido el crimen, por lo que está libre de sospecha y podrá dedicarse a husmear entre el resto de los asistentes. Pronto descubrirá que casi todos ellos tienen algo contra el muerto, y se dará cuenta de que el refinamiento intelectual y la supuesta sofisticación de la cultura no sirven como vacuna contra el mal y las pasiones violentas, contra el odio y el deseo de venganza…

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Pensé en las historias alternativas del universo, en la narración de una secuencia temporal de sucesos, y por fin di con una cuestión que ni siquiera era original: ¿cuál sería la posibilidad de que sucediera mi historia, la pasada, la presente y la futura, en vez de otras que también podrían haber sido ciertas? Mi marido me había abandonado. Quizás volvería conmigo, o quizás no. Esas dos posibilidades eran mutuamente excluyentes porque sólo una de ellas podía ocurrir, y eran a la vez exhaustivas porque una de ellas sin duda ocurriría.

Antes de levantarme, y mientras reflexionaba en esos términos, abrí los ojos y dejé que la oscuridad del dormitorio me llenara por dentro. Miré la luz parpadeante del despertador y me di cuenta de que era muy temprano. Nunca me había gustado madrugar, aunque adoraba ver amanecer. Las pocas veces que había logrado presenciar el espectáculo del amanecer había sido con ocasión de algún viaje o alguna pequeña enfermedad. Amaba el amanecer porque, entre otras razones, para mí era la manera que tenían los cielos de decirme: «Tranquila, aún no estamos hartos.»

De cualquier forma, me las había ido arreglando en la vida para no tener que levantarme temprano. Desde que dejé el instituto puede decirse que no me había visto obligada a madrugar. Cuando fui a la universidad pedí el horario de tarde y, salvo una temporada de prácticas de laboratorio, nadie consiguió hacerme salir de la cama antes de las diez. Luego me casé con Sixto y todo siguió en los mismos términos si exceptuamos los cinco primeros meses de vida de mi hija Paula: los pasó en un continuo estado de excitación. Dormía de día y berreaba de noche, como si no acabara de habituarse a estar en el mundo, como si pensara que nacer había sido un error que empezaba a lamentar profundamente. El mismo día en que cumplió cinco meses, su sueño se regularizó y comenzó a dormir diez horas seguidas todas las noches.

Poco después empecé a dar clases en la universidad (me había doctorado durante el embarazo), pero pronto descubrí que la vida universitaria no estaba hecha para mí. Me apasionaba la investigación; no obstante, no creo ser capaz de enseñar nada a nadie. Tampoco encontré en las aulas a muchos que desearan realmente aprender. La ignorancia me irritaba, y me dio por sospechar, como George Bernard Shaw, que la educación es una tontería, que nadie puede convertir a una liebre en un caballo de carreras mediante la educación.

Mientras Paula crecía un poco más me convertí en ama de casa. Seguía estudiando, acabé una licenciatura en Biología que me valió al menos para entender que mi embarazo me había convertido en alguien útil en términos evolutivos, y leyendo, pero no tenía un trabajo fijo. Sixto mantenía nuestro hogar. Nunca se quejó de hacerlo.

Soy buena para las cosas técnicas (me doctoré en Ingeniería Eléctrica antes de ser madre), y un buen día diseñé un pequeño tapón que patenté porque así me habían enseñado a hacerlo en la facultad, aunque no le di la más mínima importancia al hallazgo. Mi tapón era, y sigue siendo, de una elegante sencillez. Me dije a mí misma que así debía ser una probable teoría unificada del universo: como mi tapón, como un obturador simple y bello que al abrirse todo lo explica y lo resuelve. Por aquel entonces, yo inventaba cosas para tener la sensación de que mi mente seguía activa, de que la maternidad no había acabado con cualquier vestigio de inteligencia que hubiera habido en mí antes de que mi vientre se dedicara a la tarea animal de la reproducción.

Un año después de registrar mi tapón, lo vendí a una empresa que envasaba y distribuía agua mineral por medio mundo, y después, cuando caducó la licencia de exclusividad de esa empresa, a otras que se apiñaban esperando a mi puerta. Dos años más tarde me di cuenta de que era rica, y de que nunca había trabajado realmente para serlo, que solamente había necesitado aplicar un poco de ingenio para dar forma a un trozo de materia y, luego, dejarme arrastrar dulcemente por la marea de una economía de mercado que excluye a muchos, pero que a mí siempre me ha deseado con locura.

Sixto y yo decidimos que lo mejor era poner los asuntos económicos en manos de profesionales que atendieran mis negocios y se ocuparan de hacer inversiones sensatas con el dinero que seguía llegando a la cuenta corriente. Fue extraño, porque durante mucho tiempo tuve la sensación de vivir de prestado, como si estuviera dilapidando una vida que no me correspondía. A veces me sentía como una intrusa, me paraba en mitad del pasillo de casa y escuchaba atentamente: temía que tarde o temprano llamarían al timbre y me obligarían a devolver todos mis privilegios, acusándome de habérmelos apropiado sin derecho.

Supongo que no tener que madrugar nunca me hacía sentirme culpable, una estafadora. La sucesión de datos sobre mi vida formaba un esquema de afortunada complejidad, y yo no dejaba de asombrarme por ello. La mía era una riqueza misteriosa, sin los peajes de la fama y la notoriedad, aunque Sixto y yo decidimos seguir llevando una apacible vida de clase media. Eso sí, compramos una casa en el campo, y un enorme piso de techos altos en el centro de Madrid, el mismo en el que vivíamos juntos cuando él decidió abandonarme.

Hacía pocas horas de eso -de su abandono-, pero yo tenía la impresión de que habían transcurrido más de mil años. A mi lado, la cama estaba vacía, una fuente de arbitrariedad del mismo tipo que la disposición y el entendimiento que, mil años atrás, Sixto y yo habíamos compartido.

Resolví levantarme, a pesar de la hora que era y de que no había conseguido dormir mucho. Puse el pie en el suelo y percibí claramente cómo las vibraciones que provocaba mi peso se desplazaban como ondas en un pequeño aljibe hasta comprimir las paredes, y luego toda la casa, el edificio entero con sus pilares decimonónicos y sus largos pasillos. Fui consciente de que mi peso añadido al suelo lograba que todo a mi alrededor se constriñera, elevase, cayese, rebotase y se estrellara de nuevo contra el entarimado. Mi presencia era importante, al menos para las vibraciones que recorrían la habitación.

Descorrí las cortinas del ventanal y casi pude ver con mis propios ojos la lluvia eléctrica habitual de las primeras horas de la mañana, sus partículas de aire con carga eléctrica, los detritos invisibles de la radiactividad que desprendían los muros del inmueble y, allá abajo, en la calle, el hormigón de las aceras. Tuve ganas de abrir las ventanas, sacar la cara y sumergirme de lleno en los doscientos voltios de esa suavidad incorpórea, pero la perspectiva de enfrentarme a la contaminación matutina me hizo desistir de mi propósito. Pronto la luz lo inundaría todo.

Pasé al baño, me puse una bata encima del pijama y me dirigí a la cocina a preparar el desayuno. Sin embargo, algo me hizo detenerme. Por primera vez en mi vida sentí la necesidad de escribir algo. Versos. Poesía. Nunca he sabido muy bien de dónde vino ese impulso, aunque luego he sabido que provenía del abandono que acababa de sufrir, y del que jamás me repuse. Fabio Arjona me ayudó a entenderlo de una manera muy poco agradable.

Me explico.

Escribí mi primer poema esa mañana, y continué escribiendo versos durante los siguientes dos meses. Cada día un poema, dos, a veces tres. Me dejé poseer por una especie de euforia. Yo no tengo una educación humanista, he sido una mujer de ciencias toda mi vida. Si pensabas que tú eras el único poeta de los aquí reunidos, o de los poetas en general, procedente del mundo de la ciencia, ya ves que estabas equivocado. Yo era de ciencias puras, como se decía antes. De ciencias experimentales, como decimos nosotros, los científicos, mucho más modestos con el lenguaje que los filólogos y los humanistas. Me gustaba leer, y supongo que aprendí algunos versos de memoria en el colegio, porque cuando yo era niña aún se estudiaban esas cosas, no sé ahora. Leía sobre todo novelas, no rosas, por supuesto, pero jamás me había interesado por la poesía. Aquel impulso me desconcertó, pero también me purificó. Puedo decir que la poesía me salvó la vida. De verdad. Sin ella, probablemente habría terminado suicidándome. No es una broma. Sixto me dejó deshecha. Y así sigo, en cierto modo.

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