Ángela Vallvey - Muerte Entre Poetas

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Ágil y sutil pero profunda, brillante y divertida, Muerte entre poetas es un auténtico logro narrativo que encandilará a los lectores. Una historia deliciosa que hace un guiño a las viejas novelas de Agatha Christie y a las guerras literarias de Pío Baroja.
Lo que debía ser un encuentro ritual entre prestigiosos miembros de las letras nacionales se convierte en algo turbador al aparecer asesinado de una puñalada en el corazón uno de los poetas participantes. Nacho Arán, poeta y meteorólogo, llega al congreso poco después de que se haya producido el crimen, por lo que está libre de sospecha y podrá dedicarse a husmear entre el resto de los asistentes. Pronto descubrirá que casi todos ellos tienen algo contra el muerto, y se dará cuenta de que el refinamiento intelectual y la supuesta sofisticación de la cultura no sirven como vacuna contra el mal y las pasiones violentas, contra el odio y el deseo de venganza…

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– Sí, vamos a dejarlo -concedió Rocío con las mejillas ruborosas-. Tratar de hablar con este tío es como intentar curar el sida con aromaterapia. -Se volvió hacia Richard y le sujetó el brazo con ternura-. Perdona, no he querido…

– Da igual -respondió Richard, sacudiendo la cabeza-. Déjalo, ¿quieres?

– Todos estamos muy nerviosos -concedió Mauricio Blanc-. Sería mejor que siguiésemos comiendo, sin hablar.

– Esta mocosa se cree que tiene unas lettres de cachet del mismísimo Dios que la facultan para disponer a su antojo de la voluntad de los demás -cuchicheó Miño en dirección a Nacho, que se hizo el sordo-. Si vende muchos libros de esas tonterías que escribe sobre niñas brujas y vampiros con problemas hormonales, en Alemania o en China, a mí me importa un bledo. Eso no la convierte en alguien tan notable como ella cree.

– El mal… El mal pertenece a la libertad moral del ser humano -dijo Pascual Coloma, sorprendentemente. Eran las primeras palabras que Nacho le oía pronunciar, además de las cuatro frases de cortesía que intercambiaba como saludo, o para dirigirse al servicio, y a punto estuvo de sufrir una conmoción al oírlo.

– Desde luego, desde luego -asintieron Rilke Sánchez y Pedro Charrón. Les faltó añadir «amén», pero se contuvieron.

Fernando había enmudecido de repente, concentrado en su plato de comida, y bien podría haber pasado por un deprimido personaje de Gérard Lauzier.

Nacho hinchó el pecho y se dijo que había llegado la hora de cambiar de tema. Pero no se le ocurría ninguno apropiado.

Rocío mantenía la cabeza gacha y los dientes apretados, a la manera de un soldado preparado para morir, o para matar. A Nacho le gustaba. Era pendenciera como un perro chico, lo que también significaba que carecía de autocontrol, pero es que no se puede tener todo en esta vida.

Richard había encendido un cigarrillo y ahuyentaba el humo, que se espesaba a su alrededor como un halo, con una mano descarnada. Cristina Oller no probaba bocado. Miraba a hurtadillas a sus compañeros de mesa y parecía estar pensando.

– Nacho, ¿tienes una dirección de correo electrónico? -le preguntó al fin la mujer-. Quiero pedirte unos poemas para una revista con la que colaboro.

Nacho, impresionado por su consideración, se la anotó diligentemente en una hoja que Cristina le tendió por encima de la mesa junto con una pluma Montblanc de color vino tinto, y le devolvió el papelito cuando hubo acabado.

– Todos estaremos de acuerdo en que la muerte de Fabio ha sido una desgraciada pérdida -dijo Mauricio, sacudiendo la cabeza. Nacho creyó ver una nubecilla de caspa volando hasta sus hombros protegidos por una sobria chaqueta azul marino.

– Sí, una gran pérdida. Sobre todo para él -asintió Jacinta Picón.

Jacinta Picón tenía treinta y siete años y una belleza peculiar. Nacho había leído en un periódico una entrevista que le habían hecho hacía algunos años y en la que hablaba sin pudor de su vida privada. Decía: «Cuando abandoné a mi marido, el pobre se quedó arruinado, enfermo, psicótico y deprimido. Me gusta hacer con los hombres lo mismo que con los pisos de alquiler: dejarlos como estaban antes de que yo llegara.» Se confesaba poeta pero, en su vida privada, manifestaba sin ambages que era más realista que un registrador de la propiedad. De hecho, puesto que casi nadie puede vivir de la poesía, ella se había ganado la vida durante mucho tiempo como ayudante de un notario en Benidorm. Hacía unos años, ante la sorpresa de muchos, se convirtió en una estrella mediática. Tenía un programa de libros en la tele que era bastante divertido, para lo que solían ser esos espacios, y que no iba nada mal de audiencia, a pesar de la inconveniente hora de emisión (en plena madrugada). Era una «modesta celebridad», como ella misma se había definido en alguna ocasión riendo a mandíbula batiente.

Nacho la miró, hechizado por su aplomo y su bonita figura, sobre todo de cintura para arriba. Creyó que Jacinta le guiñaba un ojo y sonrió tan satisfecho como apabullado.

Cuando terminaron de cenar, la mayoría de ellos estaba de un humor luctuoso. De vuelta en el cigarral, no quedaban periodistas en la puerta, ya era demasiado tarde incluso para ellos, de modo que pudieron entrar sin problemas. Cada uno se dirigió a su habitación, poniéndose previamente de acuerdo con sus compañeros de planta para usar por turnos el baño.

Nacho recordó que Cecilia Fábregas quería hablar con él y contuvo un bostezo. Se dio cuenta de que empezaba a disfrutar con las intrigas de sus compañeros. No eran tan divinos como él había supuesto, sino humanos. Demasiado humanos. Igual que él.

Se despidió con un atento «buenas noches» de quienes lo rodeaban y se dirigió a su dormitorio con el pulso excitado, como quien se encamina al corazón secreto de una mansión embrujada.

LO QUE CECILIA FÁBREGAS LE CONTÓ A NACHO

CIGARRAL DE LA CAVA, TOLEDO. 2007

Nacho escuchó a Cecilia Fábregas sin apenas abrir la boca, mientras ella se desahogaba con él. Previamente, le preguntó si podía grabar sus palabras, y la mujer no tuvo ningún inconveniente. El meteorólogo sacó una minúscula grabadora y la puso en marcha. El aparato ni siquiera precisaba de cinta porque tenía una especie de chip de memoria; le había costado trabajo aprender a usarla, no era tan sencilla como las viejas grabadoras de casete, con las que uno podía limitarse a contemplar cómo daban vueltas. El artilugio apenas ronroneó cuando pulsó la tecla de grabación. «Así me ahorraré tomar notas», pensó, y se retrepó en su asiento, dispuesto a prestar oídos amablemente a la mujer:

La primera vez que sorprendí a mi marido leyendo una novela rosa fue una tarde apacible de mayo, hace ya muchos, muchos años. Las nubes se agolpaban en el cielo y, vistas desde mi ventana, parecían a punto de caer sobre el asfalto. Hubiera sido una extraña forma de lluvia, pero no ocurrió nada semejante. Yo pensaba a veces que la vida transcurría al otro lado de las ventanas de la casa de la misma manera en que lo hace detrás de las ventanillas de un coche, malgastando en cierto modo sus fuerzas, quedándose atrás, rompiendo los débiles vínculos que la unían con mi pequeña realidad, la única que contaba para mí, al fin y al cabo.

Sixto estaba sentado, en mangas de camisa y con las piernas estiradas sobre la madera del suelo. Leía con una concentración infantil, casi temerosa. No se lo veía relajado. En sus ojos se adivinaba cierta preocupación difícil de disimular, algo que bullía y humeaba como agua hirviendo.

Fue entonces cuando me dijo que me abandonaba. Aún recuerdo el título del libro que estaba leyendo: Bella en la niebla , de May McGoldrick. Ignoro si es muy popular. En la cubierta habían dibujado un barco que parecía surgir de una penumbra sucia y azulada. Dos figuras -creo que una de ellas femenina y la otra masculina- se disponían a enfrentarse cuerpo a cuerpo sobre esa especie de fondo de abismo que era la cubierta del velero.

Sixto levantó la vista de la página que estaba leyendo y me miró a la cara. Sus ojos parecían tan grandes como la palma de mi mano.

– Me voy de casa -me dijo, y metió los dedos entre las hojas de la novela para evitar que se cerrara y le hiciera perder el hilo de la lectura.

– ¿Tienes que salir ahora? -pregunté yo, sonriendo. Me acerqué lentamente a él con la intención de besarle la cabeza, rapada como el fondo de una cacerola. Su pelo había cortado las ligaduras que lo ataban a la vida hacía tiempo. Su calva relucía bajo el resplandor de la luz, la reflejaba igual que haría una luna de porcelana rosa. -Quiero decir para siempre.

Lo miré sin pestañear.

– ¿Qué?

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