Ángela Vallvey - Muerte Entre Poetas

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Ágil y sutil pero profunda, brillante y divertida, Muerte entre poetas es un auténtico logro narrativo que encandilará a los lectores. Una historia deliciosa que hace un guiño a las viejas novelas de Agatha Christie y a las guerras literarias de Pío Baroja.
Lo que debía ser un encuentro ritual entre prestigiosos miembros de las letras nacionales se convierte en algo turbador al aparecer asesinado de una puñalada en el corazón uno de los poetas participantes. Nacho Arán, poeta y meteorólogo, llega al congreso poco después de que se haya producido el crimen, por lo que está libre de sospecha y podrá dedicarse a husmear entre el resto de los asistentes. Pronto descubrirá que casi todos ellos tienen algo contra el muerto, y se dará cuenta de que el refinamiento intelectual y la supuesta sofisticación de la cultura no sirven como vacuna contra el mal y las pasiones violentas, contra el odio y el deseo de venganza…

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– ¿Cómo?

– De motivos para haber matado a Fabio Arjona.

El meteorólogo se sorprendió. ¿Es que nadie tenía que decir nada cordial sobre la víctima? ¿Se contarían también entre ellos sus traumas con Fabio Arjona, sus lamentos, sus viejas tirrias y animosidades? ¿Hablarían entre sí como lo hacían con él, o lo habían elegido porque era nuevo, aficionado a atrapar delincuentes, porque a sus oídos todo era una novedad, porque no conocía a la víctima, porque no le debía nada, porque quizás todos pensaban que le resultaría interesante escuchar lo que para ellos ya eran gastadas anécdotas vividas al abrigo de la desgracia que Arjona, al parecer, había derrochado generosamente sobre sus vidas? ¿A qué venía esa necesidad que casi todo el mundo evidenciaba en el cigarral de expresarle sus motivos para odiar a Fabio? ¿Se estaban justificando? ¿Se estarían acusando, inconscientemente, porque tenían mala conciencia? Y, si tenían mala conciencia, ¿a qué era debido?

– Cuando tú quieras. Por supuesto -no le quedó más remedio que contestar así, resignado. La hipocresía, o sea, la buena educación que la tía Pau defendía a capa y espada porque creía que era el pilar de la civilización, un día le habría de salir cara. Por lo pronto, le robaría horas de sueño.

– Cuando volvamos a la casa, después de cenar. No lo olvides -repitió Cecilia.

De repente dio media vuelta y echó a correr hacia la mansión, sin despedirse.

Cuando salieron en el minibús, había varios periodistas apostados en la puerta, que se lanzaron hacia el vehículo disparando flashes y preguntas que nadie alcanzaba a oír a través de los gruesos cristales tintados del Mercedes. Doña Agustina estaba sentada, muy tiesa, frotándose las manos sin parar, al lado del conductor, que, tal y como Fernando había dicho, parecía un impasible replicante. «Una extensión del GPS -se dijo Nacho-, tecnología punta; el menda es tan expresivo como un circuito integrado.»

Se habían acomodado igual que escolares que emprenden una excursión al zoo. Nacho se regocijó pensando que quizás también habría canciones y alboroto («para ser conductor de primera, acelera, aceleraaa…»), y movimientos nerviosos del cuello del chofer en dirección al espejo retrovisor. Pero se temía que no era probable.

Tenía la sensación de que, de haber habido plazas suficientes en el ómnibus, la mayoría se habrían sentado solos. Bueno, quizás Richard Vico y Rocío habrían compartido dos asientos juntos. Y Fernando Sierra se hubiera pegado a sus muslos como un calzoncillo de licra, dándole la murga con su vida universitaria norteamericana y lo malo que era Fabio Arjona ya en el año 68. Pero los demás… Pascual Coloma se sentaría muy erguido en la primera fila, mirando fijamente el cogote del cochero («sólo habla con los siervos -le había comentado Fernando respecto a Pascual-, subalternos, vasallos y feudatarios, la canalla en general, que le hacen sentirse más alto; y más estirado de lo que es, que se dice pronto. Y sólo se digna hacerlo para repartir instrucciones»).

Pero Fernando se había descuidado a la hora de subir al autobús, y cuando miró en derredor se dio cuenta de que Nacho ya tenía compañía: compartía asiento con Cristina Oller.

Sí: la ex.

Cris -ti- na O- ller .

Intercambiaron unas frases de cortesía (ay, la maldita gentileza; algún día Nacho moriría de un ataque de amabilidad). Le empachó el perfume de la mujer, que se le antojó más propio del ambientador de un lavabo de caballeros. Pero, en conjunto, Cristina le resultó agradable y propicia a la confidencia. «Si le tiro un poco de la lengua, seguro que ésta también se explaya sobre el difunto», anotó mentalmente Nacho. Aunque poco tardaría en comprobar que ni siquiera iba a ser necesario convencerla, porque ella ya estaba mas que decidida a contar su parte.

A Fernando no le quedó más remedio que sentarse junto a Miño Castelo, que examinaba el techo aburrido, con cara de no haber contemplado nada más insulso en su vida.

– Siéntate a mi lado, buen hombre -oyó Nacho que decía Miño, dirigiéndose a Fernando-. Sí, aquí, a mi vera, rapaciño. Pero si ya nos hemos saludado; el otro día, ¿te acuerdas?, así que no me des la mano, que soy un hombre muy ardiente…

Fernando le dirigió una mirada torva y se acomodó a su lado con cara de estreñimiento.

– Dentro de quince minutos llegaremos al restaurante. Esta ciudad es pequeña, como bien sabéis todos los que la conocéis, que imagino sois la mayoría -resolló doña Agustina por la megafonía. Porque aquella miniatura de medio de transporte tenía megafonía. Alguien había previsto que los pasajeros no siempre guardarían un respetuoso silencio ante el guía, cuya plaza ocupaba ahora la anfitriona del encuentro. Pero ése no era el caso, porque, excepto por las salutaciones de Miño, no se oía mas que el sonsonete del motor y el zumbido insistente del aire acondicionado, demasiado caliente-. Nos colaremos en el restaurante por una entrada que conoce poca gente, para despistar a los plumillas que había en la puerta del cigarral y que a lo mejor tienen ganas de seguirnos. -Un suspiro de inquietud cascabeleó en estéreo-. Comeremos bien, espero que todos disfrutemos de la cena. Y… nada más por el momento, queridos amigos.

Se oyó un chasquido que sonó como un portazo cuando doña Agustina apagó el micro.

Pascual Coloma, codo con codo con Mauricio Blanc, recordaba a la estatua de un viejo patricio romano. Su pelo blanco, a la luz tibia del coche, parecía formado con montoncitos de migas apelotonadas cuidadosamente.

Cecilia Fábregas iba al lado de Rilke Sánchez. Y Jacinta Picón y Torres Sagarra se habían sentado juntas.

Llegaron pronto al restaurante, a pesar de las calles de trazado endiablado y de las dificultades para el tráfico rodado que ofrecía una ciudad imperial, eclesiástica, administrativa y antigua como Toledo.

Afortunadamente, en el restaurante habían colocado unas tarjetas con el nombre de cada comensal, que indicaban con explícita perspicuidad dónde debía sentarse cada uno. Eso le ahorraba a Nacho la engorrosa tarea de buscar asiento por su cuenta. Siempre tenía la impresión de que no iba a ser bien recibido en compañía de extraños.

El establecimiento se llamaba El Cardenal, nombre de lo más apropiado para un lugar que debía haber tenido, en tiempos, más curia rondando las esquinas de sus calles que el propio Vaticano. Estaba encajonado en la muralla, cerca de la puerta de Alfonso VI, y el servicio recibió al grupo con grandes algazaras de bienvenida. Sobre todo a don Pascual Coloma, al que conocían incluso las camareras de veinte años (seguro que ocultaban piercings en el ombligo bajo el discreto uniforme, sonrió Nacho imaginándolas desnudas). Los emplazaron en el jardín, rodeados de flores y verdes setos, donde estarían solos en un «ambiente discreto, romántico y de buen gusto», como recalcó doña Agustina a la menor oportunidad. El comendador de la casa le agradeció el piropo inclinándose varias veces ante la señora, igual que un pajarillo que bebiera agua de un charco callejero.

– Tomarán asados en horno de leña, de caza o de carne tradicional. Ensaladas de hierbas aromáticas y reducción de vinagres de hinojo, de la casa -explicó un encorbatado señor con grandes entradas en el pelo-. Si hay algún vegetariano entre nuestros ilustres huéspedes, podemos darle satisfacción igualmente.

– A mí me encanta que me den satisfacción -ronroneó Miño, sentado al lado izquierdo de Nacho. A la derecha le había tocado, cómo no, Fernando-. Pienso venir a menudo por aquí…

Les sirvieron unos entrantes y todos se lanzaron sobre los platos con distintos grados de avidez.

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