Ángela Vallvey - Muerte Entre Poetas

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Ágil y sutil pero profunda, brillante y divertida, Muerte entre poetas es un auténtico logro narrativo que encandilará a los lectores. Una historia deliciosa que hace un guiño a las viejas novelas de Agatha Christie y a las guerras literarias de Pío Baroja.
Lo que debía ser un encuentro ritual entre prestigiosos miembros de las letras nacionales se convierte en algo turbador al aparecer asesinado de una puñalada en el corazón uno de los poetas participantes. Nacho Arán, poeta y meteorólogo, llega al congreso poco después de que se haya producido el crimen, por lo que está libre de sospecha y podrá dedicarse a husmear entre el resto de los asistentes. Pronto descubrirá que casi todos ellos tienen algo contra el muerto, y se dará cuenta de que el refinamiento intelectual y la supuesta sofisticación de la cultura no sirven como vacuna contra el mal y las pasiones violentas, contra el odio y el deseo de venganza…

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Un buen día me di cuenta de que las libretas con mis poemas habían crecido como una familia de rollizos ratoncitos. Allí, pensé con un atisbo imperdonable de vanidad, había un libro. Lo que nos lleva a los poetas a publicar es la vanidad, querido amigo, no lo dudes nunca. De modo que me puse manos a la obra y contacté con un editor que tenía, y sigue teniendo, fama de raro y de exquisito. Aún sigue siendo mi editor, y ha pasado mucho tiempo, como te he dicho. Para mi sorpresa, aceptó publicar mis poemitas en una pequeña edición de quinientos ejemplares. Me sentí tan ufana que me miraba al espejo todas las mañanas desde que aceptó mi libro hasta que vio la luz, y me encontraba incluso guapa. Y puedes ver que no lo soy en absoluto. No, no pongas muecas de desacuerdo ni quieras hacer amables objeciones. Yo sé lo que soy. Siempre lo he sabido. Mi cabeza me ha compensado toda la vida de las deficiencias de mi cuerpo. No tengo nada que reprocharle a mi ADN. Estoy conforme. Además, sería estúpido no estarlo a estas alturas. Una mujer de mi edad…

Bien, el caso es que mi libro fue publicado. Yo creía que era un milagro, e imagino que así fue. Se titulaba, ahora te vas a reír, supongo, Bella en la niebla . Ni siquiera le puse ese título como venganza, ni como broma triste. Sencillamente, sentía que tenía que titularse así. Me informé al respecto, y descubrí que no existe copyright sobre los títulos. Tú podrías perfectamente publicar mañana un poemario titulado Cancionero gitano , o La destrucción o el amor , o La realidad y el deseo , y nadie podría replicar. Ni siquiera los quisquillosos herederos de algún viejo poeta difunto al frente de una meticulosa, influyente y riquísima fundación. Es decir, que mucho menos esperaba yo que May McGoldrick viniera a reclamarme nada. Entre otras cosas porque creo que no es una sola persona, sino dos, que escriben novelas románticas a cuatro manos, y que están casados. Bueno, por su bien espero que pongan en su vida matrimonial tanto o más empeño que en la escritura de sus novelas, a las que mi ex marido, Sixto, era tan aficionado. (No sé si lo sigue siendo.) Es curioso pero, antes de que mi marido me dejara, yo pensaba que la novela romántica era la que se escribía en el Romanticismo. En fin, qué más da.

¿Quién recuerda al crítico René Dumic (¿se llamaba así?) y la conferencia que arrojó como una piedra con el tirachinas de su lengua sobre un pequeño auditorio el 16 de abril de 1898 escarneciendo a parnasianos y simbolistas, mofándose de Baudelaire y Verlaine, haciendo chufla del «Soneto de las vocales» de Rimbaud…? Nadie. Bueno, sí, yo acabo de recordarlo, como supongo que harán tantos autores víctimas del cruel escalpelo de algún censor literario de su época. Pero nadie sabe quién es el tal Dumic hoy día, mientras Baudelaire, Rimbaud y Verlaine… En fin, quiero decir que aún permanecen con nosotros. Su silencio atravesado de ángeles y de mundos sigue siendo el nuestro .

Yo no aspiro a conseguir tanta gracia. Ni siquiera la necesito. No me estoy comparando con ellos; puedes creerme si te aseguro que lo de la posteridad me trae al fresco. Conozco muy poco, pero sí lo suficiente del mundo físico, del mundo material, para no hacerme vanas ilusiones al respecto. Preocuparse por la posteridad se me antoja cosa de ignorantes, algo propio de mentes baladíes. O quizás una cuestión de fe, como la religión. Y yo soy atea.

Lo cierto es que, por aquel entonces, Fabio Arjona escribía críticas de libros de poesía en el suplemento cultural un periódico nacional. A su faceta de autor, pues él estaba convencido de que lo era, sumaba la de crítico, porque las publicaciones en el periódico le contaban para su currículum académico, como supondrás. Concretamente publicaba en el ABC , donde según supe más tarde entró ansiosamente recomendado por alguien que quizás le debía algún favor. Mucha gente debía favores a Fabio Arjona, y él solía cobrárselos. No perdonaba ni uno. Tenía una página impar semanal, que por lo general utilizaba para hacer política: glorificaba a quienes pretendía utilizar en su provecho y calumniaba y humillaba a los que, para él, carecían de enjundia o de relevancia. Yo, por supuesto, era de los últimos. Una semana antes de que saliera mi reseña, editó una recensión vergonzosa sobre un libro de alguien que fue nombrado ministro muy poco después. Escribió sobre él floreos tan lisonjeros que las palabras, sobre el papel, olían tanto a incienso que mi editor llegó a decirme por teléfono: «Eso no era una crítica, era una fellatio , querida Cecilia, no te compares, por favor. Lo tuyo es la poesía, no el comercio carnal…»

La reseña de mi libro salió el sábado siguiente, en términos tan ofensivos que me cuesta trabajo recordarla. Empezaba ironizando sobre mi aspecto físico. Habíamos puesto una foto mía en la solapa, donde se me veía, me temo, tal como soy, o como era entonces. Decía que, en vez de Bella en la niebla , mi libro debería haberse titulado Bestia en la niebla , a tenor del aspecto que presentaba mi cara. Luego continuaba con un engrudo teórico que hacía alusión a la «remoción onírica de la extensión del yo» (como lo oyes), «la mística supranatural del caduco y dañino cristianismo», «la carencia total de un compuesto metafórico», «la utilización de un lenguaje científico para expresar emociones deja al lector tan frío como si leyera un poema en el que se explicara el funcionamiento del motor de un tractor»…, entre otras perlas del estilo, para acabar apelando a Breton y al gobierno de Vichy (sí, sí, no pongas esa cara, estoy siendo textual, dentro de lo que recuerdo) para justificar su opinión de que mi poesía se reducía, dijo, «a las sandeces premenopáusicas de una sensiblera de mediana edad, nada agraciada ni física ni poéticamente, recientemente abandonada por su cónyuge, a quien todos comprendemos. Al cónyuge, no a ella, se entiende…» (de alguna manera supo cuál era mi situación personal, probablemente porque mi editor lo comentó con alguien que se lo dijo a un tercero, y… Ya sabes). He citado literalmente, y no al completo, porque ya no me acuerdo bien de todo. Procuré olvidarlo, aunque es evidente que no he podido. Y te aseguro que he hecho muchos, muchos esfuerzos.

Finalizaba su artículo reconviniendo al editor, a mi editor -de quien me hice socia al cabo de dos años, por cierto, inyectando dinero a su empresa, que ahora está saneada-, aleccionándolo para que se abstuviera en lo sucesivo de editar mis «detritos» o cualesquiera parecidos que le presentara en el futuro alguien como yo.

Cuando le pregunté a Víctor, mi editor, si se le ocurría alguna explicación para tanto ensañamiento con mi libro, y con mi persona, no supo qué contestar. Aunque, pasada una temporada, me comentó que quizás a Fabio le había irritado la originalidad de mi lenguaje científico aplicado a la poesía, teniendo en cuenta que él, Fabio Arjona, era un poeta no demasiado personal, por decirlo con un eufemismo.

Te aseguro que, de haber podido echármelo a la cara por entonces, al tal Fabio Arjona, lo habría estrangulado con mis propias manos. Ni te imaginas el ridículo, y la depresión, que llegué a padecer. Duró meses. Nada lograba borrar la afrenta que acababa de recibir. Ni siquiera las, al menos, dos docenas de críticas más que salieron en otros periódicos y revistas, muchas de ellas entusiastas, sobre mi librito. Yo no conseguía olvidar las repugnantes palabras de Arjona, puestas negro sobre blanco en aquella hoja de periódico amarillenta como pequeñas heces de perro sarnoso.

Claro que el tiempo todo lo puede. Y a mí me hizo olvidar aquel episodio oneroso, porque el tiempo es también olvido. Ruinas. Translatio temporum . Vacuidad. Fugacidad. Evidentia .

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