Ángela Vallvey - Muerte Entre Poetas

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Ágil y sutil pero profunda, brillante y divertida, Muerte entre poetas es un auténtico logro narrativo que encandilará a los lectores. Una historia deliciosa que hace un guiño a las viejas novelas de Agatha Christie y a las guerras literarias de Pío Baroja.
Lo que debía ser un encuentro ritual entre prestigiosos miembros de las letras nacionales se convierte en algo turbador al aparecer asesinado de una puñalada en el corazón uno de los poetas participantes. Nacho Arán, poeta y meteorólogo, llega al congreso poco después de que se haya producido el crimen, por lo que está libre de sospecha y podrá dedicarse a husmear entre el resto de los asistentes. Pronto descubrirá que casi todos ellos tienen algo contra el muerto, y se dará cuenta de que el refinamiento intelectual y la supuesta sofisticación de la cultura no sirven como vacuna contra el mal y las pasiones violentas, contra el odio y el deseo de venganza…

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El congreso fue parecido a todos los congresos internacionales. Un batiburrillo de gente de distintas nacionalidades, todos hablando en un inglés tortuoso con acentos que a veces lo hacían indescifrable. La mayoría de los asistentes se escaqueaba cuando no les tocaba presentar una ponencia (la playa era tentadora; el jardín botánico y sus tortugas gigantes, un señuelo). Sólo había tres conferenciantes españoles, aunque varios latinoamericanos se ocupaban de que la lengua de Cervantes repicara claramente desde la piscina al spa , pasando por La Cocoteraie, el restaurante donde se servía el lunch .

Nunca supe muy bien qué hacía Fabio allí, ni cuál fue el título de su ponencia siquiera. Conociéndolo como lo conozco ahora, seguramente se apuntó porque el destino exótico le gustaba, no porque supiera un rábano sobre piratería.

Por entonces, yo era libre sentimentalmente hablando. Había tenido una hija, sola, y aunque me había recuperado relativamente bien del embarazo y el parto (excepto porque se me caía mucho el pelo, y por las dos caries que el dentista me había saneado tras dar a luz), sentía la necesidad imperiosa de saberme deseada. Quería experimentar con el deseo, igual que quien hace bricolaje con ínfulas de chinoiserie con un quiosco en su jardín.

El clima era excitante e invitaba al amor, a dejarse llevar por el placer de ser sólo carne humana palpitante sin más pretensiones ni significado. Precisamente en aquel ambiente, no me sentía una intelectual, sino una mujer sencilla, hambrienta de caricias. Supongo que Fabio supo leer esa necesidad en mis ojos, en mi piel, que se lo iba gritando a quien quisiera oírlo. Tampoco hacía falta ser muy perspicaz para darse cuenta.

Una noche, después de una tarde de visita a la supuesta cueva del tesoro del pirata Olivier Le Vasseur, la representante del Instituto Cervantes, una mujer bajita, rubia y eficiente como pocas que haya conocido, que se encargaba de acompañarnos durante nuestra estancia auxiliada por un chofer local, nos reunió para una cena de comida criolla a los españoles y a los latinoamericanos en el restaurante Le Corsaire, un agradable chamizo de cañas frente al rompiente del océano. Era mi tercer día en la isla, y ya me habían presentado a Fabio, aunque no le encontré nada llamativo salvo su ceño perennemente fruncido, tan típico de ciertos mentirosos compulsivos, y sus ojos rutilantes de rata afanosa. En las Seychelles no son muy propensos a servir alcohol, pero alguien había llevado consigo unas botellas de ron («¡ho, ho, ho, la botella de ron!», cantamos en algún momento), y creo que me pasé con la bebida. Con el embarazo y la lactancia, había dejado de beber -tampoco es que haya sido nunca demasiado propensa a ello-, y aquellos tragos fueron demasiado para mí. Pero, vaya, no quiero echarle la culpa a la bebida. A pesar de la flojera y el aturdimiento que me provocó el ron, sabía muy bien lo que me estaba haciendo. Y recuerdo que deseaba ser tocada, por encima de todo. Que me urgía ser amada. Y que Fabio estaba allí, muy cerca de mí, dispuesto a complacerme. Y que el resto de los hombres de la mesa tampoco es que me gustaran demasiado, a pesar de las miradas ensoñadoras que me lanzaba de reojo un guatemalteco tristón e hipermétrope, con la deprimente voz de un calafate marino resfriado.

Cuando volvimos al hotel, se empeñó en acompañarme a mi habitación, y al llegar a la puerta lo invité a entrar. Flotaba en una nube etílica, mi mente estaba cargada de tesoros fabulosos, de aguas paleoorientales, de profundidades marinas. De alcohol. De objetivos sensuales.

Fue un amante insólitamente atento y caballeroso, por eso me enamoré de él. No es fácil encontrar a un hombre que deje conforme a una mujer en la cama. Según mi experiencia -y he tenido más amantes de los que me gusta recordar-, los hombres no saben qué es el placer femenino, y por lo general no se preocupan demasiado de averiguarlo.

Fabio sí lo sabía. Y yo me volví loca junto a él. Además, me recitaba poemas mientras me hacía el amor. Y me escribía poemas después de haber hecho el amor conmigo.

Me dije que sería fácil amarlo, a pesar de los más de veinte años de diferencia que había entre nosotros.

Mi última experiencia sentimental después de quedarme embarazada (aunque yo no era consciente entonces de mi estado) había sido de lo más amarga y decepcionante; me lié brevemente con un indígena latinoamericano que vivía en Texas. Tenía el mismo aspecto que yo imagino que poseería el indio Joe de Tom Sawyer , un tipo fiero y siniestro. Aunque, en realidad, apenas poseía musculatura, como comprobé luego decepcionada, pues era enclenque y fláccido, y se quejaba tanto de su hernia que fui yo quien tuvo que cargar con sus maletas cuando lo recogí en el aeropuerto. Exhibía una melena de comanche de película, de esas que parece que las han cortado con un hacha, y una voz profunda y cavernosa que me fascinaba. Lo invité a visitarme a Barcelona. Me derretía y me resultaba enternecedora su costumbre de afeitarse todas las mañanas hasta que se hacía sangre, sobre todo teniendo en cuenta que era imberbe (genéticamente, los indios mesoamericanos lo son). Durante el segundo día de su estancia en mi casa, salimos con unos amigos y el tipo se emborrachó y esnifó una cantidad considerable de cocaína. Al volver a casa me echó «a patadas», literalmente, de mi propio dormitorio; no quería que durmiera con él en la cama, y ésa fue su manera de decírmelo. Pasé la noche en el suelo, en un saco de dormir en el pasillo. El tío se disculpó al día siguiente y pretendió que con eso «no había pasado nada», que todo quedaba olvidado y perdonado por el arte de un formulismo de urbanidad. Me puso los pelos de punta, y jadeé de alivio, entre escalofríos de horror, en cuanto lo perdí de vista para siempre.

Así que yo ya sabía que por ahí no siempre corre buen material, en cuestión de hombres.

Sí, Fabio se me antojó una maravilla, comparado con algunos que había conocido. No le importó que tuviera una hija. Ya lo sabía: la gente me conoce en los círculos poéticos y académicos, por algo soy una «vieja niña prodigio» que vivió pública y ruidosamente, no hace tanto, su pequeña gloria precoz, de modo que supongo que comentan cosas de mí, como hacemos todos, yo también, con las personas que tratamos de forma habitual o que pertenecen a nuestro entorno profesional.

No sé si fue idea suya o mía, pero el caso es que decidimos que yo iría a Madrid a vivir con él. Que lo dejaría todo para estar a su lado. Me prometió que se encargaría de mí y de mi hija, y aunque suene blando y demasiado sentimental, confieso que lo abracé llorando. Excepto mis padres, nadie me había hablado nunca así.

Cuando regresamos a Madrid, juntos, esta vez en el mismo avión y con asientos correlativos (tuvimos que cambiar los billetes, pero él se encargó de todo), estaba convencida de que había encontrado el amor de mi vida. Amor del bueno, de ese que tuvieron mis padres: para toda la vida.

No sabía que lo que comenzaba entonces era un odio eterno.

Mi jefe en la universidad me miró con ojos lánguidos cuando le comuniqué que me iba.

– ¿Estás segura? -me interrogó-. Estás renunciando a la oportunidad de una carrera prometedora. Has dado muchos bandazos, si me permites que te hable así. Ahora empezabas a encauzar bien tu vida profesional.

Yo le devolví la mirada con un chispeo retador en los ojos.

– Claro que estoy segura.

– Te pondré en contacto con un colega de la Universidad Carlos III, y con otra de una privada americana de Madrid, por si acaso. -Contempló absorto unos papeles que tenía en las manos-. Sería una lástima que echaras a perder tu carrera, quizás puedas hacer algo en Madrid.

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