– ¿Te has fijado en Pascual Coloma? Catalina la Grande, como todo el mundo sabe, es de origen inorgánico, pero te advierto que como siga zampando así va a echar más culo que una tele antigua. -Fue bajando el tono de voz hasta hacerlo casi inaudible-: Las teles de plasma de hoy día son culiplanas, han dejado de ser sexys, no sé si te has fijado.
Nacho no pudo evitar reírse a carcajadas, llamando la atención. Todos en la mesa lo miraron fijamente. Se sintió avergonzado, como si acabara de reír un chiste en un funeral, y levantó las manos en señal de disculpa.
– Es culpa mía -dijo Fernando en voz alta-. Acabo de hacerle, a nuestro querido detective poeta, una observación, más que elegante, yo diría que chabacana. Debido a mi obsesión fálica, no siempre digo lo que debo, aunque debo bastante por todo lo que digo y he dicho a lo largo de mi vida. Y en cuanto a mi pensamiento…, ya se lo pueden imaginar ustedes, que seguro que están a la altura. Pido perdón a la mesa y a nuestra ilustre anfitriona, junto a nuestro… soberbio y excelso feligrés en la scala naturae de nuestra condición de rapsodas.
Se refería a Pascual, pero se levantó a medias e hizo una inclinación afectada en dirección a ninguna parte en concreto. A Nacho le recordó el calambur de Quevedo restregándole por la regia cara a Mariana de Austria que «su majestad es coja».
– ¿Soberbio, eh…? -le dijo entre dientes a Fernando-. Vaya, vaya…
Pascual Coloma agitó la gloriosa testa en un aspaviento de negación y continuó masticando a la vez que observaba atentamente su plato.
– Sí, hijo, sí -respondió Fernando cuando por fin pudo resollar entre el apacible murmullo ambiente de la concurrencia sin temer ser oído-. Lo mío es el vituperio. También, y quizás para compensar, la modestia enfermiza. Esta última no la tengo conmigo porque me la he olvidado en NY, en el frigidaire , para que se conserve bien hasta mi vuelta. Pensé que, en este escenario, no la necesitaría. El mundo ya se encarga de ponerte en tu sitio y darte guantazos de sobra, no hace falta que uno se flagele en exceso para hacerles una parte de su trabajo a esos cabrones.
– Ya te veo.
– Qué bien, empezaba a pensar que me huías porque no querías ni verme.
– Te noto algo demacrado. -Nacho mordisqueó una tostada-. ¿No has dormido bien?
– Psé. En mi habitación hay una lamparita con forma de pavo real de René Lalique. Los señoritos de la época de Baroja decían que los modernistas eran todos unos pederastas, y yo estoy de acuerdo. A lo mejor es el puñetero pavo real el que no me deja descansar. Me afila los nervios. Un pajarraco, por Dios… Y se le enciende la cola. Impunemente.
– No lo mires, si tanto te molesta. Y, por supuesto, no lo enciendas.
– Sí, pero es que, en cierto modo, me recuerda a mí mismo, el bicho: sólo una mano caritativa y necesitada puede conseguir que se ilumine su interior, aun en salva sea la parte. Se trata de mi estructural carencia de amor. Ése es el problema de mi aspecto cadavérico, si no tenemos en cuenta que, además, tiendo a confundirme con el medio ambiente por mis proverbiales dotes para el camuflaje. -Fernando bostezó-. La falta de amor es la historia de mi vida. Una vida triste, como fácilmente podrás deducir. Ahora que te estoy mirando, pienso que yo a ti podría amarte. Por ejemplo, si tú te dejaras y yo me atreviera… Pero yo no me atreveré porque sospecho que tú no te dejarías. De modo que vamos a hacer una pausa y pasemos a publicidad. Y límpiate la boca, que tienes azúcar en tus bellos morritos de efebo entrado en años.
Doña Agustina se puso entonces de pie y estiró la tela de su vestido sacudiéndose vigorosamente el halda. Carraspeó con fuerza, y luego alcanzó un vaso vacío y le dio unos golpecitos con un cuchillo para despertar el interés de la concurrencia.
– Ejem. Por favor, señoras y señores…
– Silencio, ah, que doña Agustina tiene algo que decirnos, oigan y escuchen -reclamó Rilke Sánchez, que hizo muy bien en matizar lo de oír y escuchar. Rilke actuó de pregonero, se notaba que con gusto.
– Bueno, queridos amigos… -la mujer se frotó las manos muy despacio-, mi secretario, Teodorico, que no nos acompaña porque una enfermedad se lo ha impedido… La verdad es que no sé cómo me las estoy arreglando sin él, y más en estas circunstancias…
– Lo comprendemos -asintió Rilke, de nuevo a la vanguardia de la opinión pública allí reunida.
– Gracias, querido Rilke, tú siempre tan atento y caballeroso. Como iba diciendo, mi secretario y yo hemos decidido que… Bueno, porque aunque él no está aquí, mantenemos contacto telefónico permanentemente, como podéis imaginar. Hemos decidido que en las actuales condiciones no merece la pena que sigamos el programa al pie de la letra, de modo que hemos pensado que para todos sería un alivio si suspendiésemos la lectura colectiva de las ponencias. -Carraspeó y echó una mirada en redondo, en torno a la mesa, tratando de calibrar la reacción a su propuesta-. Hemos convenido que ya tenemos bastante con… con lo que tenemos, así que, dado que contamos con todas las conferencias en archivos de Word, preparadas para hacer el libro, creemos que será suficiente con que repartamos copias, a cada uno de los presentes, de los trabajos del resto de sus compañeros. Nos ahorraremos así tener que perder un tiempo inapreciable en sus lecturas, ya que cada uno puede leerlas tranquilamente en su cuarto, o en la biblioteca, y aprovechar esos ratos para ello, o para trabajar, dado que la casa favorece el recogimiento, como todos habréis podido comprobar.
Se oyó un murmullo de incomodidad y de ligera protesta.
– ¡El recogimiento, dice! -se apresuró a apuntar Fernando-. Eso de que esta casa favorece el recogimiento… Sí, si te descuidas, te recogen con pala y te meten en un ataúd, claro. Pero qué montón de pelotas, por Dios, parece que les acaben de anunciar unas irrigaciones colónicas a base de amoníaco y jabón Lagarto. No sé de qué se quejan, ¿de no tener que oír a Pascual leyendo por adelantado el discurso que tiene preparado desde hace veinte años para el ayuntamiento de Estocolmo? Anda ya.
– A nosotros…, vaya, hablo por mí, pero creo que es el sentir general de mis colegas aquí presentes, e incluso de los que no están presentes, como Richard Vico, que toda vía no ha bajado… -habló con autoridad Torres Sagarra. La mujer vestía una blusa con volantes que la hacía parecer más robusta de lo que ya de por sí era-. Decía que hablo en nombre propio, pero que creo que a ninguno nos importa seguir el programa tal y como estaba previsto. No te preocupes por eso, Agustina, por favor.
– Sí, sí. No, no. Desde luego -corearon algunos.
– Para nada, ah, no nos importa para nada. Para eso hemos venido -aseveró Rilke Sánchez-. Para leer nuestra conferencia y comentarla con los demás. Y, ah, sacarle sus conclusiones y todo, si tal fuera posible.
– Sois muy amables, se nota que tenéis en vuestro poder los instrumentos de Shakespeare -dijo doña Agustina.
– Sí, la mismísima caja de herramientas de Shakespeare… Pero también se nota que algunos de los aquí presentes todavía ni la han abierto -susurró Fernando, sin poder contenerse, en dirección a Nacho.
– No os sintáis incómodos, por favor -continuó doña Agustina-. El objetivo de este congreso es que todos estéis lo más a gusto posible. De modo que queda decidido. He hecho unas copias impresas con las ponencias reunidas, y tenéis un ejemplar para cada uno en la biblioteca. Lamento que no esté encuadernado, pero al faltar Teodorico… Me ha parecido, no obstante, que sería una pena que renunciásemos a las visitas previstas a la ciudad, de modo que esta tarde, si os parece bien, visitaremos la catedral, tal como estaba anunciado en el programa. Eso será después del almuerzo y del café, que podemos aderezar con una tertulia, si ello os complace y lo preferís a una siesta.
Читать дальше