David Solar - El Último Día De Adolf Hitler

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30 de abril de 1945. Diez días después de cumplir 56 años, Adolf Hitler, doblegado por el desastre en el que sumió a la todopoderosa Alemania, asediado por las fuerzas soviéticas que se acercan a su última guarida, pone fin a su vida con un disparo de revólver, escondido en su búnker bajo las ruinas de la Cancillería, junto a Eva Braun. En este riguroso y documentado texto, David Solar desgrana minuto a minuto las últimas 36 horas de vida de Hitler. Ante el cataclismo final del que fuera su imperio, se apresta a vivir sus últimas horas: se casa con su amante Eva Braun después de quince años de relación; dicta sus testamentos, privado y político, se desespera de rabia e impotencia y, tras algún asomo de esperanza, se resigna a morir. El autor analiza en esta minuciosa reconstrucción los antecedentes biográficos y el contexto histórico, nacional e internacional, que permitió la llegada de Hitler al poder.

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Berlín constituía un desafío imposible. La capital de la República era la mayor ciudad de Europa, con cuatro millones de habitantes que vivían en un inmenso casco urbano de 30 km de diámetro y cerca de 900 km 2. El Partido Comunista era la formación política con mayor audiencia entre las masas populares. La implantación del NSDAP resultaba insignificante, con apenas un millar de afiliados al corriente de sus cuotas; para colmo, era el feudo de Strasser. Goebbels aceptó el reto y, con sus veintinueve años y 50 kilos de peso, llegó a Berlín el 1 de noviembre de 1926.

En tres años de lucha, ganando los barrios obreros a puñetazos, imponiendo la organización y la violencia de las SA a la improvisación comunista, comprando voluntades, publicando periódicos en los que lo menos importante era la verdad y la venta de ejemplares la máxima aspiración, fabricando héroes, componiendo himnos, calumniando a los enemigos políticos, haciendo que se convirtiera en verdad la mentira mil veces repetida, utilizando todos los resortes de la propaganda, Goebbels logró que sus afiliados se multiplicaran por cien, hasta el punto de que en 1930 sus SA estaban formadas por 60.000 hombres y su miserable oficina inicial se había convertido en un palacio de 30 habitaciones. A esta época pertenecen dos de las creaciones goebbelsianas que se convertirían en parafernalia máxima del nazismo: el saludo Heil Hitler! con el brazo extendido y el tratamiento de Mein Führer . Pero, pese a su agudeza, a su energía, a su falta de escrúpulos y a su genio propagandístico, los tres años largos que tardó en llegar el triunfo de Goebbels fueron de dura lucha, de mínimos progresos y de numerosas frustraciones, tanto en Berlín como en el resto de Alemania.

Hitler había recuperado el derecho a hablar en público en Baviera en 1926, y en el resto de los Länder en 1927, pero ni sus inflamados discursos, ni la excelente organización de sus Gausen , ni los desfiles de sus SA, ni las procesiones de antorchas, acababan de sacar al partido de su mínima significación electoral: en las legislativas de 1928 el NSDAP sólo logró 810.000 sufragios (el 2,6 por ciento de los votantes) y obtuvo 12 escaños en el Reichstag . Sucedía que la agresividad nazi, sus denuncias antijudías y anticomunistas, sus ataques al capital y al enemigo exterior, sus gritos de «¡Alemania, despierta!», su nacionalismo extremado y su racismo caían en terreno baldío. Alemania no escuchaba porque vivía muy bien: el paro había disminuido en 1928 a 1.112.000 personas y se disfrutaban los mejores salarios del siglo. Internacionalmente, Alemania regresaba al concierto de las naciones: por el pacto Briand-Kellogg, Berlín, París y Londres renunciaban a la guerra para resolver sus diferencias. Alemania ingresaba en la Sociedad de Naciones, los franceses se habían marchado del Ruhr y se negociaba su retirada de la margen izquierda del Rin. Incluso, la pequeña Reichswehr satisfacía las necesidades del momento: los soldados permanecían diez años en filas, de modo que se convirtieron en profesionales, en «un ejército de suboficiales», y el acuerdo de Rapallo con la Unión Soviética permitía que los oficiales alemanes se especializasen en la URSS en el uso de las armas prohibidas por el Tratado de Versalles. Sin embargo, Alemania tenía problema: que el pago de su deuda de guerra y su prosperidad se basaban, fundamentalmente, en las inversiones exteriores, y eso nadie quería verlo entonces.

Pero si bien Hitler no conseguía progresos definitivos en su marcha hacia el poder, sí lograba, en el plano personal, el éxito y la fortuna. Dejó su apartamento y se instaló en una mansión de nueve grandes habitaciones. Tenía 12 personas a su servicio, contando el de la vivienda muniquesa, el del chalet de los Alpes, sus dos secretarios y su chófer. Fue ésta, seguramente, la época más feliz y sociable de su vida. En 1929, con cuarenta años, era un político con futuro, cuyo partido crecía lenta, pero continuamente. Tenía cierta vida familiar, pues se había llevado a Munich a su medio hermana Angela, que ejercía de ama de llaves en la casa de Berchtesgaden, y a la hija de ésta, Geli Raubal, con la que sostuvo unas complejas relaciones cuya naturaleza aún no se ha desvelado. Hitler, que fue calificado de impotente, incluso de homosexual por sus enemigos políticos, parece que era un hombre absolutamente normal en este terreno, a pesar de que la pretendida autopsia que los rusos hicieron de su cadáver tras la ocupación de Berlín halló que tenía un testículo atrofiado, lo que ocurre con cierta frecuencia en hombres sexualmente normales. En el diario de Eva Braun existen múltiples pasajes en los que se insinúan relaciones plenamente satisfactorias – «soy infinitamente feliz porque me ama tanto y rezo para que siempre me ame del mismo modo» o «El tiempo es maravilloso y yo, la amante del hombre más grande de Alemania y del mundo…»-. Por tanto, cabe que Adolf y Geli fueran amantes, pero Hitler jamás accedió a casarse con ella, porque su primer amor y máxima pasión eran la política y Alemania; por su parte, Geli nunca aceptó el papel segundón y discreto que se le ofrecía. De cualquier manera, y pese a varios episodios tempestuosos entre tío y sobrina, convivieron más de dos años en la gran casa de Munich.

Hitler seguía haciendo la vida que le gustaba. Se levantaba tarde, salía de casa cerca del mediodía y se iba a las oficinas del partido o al estudio del fotógrafo Hoffmann o, cuando comenzó a habilitarse como sede del NSDAP el palacio Barlow, se pasaba las horas muertas en el estudio del arquitecto para seguir los proyectos. Almorzaba habitualmente en la hostería Bavaria, uno de los mejores restaurantes de Munich, más por prestigio que por placer gastronómico, pues ya en esa época era abierto partidario de las comidas sencillas, compuestas esencialmente de legumbres y verduras. Por la tarde trabajaba en la sede del partido, donde recibía honores de jefe de Estado. Cuando se inauguró la sede del NSDAP en el histórico palacio Barlow, el edificio comenzó a ser conocido como la «casa parda». Allí tenía Hitler un despacho consonante con sus ambiciones: era muy amplio y su decoración plenamente simbólica: tras su escritorio, un gran retrato de Federico el Grande; cerca de la mesa, un busto de Mussolini en arrogante pose; sobre ella, una fotografía de su madre, Klara, que le había acompañado desde su muerte, en 1907. Una de las paredes estaba decorada por un gran mural, que representaba el asalto del regimiento List a las posiciones inglesas de Wytschaete, bautismo de fuego de Hitler y acción que le valió la Cruz de Hierro de segunda clase. Si por la noche no hablaba en ningún mitin, solía ir a cenar a casa de los Hoffmann o a algún restaurante de moda; con frecuencia llevaba a Geli Raubal a la ópera o a un concierto, regresando a casa al filo de la medianoche. Cerraba su jornada leyendo hasta las dos o tres de la madrugada, tomando algunas notas o ensayando el posible efecto de algunas de sus nuevas ideas sobre los auditorios.

EL CAMINO DE LA VICTORIA

La locura especulativa -¡beneficios del 35 por ciento en un año!- que sacudió Wall Street en 1928 y en la primera mitad de 1929 repercutió negativamente en Alemania. Las fuertes ganancias que ofrecía la bolsa neoyorquina -subida de 25 enteros en marzo, de 52 en junio, de 25 en julio, de 33 en agosto… de 118 en total en los primeros ocho meses del año, ¡nada menos que un 18 por ciento de interés en esos meses!- hizo poco atractivas las inversiones en Alemania. Los capitales se retiraron para negociarse en Estados Unidos y Alemania se descapitalizaba, al tiempo que debía ofrecer mayores intereses para obtener las sumas imprescindibles. Las críticas contra la dependencia alemana de los capitales exteriores se mostraron certeras: su retirada ocasionó el retroceso de la actividad económica y el incremento del paro: 1.320.000 desempleados en septiembre de 1929, cifra que comenzaba a ser alarmante, pero que resultaría muy modesta tras aquel 24 de octubre de 1929 que ha pasado a la Historia como el «jueves negro de Wall Street». Era el crack de 1929, cuyas consecuencias serían nefastas para el mundo entero y que en Alemania originó la siguiente evolución del paro: 2.300.000 en febrero de 1930, 3.000.000 a finales del mismo año, 5.600.000 en 1931 y 6.100.000 en 1932.

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