David Solar - El Último Día De Adolf Hitler

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30 de abril de 1945. Diez días después de cumplir 56 años, Adolf Hitler, doblegado por el desastre en el que sumió a la todopoderosa Alemania, asediado por las fuerzas soviéticas que se acercan a su última guarida, pone fin a su vida con un disparo de revólver, escondido en su búnker bajo las ruinas de la Cancillería, junto a Eva Braun. En este riguroso y documentado texto, David Solar desgrana minuto a minuto las últimas 36 horas de vida de Hitler. Ante el cataclismo final del que fuera su imperio, se apresta a vivir sus últimas horas: se casa con su amante Eva Braun después de quince años de relación; dicta sus testamentos, privado y político, se desespera de rabia e impotencia y, tras algún asomo de esperanza, se resigna a morir. El autor analiza en esta minuciosa reconstrucción los antecedentes biográficos y el contexto histórico, nacional e internacional, que permitió la llegada de Hitler al poder.

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Sin embargo, su tren de vida de rico burgués no le había arrebatado su instinto político ni su avidez de poder. Puesto que se le había privado del uso de la palabra, se dedicó a reorganizar el partido. Uno de sus aciertos fue dividir las áreas de acción del NSDAP en 25 Gausen , que correspondían a las 25 circunscripciones electorales en que estaba repartida Alemania. El responsable de cada una de esas regiones fue denominado Gauleiter . De esta época es, también, la fundación oficial de la Schutzstaffel -Grupo de Protección-, conocida universalmente por sus siglas en alemán, SS, bajo las que se desarrolló en pocos años un auténtico imperio del terror y del crimen. Con el número 168 ingresó en las SS Heinrich Himmler, que andando el tiempo se convertiría en su jefe y en uno de los hombres más terribles del sistema nazi.

Su dedicación a labores burocráticas, su alejamiento de la acción, su dócil comportamiento con las autoridades bávaras -de las que esperaba que le devolvieran el uso de la palabra en los mítines-, su acercamiento a industriales y burgueses -cuyo dinero necesitaba para poner nuevamente en marcha las SA- y su principesco tren de vida comenzaron a causar una honda división entre los Gausen meridionales del partido, conservadores y campesinos, y los del oeste y del norte que luchaban por medrar en las zonas más obreras de Alemania, disputándoselas a dentelladas al Partido Comunista. En esta lucha habían sufrido una radicalización izquierdista hasta el punto de sostener algunos postulados que se diferenciaban muy poco de los propugnados por los comunistas. Gregor Strasser era la gran figura nacionalsocialista en este ambiente y, aunque quería y admiraba a Hitler, le suponía dominado por consejeros burgueses y corruptos que le apartaban de la ideología original del NSDAP.

En su lucha contra los «burgueses» de Munich, Strasser halló un aliado que sería una de las figuras fundamentales del nazismo: Joseph Goebbels. Le conoció en un mitin al que le había invitado en el Ruhr y su primera impresión fue deprimente. El corpulento Strasser fue recibido en la estación por un tipo enclenque, bajito, cojo y cabezón. Sin embargo, varias cosas destacaban en él: su brillante mirada y una hermosa voz, potente y bien timbrada, que parecía impropia de un ser tan canijo. Poco tardó Strasser en descubrir otras cualidades aún más relevantes de su anfitrión: era culto y muy inteligente, aunque estaba consumido por el rencor social de su humilde origen, por la frustración de su carrera de escritor y por el complejo de su físico miserable. A Strasser le pareció un tipo tan interesante que le contrató inmediatamente como secretario, con el sueldo de 200 marcos mensuales.

Strasser y Goebbels constituían un equipo formidable. Bajo su inspiración, los Gauleiteren del norte y del oeste se unieron en una Comunidad del Trabajo, que elaboró un programa diametralmente opuesto al de Hitler. Propugnaban la nacionalización de todos los bienes de producción, que luego el Estado alquilaría a los particulares más capaces; convertían Alemania en una federación; rechazaban el principio de autoridad y, sobre todo, la dictadura, el antisemitismo indiscriminado y las ideas hitlerianas sobre la superioridad aria y sus recetas para la salvación de Alemania. Por otro lado, Goebbels tenía abiertas simpatías hacia el leninismo, por lo que consiguió que la Comunidad del Trabajo se mostrara abiertamente partidaria de la amistad con la URSS y de la ampliación del Tratado de Rapallo.

Hitler bramaba de cólera ante semejantes desviaciones, que contradecían la doctrina oficial del partido formulada por él, y el contenido de su Mein Kampf , biblia de todo buen nazi, pero carecía de fuerza para abortar violentamente aquella secesión. El choque era inevitable y se produjo cuando las familias ricas, que habían sido expropiadas durante los sucesos revolucionarios de 1918-1919, reclamaron las indemnizaciones que les correspondían de acuerdo con la Constitución de Weimar. Hitler y los Gausen del sur y del este apoyaron tal pretensión; la Comunidad del Trabajo se manifestó absolutamente contraria.

Para unificar criterios se convocó una reunión en Hannover el 25 de enero de 1926. Hitler no asistió y envió como representante a Gottfried Feder, al que Goebbels impidió hablar al grito de «¡Fuera los espías!». Otto Strasser, hermano de Gregor, asegura que en aquella reunión Goebbels exigió que «el pequeño burgués Adolf Hitler sea excluido del partido». Es una bonita anécdota, pero parece que se la inventó años después Otto Strasser, que llegó a ser enemigo encarnizado de Goebbels. La reunión fue un fracaso para Hitler, pues la mayoría votó contra las indemnizaciones. No era Adolf hombre que diera fácilmente su brazo a torcer: convocó una nueva reunión el 15 de febrero de 1926 en Bamberg, en la que no aceptó ni una sola de las propuestas del grupo de Gregor Strasser. Su arrebatada oratoria se atrajo a muchos de los reunidos y desarmó a los restantes. A Strasser, antes de que pudiera intervenir, le convirtió en el segundo jefe del partido, le entregó la jefatura del norte de Alemania y le autorizó a fundar una imprenta y un periódico en Berlín.

Gregor Strasser aceptó la oferta de Hitler y enterró la Comunidad del Trabajo. Goebbels se sintió «como un hombre que hubiera recibido un golpe en la nuca». «¿Qué es Hitler? ¿Un reaccionario?», se preguntaba en su diario aquel hombrecillo, cuyos ideales y el trabajo de muchos meses habían sido arruinados por Hitler como si se tratase de un castillo de naipes. No dispondría de mucho tiempo para revolver su bilis, porque ese verano de 1926 estaría ya comiendo de la mano del Führer .

El encuentro entre ambos hombres, trascendental para el futuro del nazismo, se produjo en el Segundo Congreso del NSDAP, que se reunió en Weimar entre el 5 y el 7 de julio de 1926. Hitler lo había preparado minuciosamente para eliminar cualquier disidencia. La reunión tuvo lugar en el mismo teatro donde se elaboró la Constitución de la República de Weimar, siete años antes. En el inmenso escenario, medio millar de abanderados, formando una media luna, enarbolaban sus esvásticas; delante de ellos figuraban cuatro guiones cuadrados, cuyas astas, coronadas por águilas plateadas, imitaban a las de las legiones romanas y, más cercanamente, a la parafernalia impuesta en Italia por los «camisas negras» de Mussolini. El momento culminante se produjo cuando el director de escena anunció la llegada de la «bandera ensangrentada», aquella que el 9 de noviembre de 1923 encabezaba la manifestación nazi que fue frenada por la policía muniquesa antes de que alcanzara la Odeonplatz. La portaban miembros de las SS, organización que aquel día fue presentada a los afiliados del partido, y todas las esvásticas, una a una, fueron tocadas y «ennoblecidas» por la histórica enseña nazi, al tiempo que un sacerdote católico y un pastor protestante las bendecían. Los asistentes estaban impresionados ante la solemne ceremonia, pero más lo estuvieron cuando Hitler hizo desfilar ante ellos a 15.000 miembros de las SA, perfectamente uniformados. En aquel mar de camisas pardas destacaban los uniformes negros de las primeras compañías de las SS.

Tras la demostración de poder, Hitler impuso inequívocamente su Führerprinzip , es decir su jefatura única e indiscutible, su voluntad omnímoda sobre el partido. Pero en Weimar, sobre todo, se ganó definitivamente a Goebbels, privando a Strasser de su brazo derecho y haciéndose con una de sus mejores palancas para la conquista del poder. Al final del congreso le invitó a pasar unos días con él en Berchtesgaden. Junto a los Alpes de Salzburgo, Hitler desplegó todo su encanto y sus dotes persuasorias para atraerse al brillante contrahecho y lo consiguió para siempre. Hitler «es el instrumento de un destino divino… Amable, bueno y generoso como un niño. Sutil, astuto y suave como un gato. Rugiente y feroz como un león», anotaba el fascinado Goebbels en su diario. Tan obnubilado se hallaba que Hitler logró convencerle para que abordase la empresa más difícil que se ofrecía al NSDAP: la conquista de Berlín.

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