El juicio comenzó el 16 de febrero de 1924 con un planteamiento sorprendente: el Gobierno de Baviera no quería que el putsch perpetuara su memoria creando una galería de mártires, de modo que sólo juzgó a diez de los responsables, poniendo en libertad sin cargos a cerca de un centenar de detenidos y condenando -en un proceso inmediatamente posterior al de los principales implicados- a otros 32 mandos intermedios del NSDAP a penas de prisión que fueron de tres a seis meses. El ministro de Justicia bávaro, Franz Guertner, simpatizaba con las ideas nacionalsocialistas y se encargó de buscar un tribunal benévolo, que impusiera penas leves y que permitiera la libre expresión de los acusados. Así, se dio la circunstancia de que las autoridades bávaras, implicadas por Hitler en su fallida maniobra de la cervecería Bürgerbräukeller , esto es, Von Kahr, Von Lossow y Von Seisser -marginados de los cargos públicos que tuvieron y con sus carreras truncadas- hubieron de comparecer en calidad de testigos y, en muchos momentos, parecieron los acusados bajo los ataques de Hitler.
El líder nazi, que pronunció dos amplios discursos, uno a la apertura de la causa y otro a su cierre, obtuvo una audiencia que poco antes no podía ni soñar, pues sus ideas no sólo llegaron a todos los estados alemanes, sino que incluso obtuvieron eco internacional. La sentencia fue consonante con el desarrollo de las sesiones: tuvo muy poco que ver con la Justicia y mucho con los intereses políticos de Baviera y con la ideología del ministro Guertner. Resultaron condenados a cinco años de cárcel Hitler, Poherner, Kriebel y Weber -cuando su delito hubiera podido, incluso, merecer la pena capital-; Röhm, Frick, Brückner, Pernet y Wagner lo fueron a quince meses de cárcel, lo que les puso inmediatamente en libertad, pues ya habían cumplido seis y se comprometieron a no reincidir; Ludendorff fue absuelto.
Hitler retornó a la prisión de Landsberg el día 1 de abril de 1924, en la tarde del mismo día en que se pronunció la sentencia. Fue recibido en la cárcel como una auténtica celebridad. El director se mostró obsequioso y los funcionarios, entre respetuosos y serviles. Su habitación, la celda núm. 7, era amplia y estaba bien ventilada por dos ventanas que daban al Lech. Constituían su parco mobiliario una cama de hierro, con colchón y mantas, una mesa, dos sillas, una lámpara y un armario; pero el austero equipamiento quedaba compensado por las flores y regalos llegados de toda Alemania e, incluso, de Austria y Checoslovaquia, hasta el punto de que nadie hubiera podido decir que aquella era una habitación carcelaria de no haber sido por las ventanas clausuradas por fuertes rejas. Vinos, dulces, todo tipo de embutidos, juegos, objetos típicos de los diversos Länder , cigarros, prendas de abrigo, libros, dinero y visitas invadieron la prisión de Landsberg durante las primeras semanas del encarcelamiento de Hitler y le otorgaron una situación tan confortable que, tiempo después, confesaría que la cárcel había sido para él «un año de Universidad becado por el Gobierno».
Justo es que lo dijera, porque a los pocos días de regresar a Landsberg había revolucionado su régimen carcelario. Con el pretexto de las numerosísimas visitas que recibía, algunas de gentes importantes, consiguió que se le habilitase una celda contigua como recibidor, que solía estar siempre adornada con flores que las numerosas admiradoras del líder nazi no se cansaron de enviarle durante todo su cautiverio. Poco después comenzó a escribir un artículo para un periódico y más tarde Mein Kampf (Mi lucha) , trabajos que fueron pretextos suficientes para que el director de la cárcel le concediera otra celda contigua, equipada como despacho, en la que se colocaron estanterías para los libros y una mesa de trabajo, con una vieja máquina de escribir.
En aquella venerable Remington escribía, con sólo dos dedos pero con mucho entusiasmo, el chófer de Hitler, Emil Maurice, relojero de profesión, camorrista vocacional y excelente conductor de automóviles. Pero la buena voluntad de Emil no podía suplir su falta de conocimientos y eso lo percibía incluso un hombre de tan escasa formación literaria como Hitler. Del atolladero le sacó el fiel Rudolf Hess, que después del putsch había logrado huir a Austria. Tras la condena y encarcelamiento de Hitler regresó y se entregó a la justicia bávara, que le recluyó en Landsberg el 15 de mayo. Hitler acababa de hallar a su secretario ideal: Hess era universitario, había leído mucho y redactaba con cierta soltura. Mein Kampf se había salvado por los pelos.
El libro tenía la intención de ser una autobiografía y de recrearse en los sucesos de noviembre de 1923, pero terminó convirtiéndose en la mejor muestra del pensamiento y de la personalidad de Hitler. El autor amañó su historia, describió las situaciones tal como él hubiese deseado que ocurrieran e idealizó su perfil. De cualquier forma, tenía tan poco que decir que rápidamente se lanzó por el sendero de sus diatribas habituales: el peligro judío, la infamia comunista, la «puñalada por la espalda» de la monarquía, capitalistas y socialdemócratas, el poder de la propaganda, la inmoralidad e inutilidad del Reichstag , la superioridad de la raza alemana, la imperiosa necesidad de ganar territorios en el este, la necesidad de un hombre carismático investido de todos los poderes para salvar Alemania.
Con estos y otros argumentos, que repetían sus interminables discursos de los cuatro últimos años, hilvanó un manifiesto político largo y reiterativo, expuesto con un estilo que uno de sus más prestigiosos biógrafos, Alan Bullock, califica de «ampuloso, pomposo, pedante y seudointelectual». Según Bullock,
«El resultado fue un libro de interés para aquellos que pretenden interpretar los procesos mentales de Hitler, pero un fracaso como tratado del partido nazi u obra política de interés público; muy poca gente tuvo la paciencia de leerlo, aun entre los propios correligionarios de Hitler.»
Sin embargo, hubiera debido prestársele más atención: si los responsables políticos de Baviera y del resto de Alemania lo hubieran leído es muy posible que la carrera de Hitler se hubiese truncado allí mismo: tal es la brutalidad, la falta de todo escrúpulo y el propósito de lograr el poder sin importar el coste, que destila el libro. En Mein Kampf se encuentra el programa de Hitler para la toma del poder, para la destrucción de la República, para la conquista del mundo.
Hitler celebró su trigésimo quinto aniversario, el 20 de abril de 1924, rodeado de sus amigos y del respeto y la admiración de sus carceleros, a los que dominaba con su mirada, su prestigio, sus regalos y su comportamiento pacífico y metódico. Con el buen tiempo de aquella primavera se hacía despertar a las 6 h de la mañana; su meticuloso aseo personal y el orden de su habitación le ocupaban una hora; a las 7 h desayunaba solo o acompañado de alguno de sus amigos. Después daba un largo paseo por el jardín y, ya en su despacho, respondía la abundante correspondencia. A las 10 h reunía a los nazis encarcelados en Landsberg -que en algunos momentos llegaron a ser cerca de cuarenta- y les leía algunos fragmentos de lo que estaba escribiendo, gustándole debatir con ellos el contenido, aunque no se ha dicho nunca que alguien osara rebatir sus argumentos o contrariar sus conclusiones. A mediodía se servía el almuerzo; era la única comida que Hitler hacía junto a los demás reclusos. Llegaba cuando ya todos estaban colocados y se situaba a la cabecera, que se le había reservado, sentándose los presos una vez que él lo había hecho. Durante el almuerzo conversaba con sus vecinos de mesa de todo tipo de temas, prefiriendo no hacerlo de política. Terminada la comida, solía formarse una breve tertulia, momento en que sus compañeros de Landsberg le ofrecían modestos regalos típicos en la vida carcelaria. Cuando lo estimaba oportuno, se levantaba y todos los demás hacían lo propio inmediatamente, esperando en posición de firmes a que abandonara el comedor. Después se retiraba a sus habitaciones y recibía visitas, respondía cartas o dictaba algunos párrafos de Mein Kampf . A las 16 h tomaba el té con sus amigos y a las 16.45 h salía al jardín, donde paseaba durante una hora. La cena de los presos era a las 18 pero Hitler no la hacía en comunidad, sino en sus dependencias, con los líderes nazis condenados junto a él. Luego sostenía una tertulia con ellos o volvía a trabajar un rato en su libro, hasta las 21 de la noche en que cada uno debía retirarse a su celda. Según el reglamento, la luz se apagaba a las 22 h, pero a él se le permitía cortarla cuando lo deseaba, que solía ser hacia medianoche, aprovechando esas horas para leer. Según los testigos de aquellos meses de cárcel, Hitler era el verdadero director de la prisión, donde todo funcionaba con estricto orden cuartelario y donde, durante su estancia, no se produjo ni un solo conflicto, ni un solo acto de indisciplina.
Читать дальше