«El Führer me ha ordenado abandonar Berlín, en el caso de que sucumba la defensa de la capital del Reich, para que tome parte importante en el nuevo Gobierno constituido por él.
»Por primera vez en mi vida he de rehusar categóricamente obedecer una orden del Führer . Mi esposa e hijos adoptan mi misma postura. Si no lo hiciera así (aparte de que nuestros sentimientos de humanidad y de lealtad nos impidan abandonar al Führer en el momento de dolor supremo), me consideraría durante el resto de mi vida un traidor y un canalla, que habría carecido de respeto hacia mí mismo y que sería inmerecedor del respeto de mis compatriotas, un respeto sin el cual no puedo prestar servicio alguno a la reconstrucción futura de Alemania y del Reich.»
Reitera Goebbels en los siguientes párrafos sus argumentos para seguir a Hitler tras su suicidio: lealtad en tiempos difíciles, lección contra los traidores, ejemplo para el futuro…
«Siempre se encontrarán hombres que conduzcan la nación hacia la libertad. Pero la reconstrucción de nuestra vida nacional sería imposible si no se basase en claros ejemplos fácilmente comprensibles. Por todo esto, junto a mi esposa y en nombre de mis hijos, que aún son demasiado pequeños para hablar por sí mismos, pero que adoptarían esta decisión si tuviesen edad para hacerlo, formulo mi inalterable decisión de permanecer en la capital del Reich y de quedarme junto a mi Führer , concluyendo así una vida que no tendría sentido alguno si no puedo ofrecérsela, permaneciendo junto a él.»
Goebbels firmaba esta carta a las 5.30 h de la madrugada del 29 de abril de 1945. El hábil propagandista había valorado correctamente la situación: la guerra estaba perdida, la formación del nuevo gabinete era inicialmente improbable y, finalmente, inútil. Los aliados pasarían a los vencidos las terribles cuentas de sus acciones. Goebbels era culto e inteligente, sabía de Literatura, de Filosofía, de Historia y de Política: si en 1918, rindiéndose los alemanes sobre suelo francés y sin haber cometido desmanes destacables, aparte de los habituales estragos de la guerra, exigieron los vencedores la entrega de casi un millar de responsables de crímenes de guerra, ¿qué no harían ahora, tras el descubrimiento de la barbarie nazi en los países conquistados y después de haber hallado el espantoso secreto de los campos de exterminio? Hitler quizá lograse autoengañarse, pero él ni era un iluso para hacerlo ni un desinformado para olvidarse. En su Ministerio de Información, pese a la batalla de Berlín y a las enormes destrucciones, seguían funcionando algunos teléfonos y continuaban llegando los telegramas de las agencias de prensa internacionales y sabía muy bien el revuelo que se estaba formando en el mundo tras el descubrimiento de los campos de exterminio de Polonia, Austria y Prusia. Conocía, además, con suma precisión las decisiones que los aliados habían tomado en sus numerosas conferencias internacionales sobre los responsables del III Reich. No había salida. Los grandes jerarcas nazis serían hechos prisioneros, juzgados, expuestos a la burla mundial y, seguramente, ejecutados de la manera más infamante posible. No estaba dispuesto a pasar aquel trago, ni a pensar en su esposa, la bella Magda, a merced de la soldadesca soviética, ni quería que sus hijos tuvieran que soportar de por vida el estigma de haber tenido como padre a una de las «bestias negras» nazis, como seguramente le señalaría la propaganda de los vencedores.
Otro que no podía dormir aquella madrugada era Martin Bormann. Tosco y ambicioso, Bormann había escalado en aquellos últimos días algunos peldaños más en sus aspiraciones; caídos en desgracia Goering y Himmler era, junto a Goebbels, la jerarquía más elevada del régimen. El cargo de jefe del partido que Hitler le otorgaba en su testamento era, a final de cuentas, la primera magistratura de Alemania. Al almirante Doenitz se le había designado presidente porque disponía del suficiente carisma como para hacerse seguir por el ejército; el almirante era necesario en aquellos momentos, pero políticamente él, Bormann, era el sucesor de Hitler, de modo que comenzó a dar órdenes. Lo primero era limpiar la cúpula nazi de traidores, lo segundo, continuar la guerra. Así, aquella madrugada aún enviaba telegramas al cuartel general de Doenitz en Flensburg:
«… La prensa extranjera informa sobre nuevas traiciones. El Führer espera que reaccione usted con la rapidez del rayo y con la dureza del acero contra los traidores de la zona norte. No tenga ni temor ni favoritismos. Schoerner, Wenck y todos los demás jefes deben demostrar ahora su lealtad al Führer acudiendo en su auxilio lo antes posible.»
Aún envió otro mensaje más comprometedor y seguramente sin conocimiento de Hitler. Iba destinado a sus subordinados en Berchtesgaden, que desde el día 23 por la noche custodiaban al «traidor» Goering y a sus ayudantes: «La situación en Berlín es más tensa y difícil. Si Berlín y nosotros caemos, los traidores del 23 de abril deben ser exterminados. ¡Cumplid con vuestro deber! ¡Vuestra vida y honor dependen de ello!» Este telegrama llegó a su destino el día 30 de abril, pero el comandante de la prisión en la que estaba encerrado el mariscal del Aire se negó a ejecutar las órdenes de Bormann. Claro, que esto nunca lo supo el nuevo ministro del partido. Tras enviar esos telegramas, llamó a su ayudante, el coronel de las SS, Wilhelm Zander, para encargarle que llevase personalmente una de las copias del testamento de Hitler al cuartel general de Doenitz. Zander le rogó que designara a otra persona, pretextando que en aquellos momentos su lealtad le obligaba a permanecer junto al Führer ; realmente Zander dudaba mucho de que pudiera abandonar Berlín en aquellas circunstancias. Creía que, al final, se lograría una negociación y podría abandonar la capital con alguna garantía más; por otro lado, tenía una enorme curiosidad por saber lo que iba a ocurrir en el búnker en las siguientes horas.
Bormann le despidió, quedando en consultarlo con Hitler, y seguidamente aún tuvo fuerzas para tomar su diario y hacer algunas anotaciones: «Los traidores Jodl, Himmler y Steiner nos han abandonado a merced de los bolcheviques. Otro duro bombardeo. El enemigo informa que los norteamericanos han entrado en Munich.» Cerró su diario, se tumbó en su catre de campaña y apagó la luz. Desde hacía un rato la artillería soviética había aumentado sus disparos y el búnker volvía a temblar como si padeciera los efectos de un terremoto. Bormann ahogó una maldición cuando un desconchón de yeso cayó sobre la cara; retiró malhumorado los pequeños fragmentos y luego se tapó la cabeza, disponiéndose a dormir. Eran aproximadamente las 6 h de la madrugada del 29 de abril de 1945.
LOS MENSAJEROS
La Cancillería del Reich era uno de los edificios emblemáticos del régimen nazi. Ocupaba toda la fachada norte de la Vosstrasse, con una longitud de 220 m, una anchura que oscilaba entre 36 m en las zonas más anchas y 18 en las más estrechas y una altura de tres plantas. Hitler pidió en 1938 a su arquitecto Albert Speer que le construyera un edificio capaz de impresionar a sus visitantes, un edificio que mostrase «el poderío y la grandeza del Reich».
Un año después, el arquitecto le entregó un edificio de corte neoclásico compuesto por una serie de locales diferentes, de distintas formas y colores. El visitante penetraba desde la Wilhelmplatz en un patio de honor, pasaba luego a la pequeña recepción donde dos impresionantes puertas de 5 m de altura le franqueaban el paso al gran vestíbulo, completamente revestido de mosaico, desde el que se accedía a una gran habitación circular coronada por una cúpula; el visitante, caminando sobre gruesas alfombras de nudo, suponía que ya estaba llegando a su cita con Hitler, pero en ese punto surgía la sorpresa: se entraba en la gran galería, de 145 m de longitud y cuya iluminación indirecta producía un efecto mágico. Tras recorrerla se llegaba, finalmente, a la sala de recepciones del Führer .
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