A las 20.45 h del 8 de noviembre de 1923, bajo una ligera nevada, el Mercedes rojo del partido que utilizaba Hitler, conducido por Ulrich Graf, se detuvo ante la Bürgerbräukeller y de él descendieron Hitler, Goering, Graf, Amman y Rosenberg; en otros coches les seguía media docena de guardaespaldas y una compañía de las SA. Franquearon sin problemas los cordones del servicio de orden y penetraron en el gran recinto, donde rollizas muchachas, vestidas con trajes regionales bávaros, repartían jarras de cerveza a los asistentes. Von Kahr tenía el turno de palabra cuando, al observar un movimiento inesperado en la sala, interrumpió su discurso para comprobar qué estaba ocurriendo; de pronto vio ante sí a Hitler, que llevaba una pistola con la que disparó hacia el techo reclamando silencio. Subió al estrado que acababa de abandonar Von Kahr y gritó:
«¡La revolución nacional ha estallado! El edificio está rodeado por seiscientos hombres armados. Si el orden no se restablece inmediatamente, se montará una ametralladora en esta sala […] Los gobiernos de Baviera y del Reich han sido derrocados y se va a formar un Gobierno provisional del Reich.»
Anunció luego que los cuarteles del ejército y de la policía habían sido ocupados y que tropas, con la esvástica en sus uniformes, convergían sobre Munich. Los asistentes estaban atónitos, pero no tenían más remedio que creer lo que se les decía desde la tribuna, a la que también había subido Goering con un revólver en la mano; por la sala circulaban armados los camisas pardas y los matones nazis y no cesaba el estruendo de las jarras de cerveza destrozadas al caer al suelo.
Hitler obligó a Von Kahr, Von Lossow y Von Seisser a acompañarle a una habitación próxima, mientras Goering acallaba cualquier protesta con otro disparo al techo. Los tres prisioneros de Hitler, que mantenía su pistola en la mano, escucharon asombrados cómo allí mismo constituía un Gobierno provisional: Von Kahr mantendría su posición en Baviera; Von Lossow recibiría el ministerio de Defensa; Von Seisser se haría cargo de la policía estatal; Ludendorff -al que se esperaba en cuestión de minutos- sería el nuevo general en jefe de la Reichswehr y él, Adolf Hitler, asumiría la Cancillería del Reich. Atónitos y escépticos, los tres prisioneros se negaron a aceptar lo que se les proponía; trataban de ganar tiempo y cuchicheaban entre sí intercambiando opiniones. «Sigamos la comedia», parece que dijo el general Von Lossow. Esa postura sacó de quicio a Hitler, que les dejó custodiados y regresó a la sala.
Tenía un aspecto un tanto ridículo: se había quitado la trinchera, bajo la que llevaba un chaqué que le estaba grande y le hacía parecer un «cobrador de impuestos vestido el domingo con su mejor traje… o ese tipo de novio bávaro de pueblo que se puede ver en las fotografías». Sólo su Cruz de Hierro de primera clase, prendida en el pecho, infundía respeto. Sin embargo, cuando comenzó a hablar captó la atención de los reunidos y arrancó una salva de aplausos al anunciar la composición del nuevo Gobierno. La situación se hizo aún más creíble cuando en la gran sala penetró el mariscal Ludendorff, que ignoraba lo que estaba ocurriendo y a última hora había sido llevado hasta la cervecería por Scheuner-Richter. Sonaron nuevos aplausos y sonoros Heil! , que llegaban hasta la habitación donde eran custodiadas las autoridades de Baviera, sumiéndolas aún en mayor confusión.
Minutos después penetraron en la habitación Hitler y Ludendorff. Al ver entrar al mariscal, los tres detenidos se levantaron y los dos militares hicieron chocar sus tacones. Ludendorff les manifestó que estaba tan sorprendido como ellos, pero que la situación de emergencia nacional que vivía Alemania aconsejaba tomar una decisión radical, por lo que les recomendó que se unieran al putsch . Los militares se pusieron a las órdenes de Ludendorff y Von Kahr, tras algunas vacilaciones, aceptó la nueva situación. Todos juntos comparecieron minutos después en la sala y fueron vitoreados por los asistentes. Hitler subió nuevamente al estrado y se dirigió a los reunidos:
«Voy a cumplir el juramento que me hice a mí mismo hace cinco años cuando era un pobre ciego inválido en un hospital militar: no descansar hasta lograr la caída de los verdugos de noviembre, hasta que sobre las ruinas de la infeliz Alemania de hoy surja una vez más un país poderoso, grande, libre y lleno de esplendor.»
Los aplausos atronaron la sala y todos en pie entonaron el Deutschland über Alles . A las 22.30 h, tras dar su palabra de ser fieles a la «revolución», Von Kahr, Von Lossow y Von Seisser abandonaron la sala mientras Hitler recibía las felicitaciones de sus amigos y los asistentes se perdían en la helada noche de Munich.
Hitler parecía haber triunfado pero, a partir de ese momento, la situación se le escapó de las manos. Evidentemente, tanto él como sus colaboradores eran unos revolucionarios inexpertos: no habían ocupado la central de teléfonos; no habían notificado sus planes a todas las secciones del partido en otras ciudades para que intentasen sublevar guarniciones y controlar las comunicaciones; no eran dueños de los cruces de carreteras, ni de los puentes, ni de los ferrocarriles; no habían logrado tomar los cuarteles del ejército, ni las comisarías de policía… En suma, tenían en la ciudad centenares de patrullas, con unos tres mil hombres en total y sólo disponían de la sede del Ministerio de Defensa, donde Röhm se había atrincherado. En su ingenuidad esperaron a la mañana siguiente para saber dónde estaban Von Kahr, Von Lossow y Von Seisser, a los que permitieron maniobrar libremente durante diez horas.
Lo primero que las autoridades bávaras hicieron al abandonar la cervecería fue acudir a sus despachos para enterarse de cómo estaba la situación y, al comprobar que el control de Hitler sobre policía y ejército era mínimo, los tres se reunieron en los cuarteles de un regimiento de infantería. Desde allí pidieron refuerzos a las guarniciones de las ciudades vecinas, coordinaron la actuación de policías y soldados y, a las 2.55 h de la madrugada del 9 de noviembre emitieron una proclama por Radio Munich en la que repudiaban el putsch , aclarando que su inicial adhesión había sido conseguida bajo amenazas. Esa madrugada, mientras los nazis detenían al alcalde de la ciudad, saqueaban la redacción del diario Münchner Post y robaban 15 trillones de marcos de una imprenta, Von Kahr ordenaba la impresión de varios millares de carteles que reproducían el comunicado emitido por radio y condenaban el golpe de Hitler; Von Seisser tomaba medidas para que la policía fijara los carteles y cortara las principales carreteras de acceso a Munich, deteniendo a cuantos nazis pretendieran penetrar en la ciudad; Von Lossow coordinaba la actuación de la Reichswehr y a las 5 de la madrugada envió un mensaje al mariscal Ludendorff, pidiéndole que depusiera su actitud golpista, puesto que el ejército apoyaba al Gobierno.
Cuando amaneció el 9 de noviembre húmedo y frío, las cosas estaban claras. Incluso Hitler, que había asistido paralizado al viraje de la situación, advirtió que su golpe era un fracaso: no se le ocurrió, sin embargo, pegarse un tiro, tal como asegurara la víspera en la Bürgerbräukeller , sino que propuso retirarse hacia Rosenheim para concentrar allí a sus huestes y regresar luego a Munich. Ludendorff le convenció de que aquel plan carecía de toda viabilidad; si alguna posibilidad tenían aún de éxito era en Munich y cuanto antes mejor. El mariscal propuso marchar hacia el cuartel general de Von Lossow, al que avergonzaría por haber roto su palabra y a cuyos soldados estaba seguro de poder arrastrar hacia el bando sublevado.
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