El 15 de abril de 1922 se produjo un hito histórico que dejaría una profunda huella en los años siguientes: el Tratado de Rapallo. Rusia y Alemania firmaron un acuerdo por el que los dos países restablecían sus relaciones diplomáticas, renunciando a cualquier posible reivindicación mutua. Rapallo sería la piedra angular para la recuperación alemana en los años siguientes, pero en la primavera de 1922 nadie supo verlo. Su artífice, el ministro de Exteriores Walter Rathenau, sufrió los reproches de su propio presidente, las críticas de la derecha, del ejército y de los nazis. Se buscó en el origen judío de Rathenau la causa de la venta de Alemania a los judíos comunistas de Moscú; Rosenberg esgrimió triunfante la tesis de que el capitalismo judío y el comunismo judío eran dos caras de la misma moneda.
Mientras este debate calentaba a los alemanes, Hitler ingresaba en prisión, condenado por los incidentes del año anterior contra los autonomistas bávaros. Permaneció en la cárcel entre el 24 de junio y el 27 de julio de 1922. El mismo día en que Hitler entraba en la penitenciaría, el ministro Rathenau fue asesinado por dos ex militares nacionalistas. El atentado conmovió a Alemania y el Gobierno de Berlín logró que el Reichstag aprobase la disolución de todas las organizaciones extremistas y prohibiera el NSDAP, una decisión que Baviera se negó a cumplir, respaldándose en su autonomía. Hitler comenzaba a ser conocido en Alemania y a ser considerado como sumamente peligroso.
De esa peligrosidad se iban a enterar en otoño los habitantes del ducado de Coburgo, que por plebiscito acababa de unirse a Baviera. Para celebrar el acontecimiento político, las autoridades locales invitaron a los líderes de las formaciones políticas bávaras, y a Hitler entre ellos. El NSDAP alquiló un tren en el que trasladó a aquella ciudad a 800 miembros de la SA con una orquesta y docenas de banderas; su desfile, en medio de abucheos del público y de respuestas violentas por parte de los camisas pardas, deslució los actos y multiplicó los desórdenes por toda la ciudad. Los ferroviarios trataron de boicotear su retorno a Munich, pero las amenazas de aquellos matones les atemorizaron y el tren -según Hitler proclamaba muy ufano- salió de la estación de Coburgo con absoluta puntualidad.
Casi al mismo tiempo que los sucesos de Coburgo, en Italia tenía lugar la «Marcha sobre Roma», el 22 de octubre de 1922.
Pese a las reticencias que entre los nacionalsocialistas despertaba Italia, enemiga en la Gran Guerra y anexionista del sur del Tirol, con mayoría de población alemana, el movimiento fascista era visto como un ejemplo a seguir. El 3 de noviembre se escucha por vez primera en un acto del NSDAP: «Lo que un grupo de hombres valerosos ha hecho en Italia puede hacerse aquí. Tenemos en Baviera al Mussolini alemán: ¡Adolf Hitler!»
Por el momento, Hitler se movía en escenarios mucho más modestos. Vivía en una pensión humilde, vestía sin distinción alguna y sus únicos ingresos los conseguía por las conferencias que daba al margen del partido o de donaciones de sus seguidores más entusiastas, fundamentalmente del sexo femenino, sobre el que ejercía un gran influjo. Las mujeres se sentían atraídas por su soltería, su misterio, su creciente popularidad y su mirada. En estos años parece que sostuvo numerosas y efímeras relaciones sentimentales con algunas mujeres de su entorno, pero siempre con tal discreción que no dieron ni ocasión a habladurías. De cualquier forma, se han conservado algunos nombres de auténticas o pretendidas amantes, que el historiador David Lewis se ha encargado de recopilar ( La vida secreta de Adolf Hitler ): Rose Edelstein, de origen judío, que desapareció en Francia en 1940; Jenny Haugh, con la que mantuvo relaciones sexuales convencionales, hasta que las convirtió en sadomasoquistas y ella le rechazó; Eleonora Bauer, una fornida valquiria con la que, según rumores incomprobables, tuvo un hijo que quedó a cargo del partido, sin reconocimiento paterno; Erna, cuñada de su protector y amigo Hanfstaengl, también sucumbió ante el hechizo del aprendiz de político… Debió tener, sin duda, fama de conquistador pues el diario Münchner Post publicaba el 3 de abril de 1923 que Hitler era «un tenorio a cuyos pies se arrojaban las mujeres más ricas y hermosas».
Mejor conocidas son sus amistades con las esposas de algunos de sus nuevos y ricos amigos, como Elsa Bruckmann, casada con el conocido editor; Helene Bechstein, con el prestigioso fabricante de pianos; Helene Hanfstaengl, con el famoso anticuario; Gertrude von Seidlitz, con un poderoso industrial; Cósima y Winifred Wagner, esposa y nuera del gran compositor; la condesa Reventrow… todas ellas se distinguieron por sus espléndidas donaciones, por su introducción en sociedad o por la protección que le otorgaron en los momentos de apuro. En esta época Hitler aprendía con rapidez no sólo teoría y práctica políticas, sino buenos modos sociales y todas las triquiñuelas imprescindibles para obtener dinero. El NSDAP necesitaba sumas ingentes, sobre todo para pagar, equipar y adiestrar a sus SA, y los ingresos por taquilla a los mítines del Führer eran ínfimos para satisfacer tantas necesidades.
Pero las penurias económicas de Hitler y su partido iban a resultar ridículas en comparación con las de Alemania. El año 1923 se abrió para el Gobierno de Berlín con el problema de los cien mil postes de teléfonos que deberían haberse entregado a Francia el año anterior, entrega no efectuada por falta de existencias. Francia, que suspiraba por la ocasión, denunció el caso ante la Comisión de Reparaciones el 9 de enero de 1923. El día 11 seis divisiones franco-belgas penetraron en la cuenca del Ruhr. Allí estaba el músculo que movía Alemania; dominando aquella región podía desunirse o, al menos, neutralizarse el imperio urdido por Bismarck en el siglo anterior. Alemania reaccionó unánimemente con indignación y con impotencia. El canciller Cuno ordenó a las autoridades y a todos los habitantes del Ruhr que se opusieran a la ocupación francesa con su resistencia pasiva: nada debía hacerse allí que pudiera beneficiar a Francia, la gran región industrial debía paralizarse por completo.
Y así ocurrió, pero si bien Francia no sacó nada en limpio de aquella catástrofe económica, condenó a los habitantes del Ruhr al paro, la miseria y el hambre, hasta el punto de que la mortalidad infantil se multiplicó por diez en esa zona. Sostener esa resistencia pasiva significó para Alemania una de las inflaciones más brutales que recuerda la historia: en febrero, un dólar se cotizaba a 16.000 marcos, en septiembre a 160 millones, en noviembre a 130.000 millones. Una jarra de cerveza costaba diez mil millones de marcos y un almuerzo suponía acudir al restaurante con un gran saco de dinero, salvo que se poseyeran marcos oro o divisas extranjeras. El papel no valía nada, los billetes eran cada vez de menor tamaño, peor impresión y cifras más elevadas. Las actividades económicas resultaban casi imposibles en aquellas circunstancias.
La reacción de Hitler ante la ocupación francesa del Ruhr fue ambigua. Clamó contra el atropello, pero se negó a unirse a las manifestaciones patrióticas que proliferaron por aquellos días, ya que le pareció más rentable culpar al Gobierno de Berlín y resaltar la inutilidad de la resistencia pasiva. Su actitud suscitó sospechas en algunos sectores e, incluso, se le acusó abiertamente de estar a sueldo de los franceses. Pero nunca se pudo probar nada; más aún, interpuso una docena de denuncias por calumnias y ganó todos los casos. Esta tibia postura hizo pensar a sus críticos que, finalmente, Hitler había dado un grave paso en falso: craso error, porque en el verano de 1923 el NSDAP alcanzaba los 26.000 afiliados y las SA disponían de 1.800 hombres uniformados e instruidos.
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