Por entonces comenzó Hitler a reunir a su alrededor a su primer círculo de amigos y colaboradores: el capitán Ernst Röhm (que se acababa de convertir en su jefe militar inmediato y en su admirador), los suboficiales Beggel y Schüssler, el teniente Rudolf Hess, el periodista Esser, el dramaturgo Eckart, el espía de origen ruso Scheubner, el estudiante estonio de Arquitectura Alfred Rosenberg… Todos tuvieron profunda influencia en Hitler y contribuyeron a dar importancia al minúsculo DAP, pero fue el escritor cosmopolita Eckart quien le convirtió en un hombre de mundo, puliendo su estilo literario y oratorio, y enseñándole modales: desde cómo besar la mano a las señoras a cómo manejar los cubiertos en la mesa. Asimismo, en esta época -principios de 1920- Hitler comenzó a recibir algunas invitaciones importantes y uno de los placeres que descubrió en los manteles de los poderosos fue el caviar, que tanto le gustaría hasta el final de su vida. Sin embargo, su mayor placer estaba en la mesa de la política, donde consiguió imponer sus modos de actuación, sus candidatos y sus ideas: el 24 de febrero de 1920 el DAP propuso su famoso programa de «veinticinco puntos», cuya aprobación se logró gracias a la oratoria de Hitler ante unas dos mil personas.
Proponía la unión de todos los alemanes, la derogación del Tratado de Versalles, tierras donde expandirse, pureza de sangre para ser considerado alemán, expulsión de los no alemanes, trabajo para todos, igualdad de derechos y deberes, abolición de los intereses del capital, condena de la guerra, nacionalización de los trusts, reparto de los beneficios industriales, mejoras en las pensiones de vejez, fortalecimiento de la clase media, reforma agraria, reorganización de la enseñanza, mejora de la sanidad, ejército nacional, reformas en la prensa, libertad de cultos religiosos, centralización del poder estatal… En suma, sus obsesiones de siempre: suprimir las consecuencias de la derrota, terminar con los judíos en Alemania, expansión hacia el este, unión de todas las tierras donde hubiera alemanes, remilitarización, un Estado fuerte y un paquete de medidas heredadas del socialismo que paulatinamente irían desapareciendo de su ideario.
Hitler, exultante, escribe en Mein Kampf :
«Cuando hube explicado los veinticinco puntos que me propuse exponer, una sala rebosante de pueblo coincidió en una nueva convicción, una nueva fe, una nueva voluntad. Hablase encendido una lumbre de cuyo resplandor surgiría la espada destinada a restaurar la libertad del alemán Sigfrido y la vida de la germanidad.»
Mientras Adolf volaba en alas del destino, Alemania se sumergía en los días más sombríos de la derrota. En 1919, la depreciación del marco había llegado a ser del 1.100 por ciento y los vencedores en la guerra comenzaban a exigir el cumplimiento de las cláusulas más comprometidas como, por ejemplo, la entrega de 895 «criminales de guerra», entre los que se hallaban todos los generales y almirantes, todos los comandantes de submarino, once príncipes y los políticos y diplomáticos más representativos del káiser Guillermo II. El Gobierno alemán aseguró a la comisión encargada de velar por el cumplimiento de las cláusulas que algunas -como ésta- eran imposibles de cumplir, pero se apresuró a satisfacer las demandas de los vencedores en otros terrenos: el 10 de abril se licenciarían sesenta mil soldados y, antes de que terminara el año, habrían retornado al estado civil unos trescientos mil más, pero esos planes habrían de cumplirse en medio de graves turbulencias políticas internas e internacionales.
El 13 de marzo de 1920 el descontento militar desembocó en el golpe de Kapp. Los hechos ocurrieron así: el Gobierno ordenó la disolución de una brigada constituida en la posguerra por un oficial de marina llamado Hermann Ehrhardt, pero el jefe de la región militar de Berlín se negó a dar la orden y en la madrugada del 13 de marzo los soldados de Ehrhardt -que, por cierto, llevaban una esvástica en sus uniformes- entraron en la capital y, ante la puerta de Brandenburgo, les pasó revista el general Ludendorff, uno de los generales alemanes más capaces y, a la vez, más nacionalistas y racistas. El Gobierno huyó de Berlín y los golpistas llamaron al poder a un ministro prusiano, Wolfgang Kapp, cuyas medidas inmediatas fueron la denuncia del Tratado de Versalles y la supresión de la Constitución de Weimar.
Aquella insensata aventura duró apenas cuatro días: el ejército no se sumó a los sublevados, la banca no les concedió crédito alguno y los obreros declararon la huelga general, haciéndose con la situación en zonas tan importantes como la cuenca industrial del Ruhr. Las consecuencias serían graves: una mayor división en Alemania, nuevos agravios entre militares y fuertes disturbios en las zonas controladas por los comunistas que habían capitalizado la huelga general. Este último asunto originó una nueva crisis internacional: recuperada su soberanía, el Gobierno trató de controlar la cuenca del Ruhr y solicitó a la comisión encargada de supervisar el cumplimiento de la Paz de Versalles permiso para enviar al ejército a esa zona desmilitarizada. Como la respuesta tardaba en llegar y la situación era muy grave, los soldados restablecieron el orden sin esperar la autorización, pero Francia se aprovechó de aquella violación del Tratado de Versalles para ocupar dos ciudades clave de la región: Francfort y Darmstadt.
La crisis elevó un peldaño más a Hitler, que desempeñó un papel importante en el cambio del Gobierno bávaro: aprovechando el golpe de Kapp, diversas fuerzas políticas expulsaron por la fuerza al Gobierno socialista y llamaron a un nacionalista conservador, Gustav von Kahr, que se mantuvo en el poder cuando las aguas volvieron a su cauce. En aquellos días Hitler, acompañando a su mentor Eckart, viajó a Berlín. Fue una aventura memorable: subió por vez primera a un avión, conoció al general Ludendorff y fue hospedado por el conde Von Reventlow, accediendo al círculo prusiano más nacionalista y antisemita.
Al regresar a Munich se encontró con la notificación de su desmovilización definitiva. En adelante ya no tendría salario alguno del ejército, ni pitanza y residencia aseguradas. Alquiló una modestísima habitación y se dedicó a vivir por y para la política, dando dos conferencias al mes en las reuniones del DAP, que había ido cayendo bajo su control. Drexler era meramente un presidente honorario, que abría las sesiones para presentar siempre al mismo orador: Hitler.
El fracasado aspirante a pintor aprendía con celeridad los resortes de la oratoria, de la propaganda, de la demagogia, del maniqueísmo y del dominio de las masas. Solía llegar tarde para hacerse esperar; comenzaba a hablar bajo, de modo que sólo le escuchasen las primeras filas para hacerse desear por el resto; luego hacía restallar su fiera voz a fin de que todos terminasen ensordecidos; se mostraba distante, misterioso y rodeado de fuerza, representada por una corte de poderosos guardaespaldas, cuyo emblema era la esvástica. Le encantaba que en sus mítines hubiera muchos enemigos políticos, comunistas sobre todo, para provocarles y terminar su discurso con una pelea monstruosa, en la que su servicio de orden se hartaba de repartir golpes: eso llegaba a los periódicos y atraía a nacionalistas, anticomunistas y antisemitas, hasta el punto de que, desde la primavera de 1920 hasta finales de este año, la policía muniquesa calculaba los auditorios de Hitler en torno a las 1.800 personas por mitin. Repetía por activa y por pasiva las mismas ideas, de modo que calasen profunda e inequívocamente entre quienes le escuchaban. Para emocionar a los asistentes, o para arrancar sus aplausos y vítores, recurría a excitar sus pasiones: la impotencia contra el enemigo exterior que manejaba los destinos de Alemania, la envidia contra los ricos judíos que vivían opulentamente mientras el pueblo pasaba hambre, el odio contra los bolcheviques que arruinaban la economía con sus huelgas o la venganza contra los socialdemócratas responsables de la «puñalada por la espalda».
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