David Solar - El Último Día De Adolf Hitler

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30 de abril de 1945. Diez días después de cumplir 56 años, Adolf Hitler, doblegado por el desastre en el que sumió a la todopoderosa Alemania, asediado por las fuerzas soviéticas que se acercan a su última guarida, pone fin a su vida con un disparo de revólver, escondido en su búnker bajo las ruinas de la Cancillería, junto a Eva Braun. En este riguroso y documentado texto, David Solar desgrana minuto a minuto las últimas 36 horas de vida de Hitler. Ante el cataclismo final del que fuera su imperio, se apresta a vivir sus últimas horas: se casa con su amante Eva Braun después de quince años de relación; dicta sus testamentos, privado y político, se desespera de rabia e impotencia y, tras algún asomo de esperanza, se resigna a morir. El autor analiza en esta minuciosa reconstrucción los antecedentes biográficos y el contexto histórico, nacional e internacional, que permitió la llegada de Hitler al poder.

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Por recomendación del mismo capitán Mayr -quien, por cierto, murió en un campo de concentración nazi a finales de la Segunda Guerra Mundial- escribió el 16 de septiembre de 1919 la mencionada carta a Adolf Gemlich, que fue una especie de manifiesto antijudío y sirvió como guía a muchos instructores del ejército alemán para enfocar la cuestión semita. Hitler comienza su amplia epístola criticando el antisemitismo emocional y busca para el fenómeno unas bases empíricas. La palabra judío no describe una religión, sino una raza, que se antepone como tal a cualquier nacionalidad: «Nunca aparece como un alemán de origen judío… sino como un judío alemán.» Los judíos no aceptan nada del pueblo en el que viven, salvo su idioma, y constituyen una sociedad endogámica, que rechaza la sociedad en la que habita, que no renuncia a ninguna de sus características peculiares y que, por tanto, es una raza extranjera; sin embargo, gozan de los mismos privilegios que los alemanes. Los judíos llevan danzando milenios ante «el becerro de oro» y sólo están interesados en los bienes materiales, «despreciando sentimientos, valores espirituales o morales, base de la grandeza de las naciones». En su persecución de las riquezas -continuaba argumentando Hitler- no tienen escrúpulos ni frenos y se valen de los príncipes que gobiernan algunas naciones para esquilmarlas, «convirtiéndoles en sanguijuelas de su propio pueblo». En los países gobernados por democracias se arrastran ante la «majestad del pueblo», pero únicamente están interesados en la majestad del dinero. Destruyen el orgullo nacional y el vigor de los pueblos mediante la opinión pública y la prensa, que manejan con su dinero. Religión, socialismo y democracia son para ellos únicamente el medio de conseguir dinero y poder.

Terminada la descripción de los judíos y su perversión, Hitler pasa a buscar soluciones al problema. Esta forma de ser de los judíos originó un antisemitismo emocional que condujo a estallidos de cólera popular, a los pogromos, que nunca solucionaron nada. Pero Hitler cuenta con una receta: el antisemitismo racional debe comenzar por arrebatarles los privilegios que les distinguen de los demás extranjeros y concluir con su expulsión. Esto puede hacerlo un gobierno fuerte, capaz de devolver a la nación su fortaleza moral y espiritual. Y esto no se hará por el juego de las mayorías, «sino únicamente por la despiadada intervención de personalidades nacionales que tengan dotes de mando y un profundo sentido de la responsabilidad». Hitler terminaba su mensaje lamentando que la situación estuviera en otras manos, profundamente influidas por los judíos, que naturalmente paralizaban «el movimiento antisemita».

En esta carta de septiembre de 1919 está casi totalmente formulada la ideología hitleriana sobre la cuestión judía, su desprecio hacia la democracia, su admiración por el poder personal -incluso «despiadado»- y sus bases para la regeneración de Alemania. El futuro Führer emitía sus primeros balbuceos.

Entre tanto, se habían producido dos acontecimientos capitales para su futura carrera política. En París, los vencedores de la Gran Guerra impusieron a Alemania un tratado de paz que más bien parecía una invitación a otra guerra: Francia recuperaba Alsacia y Lorena, perdidas en la guerra de 1870; pretendía la cesión de la Alta Silesia, la ocupación de Renania, la desmilitarización del curso alemán del Rin en toda su margen izquierda y en una profundidad de 50 km en la derecha; Polonia recibía amplios territorios poblados por alemanes y el corredor de Dantzig, que dividía Prusia Oriental, creando un sentimiento permanente de irritación; se constituían países como Checoslovaquia y Yugoslavia, preñados de problemas nacionalistas y de minorías en parte germánicas; Alemania debía admitir expresamente que era la única nación responsable del estallido de la guerra y, por tanto, se aria cargo del pago total de las reparaciones; y para que no volviera a tener tentaciones belicistas se desmilitarizaría, reduciendo sus ejércitos a 115.000 hombres, disolviendo su Estado Mayor y destruyendo toda su aviación, su artillería media y pesada, sus blindados y todo buque superior a las 10.000 toneladas; además, debía entregar a cuantos responsables de crímenes de guerra reclamaran los vencedores.

Como el Gobierno de Weimar -la ciudad donde se reunían el Ejecutivo y el Parlamento alemanes ante la inseguridad política de Berlín- se negó a aceptar tales términos, los vencedores enviaron un ultimátum, dando a los alemanes el plazo de la medianoche del 23 de junio de 1919 para reanudar las hostilidades. Cuando faltaban seis horas para que concluyera el plazo y los artilleros franceses ya calculaban las alzas de sus cañones para comenzar el fuego, Alemania aceptó firmar el brutal Tratado de Versalles. Aquel disparate político sembraría en Alemania la semilla del irredentismo y la revancha, magníficas palancas en el ascenso de Adolf Hitler al poder.

Simultáneamente estaba naciendo la República de Weimar, cuya cartesiana constitución -60.000 votos, un escaño- permitió la eclosión de los pequeños partidos y cuya división en 35 circunscripciones electorales parceló al país en unidades demasiado grandes. Esto suponía que, con los medios de comunicación de la época, el votante no tenía relación alguna con su elegido; en la mayoría de las ocasiones ni siquiera sabía quién era, por lo que emitía su voto en favor de una cifra representativa de una de las múltiples miniformaciones políticas que aquellos días crecían en Alemania como los hongos. La República de Weimar, que sacó al país de la terrible posguerra, resultó políticamente caótica y en aquel ambiente fue creciendo la idea de que era necesario un hombre providencial. Todo parecía trabajar en favor de Hitler, quien a finales de 1919 iba a introducirse oficialmente en la política.

HITLER SE APODERA DE UN PARTIDO

Ocurrió de forma casual. Al agente Hitler le ordenaron en su regimiento que el 12 de septiembre asistiera a la reunión de un pequeño partido: Deutsche Arbeiter Partei (Partido Alemán del Trabajo), que respondía a las siglas DAP, para que redactase un informe sobre sus actividades y tendencias políticas. Al final de la reunión, que se celebraba en una cervecería con la asistencia de cuarenta y una personas, Hitler se enzarzó en una tremenda discusión con un profesor que promovía la idea de desgajar Baviera de Alemania para unirla a Austria. La cólera de Hitler y el fuego de su oratoria no tuvieron límites en la defensa de la sagrada Alemania, grande e indivisible. Su empuje como orador arrolló a la mejor técnica y mayores conocimientos de su oponente y cosechó una gran ovación entre los asistentes. Al final de la sesión le felicitó Anton Drexler, fundador del DAP, un obrero metalúrgico alto, desgarbado y miope que le entregó un folleto con la historia y la ideología del partido. Hitler no le hizo mucho caso pues, según sus propias palabras, regresó a su residencia sobrecogido por la emoción: «¡Sabía hablar! ¡Era un orador! ¡No cabía en mí de gozo!»

Pocos días después recibía una tarjeta en la que se le comunicaba que había sido inscrito provisionalmente como miembro del DAP y se le invitaba a una reunión, en la que estaba la directiva del partido, cuatro hombres, cuya junta aquella tarde tenía como misión leer la correspondencia -tres cartas- y aprobar el estado de la tesorería -7 marcos y 50 pfennigs-. Aquello parecía más una tertulia política que un partido y Hitler decidió cambiarlo pese a la resistencia pasiva de sus miembros, que por entonces eran cincuenta y cinco, incluyendo al propio Adolf. Comenzó escribiendo a mano invitaciones para los actos, poniéndose siempre como estrella del mitin. La primera vez reunió a ocho asistentes, «luego el número fue elevándose a 11, a 13, a 17, a 23, a 34…». Hablaba a su auditorio de la derrota, de la «puñalada por la espalda», de la cuestión judía, del problema comunista. Una vez se atrevieron a convocar un mitin por medio de un anuncio en la prensa y consiguieron llenar una sala de «unas ciento treinta personas» que, encantadas por el discurso de Hitler, entregaron a la humilde caja del partido 300 marcos. En adelante, las reuniones se celebraron dos veces por mes y las invitaciones se hicieron ciclostiladas, suscitando algunos centenares de asistentes que pagaban su entrada, constituyendo los únicos ingresos del minúsculo partido.

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