Cesarina Vighy - El último verano

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Ser diagnosticada de Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA), la enfermedad que padece Stephen Hawking, lleva a la autora a repasar los puntos importantes de su vida a la vez que intercala sus sensaciones más recientes, causadas por la enfermedad. En menos de 200 páginas repasa los puntos importantes de su vida: su infancia en Venecia bajo las bombas de la II Guerra Mundial, un traumático aborto, Roma en los años setenta y el feminismo, y de la reconciliación con la vida a través de su propia hija. Y alterna esos episodios con los que nos ofrece una radiografía precisa de su transformación con el paso del tiempo por causa de la enfermedad, pero evitando en todo momento lo soez o lo patético, y mostrándonoslo con lucidez, humor e ironía.

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En resumen, una jaula de locos.

Yo también tuve mi poquito de diversión las veces que con mi madre, mezcladas con las familiares de los detenidos, íbamos a llevarle una muda, algo de comida, un libro pasado por la censura. Había hecho amistad con un perro que tenía cejas (y no sólo eso, sino que además eran de distinto color), cuya dulzura y alegría desmintieron para siempre el tópico según el cual tal característica denota en el animal mal carácter.

Mi padre y sus nuevos amigos, ya porque no existía ningún cargo contra ellos, ya por la intervención de varios médicos transigentes, fueron trasladados al hospital y luego puestos en libertad. Si la cárcel había sido una especie de asueto ensombrecido por las chinches (cada vez que atrapaba una, el lector de Dante, de una forma que comprendían perfectamente también los no lingüistas, pasaba rápidamente al masculino plural y, al tiempo que la aplastaba, rugía: «¡Malditos! ¡Malditos!»), ahora empezaba el auténtico peligro.

Se estaba organizando la Resistencia y los intelectuales como mi padre, duchos con la pluma pero ciertamente no con el fusil, resucitaban en la clandestinidad los antiguos periódicos del partido. Él se encargaba del Avantil y de la redacción de las octavillas, que luego distribuía un compañero pastelero. Alguien habló y todo el grupo acabó en la lista negra, si ya no lo estaba.

La guerra, entre sus poquísimas virtudes, tiene la de volver más inteligentes a las personas en peligro. Una mañana (mi madre había soñado con flores, para ella un signo indiscutible de inminentes dolores), muy temprano para los hábitos de los tribunales de la ciudad, la secretaria llamó por teléfono desde el despacho anunciando, con rodeos y palabras vagas e inusuales en una muchacha tan sencilla, la presencia de «gente» que iba a buscar a mi padre a casa. Mi padre entiende al vuelo y huye. Con tanta prisa que se pone los pantalones sobre el pijama: y sale a la calle justo antes de cruzarse en el «sotoportego» [11]con unos cuantos alemanes y «repubblichini», [12]que tienen el honor de no conocerle la cara. El picadero de un conde rojo lo aguarda: no estará con sus mujercitas pero sí en un lugar seguro.

Mientras tanto, mi madre, especialista en escenas melodramáticas y lista como su héroe Bertoldo, se inventa que «aquel cerdo» la deja a menudo sola, sola con una niña pequeña; llora, se desespera y los caballeros ya no saben qué hacer, salvo poner la casa patas arriba y secuestrar un viejo libro de historia que no tiene nada de subversivo pero cuyo título, ignorantes como son, les recuerda el monstruo bolchevique: Del águila imperial a la bandera roja. Por último, a uno de ellos se le ocurre una idea de película: sacarnos de la casa y usarnos como cebo para que picara el padre desconsolado. Pero ¿adónde podían llevarnos? El alcaide se niega a encerrarnos porque soy demasiado pequeña. Hasta que un fascista, para ganar méritos, ofrece su casa en la playa y a su familia como guardiana. Así, pasamos unos días respirando aire de mar: yo me dedico a pasear en compañía del hijo adolescente, mi madre a charlar con la esposa que, con el sentido común de las mujeres, ya sabe cómo va a acabar la guerra y por ello considera conveniente ser amable con nosotras. O puede que despreciara realmente a aquel marido oportunista y ruin, toda vez que, al verlo desde la ventana vaguear por el jardín con el pijama a rayas que llevaban de día los italianos haraganes, soltó un «Fíjese, parece un preso», que resultó profético.

Fracasada la astuta trampa, pocos días después estábamos en casa.

Es entonces cuando vivo mi aventura guerrera más hermosa: mi padre, que se muere por verme, consigue que mi madre me autorice a ir a pasar una noche al ya secularizado picadero, del que he de volver a casa a la mañana siguiente, sola para no llamar la atención. Sola y con algunas noticias para mí incomprensibles: ¡una auténtica correo partisana de ocho años! Sola, yo que siempre había estado acompañada, que supuestamente no conocía Venecia y que, sin embargo, como los perros, como los caballos, encuentro mágicamente las calles, doblo con desenvoltura los callejones, cruzo en cuatro zancadas el puente de Rialto como si fuese mío, porque es mío, es mía esta maravillosa ciudad, con el sol, con la sombra, perfumada de especias merced a aquellas droguerías decimonónicas que han destruido paulatinamente para hacer primero tiendas de radios, luego de neveras, después de televisores, por último, de móviles (ni siquiera me atrevo a escribir el afectuoso diminutivo que nadie sino los italianos emplean para designar dicho aparato, como si fueran críos), [13]por seguir o anticiparse a la onda que primero hace plum y más tarde cataplum.

Cumplida mi misión, mi padre tuvo que dejar a otros compañeros de paso el hospital refugio, que había visto de todo pero nunca hombres solos con barba larga, muchos de ellos con los pantalones sobre el pijama, la cabeza perdida en pensamientos en ningún caso lujuriosos.

¿Final feliz? Sí, para algunos, pero no para el socialista pastelero, que acabó en Dachau, donde se quedó para siempre.

Ahora el peligro está realmente cerca, casi palpable, y hay que buscar otro cobijo. Lo ofrece una familia modesta, con una casa oscura en un callejón, que acepta a aquel extraño huésped aun a sabiendas de quién es y del tipo de paz que está buscando. Es duro estar ahí, escondido durante meses, sin poder salir nunca a tomar una bocanada de aire, como no sea ya muy entrada la noche y pendiente de las rondas: pero es más duro acabar en Dachau.

Papá no es de los que pierdan el ánimo: sigue la actividad clandestina escribiendo sus artículos, estudia y aprende inglés mientras el poco dinero que se ha economizado en casa pasa a los bolsillos de los «estraperlistas», que aparecen siempre en un régimen de carestía. Personalmente, me siguen dando náuseas las «americanas», que no eran chaquetas de hombre, sino guisantes troceados, de los que mi madre se hace con una provisión que a mí me parece inagotable. Yo era una niña escrupulosa: me resistí a las americanas y gané la guerra. Pese a ser muy flaca (aunque entonces todos éramos flaquísimos, sólo hay que mirar fotografías: un mar de bigotillos, gomina, hombres y mujeres en los huesos), conseguí dejarlas en el plato.

La esperanza es el mejor reconstituyente y la mayoría de la gente confiaba y se mantenía en pie aguardando la llegada del primer día de libertad, concepto y condición nuevos y un poco misteriosos para al menos una generación. Ese primer día, que llegó a la ciudad después del 25 de abril, sin embargo no fue ni tan heroico ni emocionante. Como en Venecia no se puede entrar en jeep con chicas a bordo, lo que da materia para muchos documentales, y además sus ciudadanos son especialmente irónicos y guasones (en lo que constituyen toda una excepción a la impermeabilidad padana), lo cierto es que pocos ingleses, en orden tan disperso que parecía casual, aparecieron por el puente llamado entonces Littorio, donde fueron recibidos por un reducido número de personas. Nada que ver, comentaron los irreductibles venecianos con la cabeza siempre vuelta hacia el pasado, con los regresos gloriosos de los galeones tras las victorias de «nuestro león». Irónicos y guasones, en efecto, pero muchos fueron corriendo para que les sellaran como fuera, de manera legítima o fraudulenta, cualquier papel que certificara su adscripción al Comité de Liberación Nacional y a alguna Brigada Partisana, donde habrían realizado actos dignos de reconocimiento y, de ser posible, de recompensa.

La esperanza, el festejo y el miedo se habían terminado hacía unos días, mientras llegaban noticias del norte insurrecto. ¿Insurrecto? Aquí nunca se rebela nadie, no es propio de los aristócratas venidos a menos que somos.

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