El 25 de abril, en cambio, lo recuerdo perfectamente. Desde hace siglos, aquel día Venecia celebra su gran fiesta. Es el día de San Marcos: la plaza y la basílica se adornan con rosas, se venden rosas (mejor dicho, «bocoli», como se llaman en veneciano) en todas las esquinas en los años buenos, porque según la tradición los hombres deben regalar un pimpollo a sus mozas y a éstas les encanta el gesto, vaya si les encanta. En 1945, obviamente, no había ni muchas flores ni mucho dinero que gastar: pese a todo, un aire fresco y alegre circulaba entre la gente que llenaba las calles y las plazoletas. Todavía había francotiradores, que disparaban desde los tejados, pero nadie les hacía caso: había llegado su fin, su auténtico fin, dentro de poco bajarían para rendirse, para pagar, siempre demasiado poco.
Un grupo de mujeres, entre ellas una vecina nuestra, estaba cotorreando sin parar, como sólo las venecianas saben hacer, al lado del estanco, al sol, en San Giacomo dall'Orio, la hermosa plaza con árboles frondosos, una rareza en un lugar dedicado a las aguas.
Oímos un zumbido, un estruendo, un ruido que desconocíamos, gritos, alaridos. La granada lanzada por uno de esos miserables que estaba en los tejados cayó en medio del grupito de las felices parlanchinas y las mató a todas.
Para mí, aquel día estalló la paz.
Al hacernos mayores, luego viejos y peor si se padece alguna enfermedad, lo usual es confundir hechos y anécdotas de la infancia y la adolescencia, que se ven desde lejos aureolados por una luz dorada, envueltos como caramelos de colores.
Yo no. Sé que ésa es la edad más cruel, cuando los arañazos se graban como heridas porque la piel, blanda y suave, es más sensible. Además, ciertas personas viven aquellos triviales enfrentamientos, aquellas antipatías automáticas como ofensas imperdonables. Eso fue lo que me pasó a mí.
Es fácil recordar con dulzura a un hombre tierno, cariñoso, justo con los que defienden la justicia, más aún si posee el halo del perseguido político que, precisamente ahora que me había acostumbrado a esperarlo detrás de la puerta para echarme en sus brazos cuando llegaba, tiene que estar mucho tiempo lejos de casa.
Quien está siempre conmigo es mi madre, a menudo tumbada en la cama, paño mojado sobre la frente, contraventanas entornadas, en silencio, por la diaria, épica jaqueca. Nadie viene a vernos, ni un mayor con el cual hablar ni un pequeño con el cual jugar. La única transgresión, estar sentada en el suelo, pero sobre una manta, por los microbios.
Mi madre, como otras mil, está obsesionada con la limpieza. Es de las que chillan «Caca, caca» cada vez que el niño coge algo interesante del suelo y hacen como si le pegaran en la mano que aquél le tendía confiado para contemplar juntos el nuevo tesoro. Así es como los hijos aprenden que el mundo está hecho de mierda mucho antes de que tengan la prueba indudable.
Es una enemistad muy común la que se da entre madre e hija, y recíproca, hecha de admiración, de antipatía, de envidia, de confianza, de recelo: por un vínculo demasiado estrecho, como un cordón umbilical que puede llegar a asfixiarte.
Ciertas imágenes se te quedan impresas, de forma muy viva.
Tengo vegetaciones, que me obligan a estar con la boca abierta, dándome aire de tonta. He aceptado ir al médico y experimento una mezcla de miedo y de orgullo ante la idea de someterme a una operación en toda regla. Idea que rápidamente se convierte en realidad. Tengo cinco años y un abriguito gris con lunares rojos, recortado de un abrigo de mi madre en boga en los años de la guerra. Me lo quitan y me suben a un extraño sillón giratorio; miro por la ventana el Gran Canal que hoy está azul y oigo tintinear las tenazas cerca de mí, y de sopetón me tapan la boca y la nariz con la mascarilla de éter. Me despierto dos minutos después y las vegetaciones ya no son mías, están en un platito de metal, a la vista: ¿se las darán a los gatos? «¡Sopla, sopla fuerte!», me ordena el médico al tiempo que me da un pañuelo blanco, enorme. Mucha sangre, que va disminuyendo poco a poco, casi hasta desaparecer. Me ponen el abriguito y me dirijo, con mis piernas, hacia la puerta. Estoy ensoberbecida por haber afrontado y superado aquella prueba sin quejarme, sin llorar, y espero un comentario de admiración, un cumplido. Pero resulta que mi madre, actriz que vive su papel, elige precisamente ese momento de gloria que me corresponde para desmayarse. Todos la rodean para levantarla, para tenderla sobre una camilla, para darle sopapitos que parecen caricias, para ponerle perfumes que apestan. Por un día en que me tocaba ser protagonista, me ha robado el papel. Ya nadie se ocupa de mí, me han olvidado en la puerta, desde donde miro aquella estúpida escena que no olvidaré en toda mi vida.
Otro recuerdo.
He de decir que hasta después de los veinte años, cuando me marché de casa, mi madre intervino siempre autoritariamente en la elección de mi ropa, bolsos, zapatos: que quería acompañarme para elegirlos ella. Que, además de incapacitarme durante largo tiempo para tomar decisiones, me humillaba hasta el punto de que, una vez sentada en la banqueta de la vergüenza, rompía a llorar ante la embarazada consternación de los dependientes, que no sabían cómo comportarse con aquella rara señorita.
En la vieja tienda de confianza que verá las avergonzadas lágrimas adultas, una mañana llegamos muy alegres: yo tendría cuatro o cinco años. En el escaparate había visto algo maravilloso, unos zapatos blancos y verdes que mamá había prometido comprarme en lugar de las sandalias con agujeros de siempre. No era un simple capricho: aquéllos eran los zapatos de la felicidad, útiles no, sino necesarios. Veo a mi madre poner cara de espanto, pero oigo que dice: «Lo prometido es deuda». Va a pagar, le dice algo al dependiente y salimos. Yo llevo la caja con devoción, como una reliquia, como el Santísimo, y de vez en cuando beso la mano finalmente maternal. En casa, en la cama, con trepidante excitación, muy despacio, desenvuelvo el papel de seda y descubro, de golpe, qué es la traición: el Santísimo no es más que un vulgar par de sandalias, blancas, con ojos. No pregunto nada y ella no dice nada: he entendido la mueca de desagrado, el cuchicheo con el dependiente. Me voy a mi cuartito y lloro, silenciosamente.
También así crece la enemistad en el corazón de los niños, que es pequeño y aún no puede albergar tanta, y debe guardarse un poco para los demás.
Para los de su edad, por ejemplo.
Cuando los mayores tratan de llevarte a una casa, a una fiesta que no te interesa, y creen que pueden tentarte diciendo «Anda, te divertirás, hay más niños», no saben cuánto se equivocan. ¿Es que somos perros o monos a los que nos encanta encontrarnos entre animales semejantes, para despiojarnos, mordernos las orejas, olfatearnos el trasero?
No somos animales semejantes sino personillas, todas diferentes. Lo que soy yo, además, detesto a los de mi edad: a los varones por lo bulliciosos que son, con esa manía de correr con los brazos abiertos haciendo de avión o, despatarrados en el suelo, compitiendo con cochecitos, imitando con la boca el estrépito del motor; y las mujeres son aún peores, ensartando absurdas cuentas o haciendo, con la boquita ladeada, «de señoras» que hablan de ropa y de maridos, entrenándose, sin saberlo, para las conversaciones que tendrán en el futuro, durante toda su vida.
Esa antipatía, la que me inspiraban las chicas, la arrastraría durante años. Cuando veía a mis amigas pararse y mirar los escaparates, seguía andando; cuando reían con fuerza en la calle, en grupo, convencidas de atraer la admirada atención de los hombres, me avergonzaba y me apartaba de ellas.
Debía de ser una detestable y detestada chiquilla, siempre sumergida en los libros, pedante, que miraba por encima del hombro: sólo la timidez, y la cobardía, ocultaban parcialmente estas características.
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