Johan Theorin - La hora de las sombras

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Amanece nublado en la isla sueca de Öland. El pequeño Jens Davidsson, un niño de seis años que veranea en la isla, desaparece entre la niebla sin dejar ni rastro.
Veinte años más tarde, el abuelo de Jens, Gerlof Davidsson, viejo marinero jubilado en Öland, recibe un paquete que contiene una pista del niño. El abuelo llama a su hija y madre del pequeño, Julia, que vive sumida en el dolor desde la pérdida de Jens. Julia regresa a la isla dispuesta a averiguar qué pasó con su hijo. Durante la investigación, oye hablar de Nils Kant, un siniestro y temido delincuente de Öland que supuestamente murió pero que algunos juran haber visto en el alvar al caer la noche. Poco a poco, lo que parece una idílica isla comienza a revelarse como un lugar misterioso y desapacible… y Julia se encuentra sumergida en una desaparición sin resolver que despertará los fantasmas del pasado e incomodará a muchos.
La hora de las sombras nos transporta a un lugar remoto poblado de leyendas y mitos suecos, un inquietante paraíso veraniego al que lectores de todo el mundo ya han viajado a través de estas páginas.
Primera novela publicada de Johan Theorin. Forma parte de la serie El cuarteto de Öland, compuesta por cuatro títulos ambientados en esta isla en las cuatro estaciones del año.

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Gerlof vio cómo Maja hacía esfuerzos para coger un cofre azul de madera decorado con rosas rojas de una estantería debajo del televisor. Lo había visto en otras ocasiones, era su viejo costurero. Llevó el cofre hasta la mesa de té y lo colocó ante Gerlof.

– Crucé la carretera -prosiguió ella-, y después de media hora llegué al lapiaz, a las afueras de Stenvik. Encontré lo que quedaba del mojón e intenté recordar dónde había cavado Nils exactamente… Y al final lo encontré.

Abrió la tapa del cofre. Gerlof vio tijeras, lana y filas de carretes de hilo y recordó la época en que él cosía los desgarrones de las velas. Entonces Maja levantó el doble fondo y lo puso a un lado, y Gerlof vio un estuche plano en el compartimento secreto.

Una caja de hojalata, descolorida por viejas manchas de óxido.

Gerlof confiaba en que se tratara de eso.

– Aquí está.

Maja alzó el estuche y se lo entregó. Él oyó que algo resonaba en su interior.

– ¿Puedo abrirlo?

– Puedes hacer lo que quieras con él, Gerlof.

El estuche no tenía cerradura y lo abrió con sumo cuidado.

Ahí dentro algo brillaba.

En el estuche había apenas una veintena de trozos de cristal, simples fruslerías; pero no le resultó difícil comprender que se trataba de piedras preciosas. Y una cruz. Gerlof no era un experto, pero el crucifijo parecía ser de oro macizo.

Gerlof cerró la tapa, antes de sucumbir a la tentación de coger las piedras y hacerlas rodar entre sus dedos.

– ¿Le has hablado a alguien más de este hallazgo? -preguntó en voz baja.

– Se lo conté a mi marido antes de que muriera -respondió Maja.

– ¿Crees que él se lo pudo haber contado a alguien más?

– Él no hablaba de esas cosas con la gente -aseguró Maja-. Y si lo hubiera hecho me lo habría dicho. No teníamos secretos.

Gerlof la creyó. Helge no era muy hablador. Pero por alguna razón en el norte de Öland se había extendido el rumor de que los soldados que Nils había matado llevaban un botín de guerra de los países bálticos. Gerlof también lo había oído; al igual que John y Anders Hagman.

– Así que lo has mantenido oculto todo este tiempo.

Maja asintió.

– Nunca hice nada con ellas, no eran mías. -Y añadió-: Pero una vez intenté dárselas a Vera, la madre de Nils.

– ¿Qué? ¿Cuándo lo hiciste?

Maja se sentó con cuidado en la silla que había a su lado, y Gerlof notó que las rodillas de ambos se tocaban por debajo de la mesa de té entre las patas adornadas de volutas.

– Fue unos años después, a finales de los sesenta. Helge había oído decir que Vera Kant había empezado a vender sus terrenos de la costa, que necesitaba dinero. Así que pensé que quizá debería devolverle las piedras…

– ¿Fuiste a verla? -preguntó Gerlof.

Maja asintió.

– Tomé el autobús a Stenvik y entré en el jardín de Vera. Era verano, así que la puerta estaba entreabierta cuando subí la escalera; me temblaban las piernas. Le tenía miedo a Vera, como la mayoría… -Maja guardó silencio y luego prosiguió-: Había un gramófono o una radio encendida en la casa; oí una débil música. Y voces. Tenía visita.

Gerlof contuvo la respiración.

– Tuvo una sirvienta durante años, así que quizá fuera…

– No. Eran dos hombres -interrumpió Maja-. Oí dos voces masculinas en la cocina. Uno murmuraba y otro hablaba en voz alta e imperativa, casi como un capitán…

– ¿Viste a alguno?

– No, no -respondió Maja enseguida-. Y tampoco me quedé a escuchar. Llamé a la puerta en cuanto subí la escalera. Entonces las voces callaron y Vera llegó volando al porche y cerró la puerta de la cocina. Fue una conmoción regresar a la aldea y verla después de tantos años. Se había quedado tan delgada y encorvada…, como un cuerda reseca. Pero seguía siendo tan desconfiada como siempre; me miró como si fuera una ladrona o algo por el estilo. «¿Qué quieres?», me preguntó. Ni un saludo, ni una cortesía. Me quedé muda. Tenía el estuche en el bolsillo, pero no lo saqué. Comencé a tartamudear algo sobre Nils y el lapiaz…, y seguramente fue una tontería. Lo fue, porque Vera se puso a gritarme que me fuera. Después regresó a la cocina. Y yo me volví a casa…, y unos años después ella murió.

Gerlof asintió. Vera había muerto en la misma escalera desde la que Julia se había caído.

– ¿Oíste de qué hablaban? ¿Los dos hombres?

Maja negó con la cabeza.

– Sólo entendí unas palabras antes de llamar -respondió ella-. Algo sobre echar de menos. El hombre que hablaba con la voz alta dijo que alguien echaba de menos: «Y ambos os echáis de menos», o algo por el estilo.

Gerlof recapacitó.

– Quizá fueran parientes de Vera. ¿Familiares de Småland?

– Quizá -convino Maja.

Guardaron silencio. Gerlof no tenía más preguntas; ahora debía pensar en ello.

– Bueno… -dijo, y alargó la mano para acariciar con cuidado el hombro de Maja, pero ella se inclinó un poco y los dedos acabaron tocándole el rostro.

Y ahí se quedaron, casi por voluntad propia, y se movieron con un temblor que poco a poco se tornó en caricia.

Maja cerró los ojos.

Gerlof se sobresaltó y se puso de pie.

– Bueno… -repitió de nuevo-. No puedo…, ya no puedo.

– ¿Estás seguro? -preguntó Maja, y abrió los ojos.

– El cuerpo me duele demasiado -respondió él.

– Quizá desaparezca en primavera -aventuró Maja-. A veces ocurre.

Gerlof asintió, compungido.

– Sí -contestó Gerlof-. Gracias por la conversación, Maja. No se lo contaré a nadie. Ya lo sabes.

Maja permaneció sentada a la mesa.

– No te preocupes, Gerlof.

Él se dio cuenta de que aún sostenía el estuche en su mano izquierda y lo depositó rápidamente sobre la mesa. Pero Maja lo cogió, sacó el crucifijo y le tendió de nuevo el estuche.

– Toma, llévatelo -dijo-. Ya no quiero guardarlo más. Será mejor que lo conserves tú.

– De acuerdo.

Asintió varias veces con la cabeza, como torpe despedida, y abandonó la habitación de Maja con el estuche en el bolsillo del pantalón. Era pesado y frío y tintineaba débilmente mientras caminaba por el pasillo desierto.

Gerlof cerró la puerta con llave al regresar a su habitación. No solía hacerlo, pero esta vez sí.

«El botín de guerra», pensó. Los soldados siempre buscaban un botín. ¿Quién les había dado esas piedras preciosas o a quién se las habían robado? Aparte de los soldados, ¿habría muerto alguien más por ellas?

¿Y dónde podría guardarlas? Gerlof miró alrededor. No tenía ningún costurero con doble fondo.

Finalmente se encaminó hacia la librería. En una de las estanterías se hallaba el barco embotellado que representaba la última travesía del velero Bluebird, de Hull, como él creía que había sucedido aquella noche de tormenta en la costa de Bohuslän. El Bluebird se dirigía hacia los escollos.

Gerlof cogió la botella y le quitó el corcho. A continuación abrió el estuche y vertió lenta y cuidadosamente las piedras en la botella. La agitó para recolocarlas. Bien, si no se miraba con demasiada atención las piedras parecían los escollos contra los que el velero estaba a punto de encallar.

Debería servir por el momento.

Gerlof colocó la botella en su lugar en la estantería y escondió el estuche vacío detrás de una hilera de libros en una balda inferior.

Durante el resto de la noche, antes de acostarse, miró con frecuencia la botella. Después de la décima o undécima vez empezó a comprender por qué Maja se había mostrado tan aliviada al entregarle el viejo estuche de hojalata.

Esa noche volvió a visitarle la única pesadilla que había tenido durante su época de marinero.

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