Daniel Correa Escribano
UN IMPERIO ETERNO
Un viaje a las sombras
© Daniel Correa Escribano
© Un Imperio eterno. Un viaje a las sombras
Enero 2021
ISBN: 978-84-685-5490-7
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—Bien, supongo que tendrá muchas preguntas que hacerme. Lleva tiempo buscándome y por fin me tiene aquí, en la misma habitación.
—¿Cómo puedo llamarle? Durante mi investigación he podido comprobar que le han dado un sinfín de nombres.
—Lucius, puede llamarme Lucius si lo desea, este es mi verdadero nombre.
—Tiene un extraño acento. ¿De dónde es?
—Soy romano.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí?
—¿Aquí… en Madrid, se refiere?
—Sí.
—Dentro de dos días se cumplirán diez años, ya echo de menos mi hogar, pero ser cazador es una obligación para los romanos, y un honor.
—¿Por qué ahora?, ¿por qué se ha decidido a ponerse en contacto conmigo? Sabe que llevo detrás de usted muchos años. He pagado un precio muy alto. Mi matrimonio, mi carrera, soy el hazmerreír de mis compañeros.
—Precisamente ese es el motivo por el que le he elegido, para contar mi historia, la historia de mi pueblo, del pueblo romano. Su tenacidad es admirable, no es nada fácil seguirme los pasos y usted siempre se las ha ingeniado para estar cerca, a tan solo minutos de mí. Debo felicitarle y por ello hemos decidido que es usted quien debe abrirnos al mundo.
—¿Ha dicho que es un cazador?
—Sí, todos los romanos somos cazadores. Durante diez años una generación es enviada a un rincón del mundo, a cazar.
— ¿Cazar? ¿Y qué cazan?
—Monstruos, señor Ruiz, seres antiguos, seres oscuros, que se esconden en las entrañas de la tierra, en el fondo de un espeso bosque o aquí entre nosotros. Llevamos siglos cazándolos, cientos de generaciones.
—Así que monstruos, ¿así es como ve a los cientos de personas que ha asesinado durante tantos años?
—No son personas, señor Ruiz, o al menos no del tipo de personas al que usted se refiere. Algunos les sirven con una maldad que ha conseguido corromperles hasta las entrañas, aunque la mayoría son simples disfraces que les ocultan de vuestras miradas, de su verdadero ser.
La brisa primaveral entraba por la ventana de aquella habitación tenuemente iluminada, Óscar sentía cómo el sudor resbalaba por su cuello y cómo al contacto del aire se convertía en escalofríos que le estremecían hasta lo más profundo de su ser. Se sentía en una situación extrema en aquella habitación de aquel hotelucho de la Gran Vía en compañía de quien decían era el asesino más mortífero de todos los tiempos.
Llevaba más de ocho años detrás de él siguiéndole los talones, pero jamás se imaginó en una posición semejante, estar a solas con él. Se debatía entre estar asustado o emocionado, no sabía qué sentir, no se lo imaginaba así; apenas tendría treinta años, eso significa que, si era cierto que era un asesino, había empezado a matar con veinte años. No podía creerlo, su cara transmitía tranquilidad y su voz aterciopelada hacía sentirle relajado, protegido, no era como creería que se sentiría delante de un asesino en serie.
Tenía la certeza de que aquel hombre, de una forma u otra, sería diferente a los demás, pero jamás imaginó que sería romano. ¿A qué se refería con querer contar su historia, la historia de su pueblo, de Roma?
—De modo que no son personas. Son monstruos disfrazados, o tal vez monstruos capaces de cambiar de forma.
—No se burle, señor Ruiz. Hay seres mucho más antiguos que vosotros ahí fuera, les servís de alimento. Viven ocultos al mundo igual que nosotros.
—Pero vosotros, si se refiere a los romanos, no viven ocultos al mundo, todos conocemos su existencia. Es cierto que son muy reservados y que no dejan que nadie se acerque a su isla y mucho menos pisarla.
Aquel hombre se acercó a la ventana y la cerró, empezaba a hacer frío y su compañía no paraba de dar respingones en la silla.
—El misterio no reside en nuestra existencia, señor Ruiz sino en lo que hacemos y en por qué lo hacemos. Usted es inteligente y tiene curiosidad, algo básico para su profesión. ¿Nunca ha reparado en cuánta gente desaparece al cabo de un año en todo el mundo? Se esfuman sin dejar ni rastro. Seguro que alguna vez se habrá preguntado dónde ha ido a parar tanta gente.
—De modo que nos protegen.
—No exactamente, procuramos manteneros a salvo. Investigamos todas las desapariciones y acabamos con el ser que las haya causado.
—Y ¿qué quiere de mí exactamente? Si no me equivoco, se va en dos días a su querida Roma.
—No es lo que yo quiera, señor Ruiz, es lo que me han ordenado.
—¿Y qué debe hacer?
—Debo llevarle a Roma conmigo, como mi invitado. Sí, señor Ruiz, va usted a pisar Roma, como ha acertado a decir antes muy pocos no romanos han pisado suelo imperial, es afortunado. Allí descubrirá que no todo lo que ha aprendido en los libros es necesariamente real.
Sin más, aquel hombre, aquel cazador romano, se levantó y salió de la habitación, no sin antes avisarle de que tuviera todo listo, en un par de días le recogería para emprender el viaje, el viaje de su vida, un viaje hacia lo desconocido hacia tierras que no habían sido documentadas desde hacía cientos de decenas de siglos.
Repasó en su mente lo que sabía de Roma: el viejo imperio se había reducido a tres grandes islas del Mediterráneo entre España e Italia, y la antigua capital de su antaño gran imperio, Roma, era una ciudad estado, donde recibían a las autoridades mundiales. Aunque lo intentó no consiguió recordar el nombre de las tres islas.
Cuando el imperio se deshizo a causa de los sucesivos ataques de las tribus bárbaras del norte, sus últimas legiones se refugiaron en las islas y defendieron la capital del imperio de las hordas enemigas. Después de años de asedio y una gran cantidad de sangre derramada, lo que quedaba de Roma consiguió resistir y debilitar tanto a su enemigo que no tuvo más remedio que firmar una paz que a decir verdad no fue duradera. A causa de aquello evolucionaron de una forma desmedida y desde entonces vivieron a espaldas del mundo, desconectados y autosuficientes, celosos de su historia y su forma de vida. Hasta ahora.
Pasaron dos días y no podía olvidar aquellos ojos azules, penetrantes, clavándose en sus pupilas. Eran las cuatro de la mañana y su décimo cigarrillo en una hora, no se consideraba fumador, solo, como suelen decir aquellos que se niegan admitir que lo son, se decía que era fumador social, y esta espera le estaba atacando los nervios.
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