Por supuesto, hace siglos que se abolió la esclavitud en Roma. Todo romano tiene los mismos derechos, ninguno está por encima de nadie, ni tan siquiera el emperador. Lucius le comentó que cualquier ciudadano era libre de combatir en el coliseo, que era un honor. Caminando por una calle estrecha desembocaron en una pequeña plaza con un foso de arena rodeado por una columnata. En él había dos hombres luchando a espada. Ambos lucían cortes y sangraban. Óscar se quedó petrificado, no sabía muy bien qué decir.
—Veo que aún no dominas la guardia, Aulus.
Los dos contrincantes pararon. Estaban semidesnudos, tan solo vestían una especie de falda de cuero que les llegaba por la mitad del muslo, unas botas de cuero, unas muñequeras de cobre, se le antojo a Óscar, y unos cascos que les cubrían por entero la cabeza. La seguridad, ante todo, pensó Óscar.
Los dos guerreros salieron del foso y se quitaron los cascos.
—Vaya, vaya, mira lo que ha traído el perro, hermano —dijo uno de ellos con una sonrisa.
—Tendremos que enseñarle a que no nos traiga animalitos asustados —completó el otro guerrero.
Los tres estallaron en sonoras carcajadas y se abrazaron efusivamente.
—Quiero presentaros a Óscar, es un periodista español, requerido por el emperador.
—Requerido por el emperador, ¿eh? Debes de ser muy importante. Yo soy Aulus, y este es mi hermano Gaius. —Los dos romanos saludaron de la misma forma en que le había saludado el capitán Manius, cogiéndole del antebrazo.
—¿Entrenáis para luchar en el coliseo? —preguntó Lucius.
—Así es, dentro de tres días, cinco mil gargantas gritarán nuestros nombres. Espero que vengáis a vernos. Te vendrá bien vernos luchar, Lucius, quizás aprendas algo… —De nuevo los tres estallaron en carcajadas.
—¿Tenéis prisa? —preguntó Gaius—. Podríamos tomarnos algo en la taberna. Ardo en deseos de saber todo lo acontecido en tu misión.
—En la taberna en una hora, pues —respondió Lucius.
Óscar no podía creer cómo aquellos hombres, heridos como estaban, podrían estar listos en una hora y más aún para ir a una taberna. Si fuera él, necesitaría una semana para poder volver a levantarse.
El olor a vino contaminaba el ambiente. Al contrario de lo que Óscar pensaba, la taberna no era un antro sucio, tampoco es que fuera el Ritz, pero tenía un carácter acogedor, una gran chimenea, bancos, mesas y sillas de madera tallada, todo respaldado por una gran barra custodiada por un tabernero que al contrario del estereotipo general, no era gordo ni calvo ni mucho menos sucio o mal parecido.
—¿Qué os dan aquí de comer? —preguntó Óscar, sonriendo.
Lucius sonrió.
—Dentro de unos días comprobarás los beneficios de una dieta sana, ejercicio, y el aire puro libre de humos.
El tabernero salió de la barra para saludar a Lucius. Parecían grandes amigos, en realidad parecía que había mucha camaradería entre los romanos, todos se sonreían y se respetaban. En las pocas horas que llevaba allí no vio ninguna mala cara ni ningún mal gesto, ni siquiera para él mismo. Algo que, la verdad, temió viendo la reacción de Manius al conocerle.
El posadero condujo a los dos amigos a una mesa al fondo del local. Al pronto volvió con una jarra de vino, un par de vasos, queso y pan. Óscar esperó que todo aquello no fuera el principio de otro banquete, apenas tenía hambre: el bote de mermelada que le regaló Lucius estaba realmente bueno y no tuvo reparo en terminarlo esa misma mañana con una buena cantidad de tostadas.
A los pocos minutos aparecieron Gaius y Aulus por la puerta. Óscar apenas podía creerlo. Aquellos dos hombres antes cubiertos por cortes, sangre y moratones ahora estaban impolutos, limpios y vistiendo ropa de lino, unos pantalones negros uno, azules el otro y ambos con camisetas blancas con cuellos anchos. A causa de la sangre no se fijó en los tatuajes de los hermanos. Al igual que Lucius tenían tatuados el dedo índice hasta las muñecas, y alguno más que se podían ver asomando por el cuello y las mangas.
Lucius no pudo reprimir la sonrisa al ver la cara de incredulidad de Óscar. Le dio un toque en el brazo y le dijo:
—Tenemos buenos médicos.
Óscar asintió con la boca abierta hasta sentir de nuevo un golpe en el brazo.
Los dos hermanos se sentaron uno frente al otro y sin mediar palabra alargaron el brazo para coger la jarra y servirse sendos vasos de vino, que se bebieron de un trago.
—Agggggg. No hay nada como un vaso de vino romano después de un gran combate, ¿verdad, hermano?
—Verdad —contestó Gaius, limpiándose con el brazo restos de vino de su barba.
—Bueno, pongámonos serios. ¿Cómo están las cosas más allá de la frontera, Lucius? —preguntó Aulus.
—El momento se acerca, cada vez se exponen más, y eso solo quiere decir una cosa. Ya están listos. Además, la agencia estadounidense está detrás de nosotros.
—Lo de los americanos no es problema, no son rivales para nosotros, pero sí me preocupa que pienses que los arsar ya están listos. Los americanos junto a los demás nos temen, sin duda nos creen su enemigo. Qué sorpresa se van a llevar.
—Por eso está Óscar aquí.
Entonces Aulus miró con los ojos entreabiertos a Óscar, este no sabía dónde meterse, cada vez se sentía más pequeño rodeado por aquellos guerreros.
—¿Y qué vas a hacer tú? —preguntó Gaius.
Óscar titubeó; no sabía qué contestar, realmente no sabía qué querían de él, qué esperaban de él. Tan solo sabía que debía escribir un libro. Viendo el apuro que estaba pasando, Lucius se adelantó.
—Eso es algo que ninguno sabemos, es algo que debe comunicarle el emperador.
Pasaron varias horas en mutua compañía, circulando jarras de vino por doquier y contando historias de antiguas batallas y combates en el coliseo de los que Óscar tomó buena nota, para que en el caso de que tuviera que escribir aquel misterioso libro sobre estas gentes tuviera algo que contar.
—Se hace tarde y aún os queda un camino para llegar a tu villa, Lucius. Será mejor que salgáis ya.
—Es cierto, el tiempo pasa volando en buena compañía. Vamos, Óscar, debemos irnos: el bosque es peligroso por la noche.
Sin más, se despidieron hasta dentro de tres días. Óscar estaba ansioso por que pasaran rápido. No veía el momento de entrar en el coliseo y ver luchar a esos dos guerreros hermanos. En un momento le vinieron a la mente todas las películas de romanos que había visto: Ben Hur , Quo vadis , Gladiator … No podía creerse que fuera a ver un combate real entre gladiadores.
Óscar y Lucius salieron de la taberna en dirección a las cuadras de la ciudad, donde tenían dos monturas preparadas para continuar el viaje.
Óscar nunca había montado a caballo, ni siquiera estaba seguro de haber estado delante de uno alguna vez en su vida. Aquel animal le parecía gigante, no imaginaba cómo iba a poder subirse a él, le avergonzaba tener que pedir ayuda. Además, la silla de montar no se parecía en nada a ninguna de las que había visto en las películas, tan solo era una piel de oveja con unos estribos colgando. Como pudo, metió el pie en uno de los estribos, se agarró a las crines y tomo impulsó hacia arriba. No quería mirar hacia ningún lado, estaba seguro que más de uno se rio de él, aunque él no lo vio, porque subió con los ojos cerrados, a pesar de todo ya estaba encima del caballo que, con varios aspavientos, dejó claro que no le gustaban las técnicas tan bruscas de aquel jinete.
—¿Has montado alguna vez a caballo? —preguntó Lucius.
—Nunca, ni siquiera se conducir —completó Óscar, con una sonrisa nerviosa.
—No te preocupes, Taranto es un caballo muy dócil. Tú solo agárrate a las riendas, él hará el resto.
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