1 ...7 8 9 11 12 13 ...18 El relincho de Taranto sobresaltó a los demás caballos, que parecían reírse tras un comentario de este. Como pudo, Óscar volvió a subir al resignado caballo y partió detrás de Lucius y su flamante caballo negro camino a los campos de cría.
Tardaron algo más de una hora en llegar a los prados. El reflejo de la luz sobre aquel verde apenas dejaba ver a Óscar, tuvo que ponerse la mano sobre la frente para poder ver aquella alfombra verde que se extendía delante de él. Había dos edificaciones: una torre y una gran nave de piedra y madera. Cientos de caballos con sus crías pastaban en la llanura.
Al llegar a la torre, dos chicos de unos veinte años salieron a recibirles. La sonrisa no podía ser mayor. Lucius, de un salto, se apeó del caballo y corrió hacia ellos con los brazos abiertos, en un instante los tres se fundieron en un intenso abrazo. En ese momento Óscar se acordó de su hermano y de su padre, y de lo que le hubiera gustado tener una relación con ellos como la que tenía Lucius con los suyos. Cuando llegara a casa estaba dispuesto a hacer todo lo que fuera necesario para que así fuera. Lucius le cogió del brazo sacándole de nuevo de sus pensamientos.
—Ven, quiero presentarte a mis hermanos. —El tono de la voz de Lucius era vibrante, estaba claro que estaba emocionado por volver a ver a sus hermanos.
—Este es mi hermano mediano, Plubius. —El hermano cogió el antebrazo de Óscar y le dio la bienvenida—. Y este chico de aquí es mi hermano menor, Sextus. —Apenas tendría veinte años, pero su mirada era intensa.
—Veo que venís con ropa de trabajo —comentó Plubius con cierta ironía.
—Alguien tendrá que arreglar todos vuestros estropicios. —Ambos hermanos estallaron en carcajadas y se fueron juntos hacia las naves de piedra.
Óscar se quedó a solas con Sextus. Hubo un silencio tenso, era como si aquel muchacho de ojos azules estuviera estudiándole.
—Sígueme —ordenó.
Se dirigieron hacia la mitad del prado. Tuvieron que saltar la valla de madera del cercado de los caballos. Allí recogieron una serie de herramientas tiradas en el suelo, una gran maza, un par de azadas y unas estacas.
—Hace unos días hubo una gran tormenta —comenzó explicando Sextus—. Parte de la valla del lado sur se derrumbó. Nuestra labor es rehacerla.
Óscar seguía a aquel muchacho asintiendo con la cabeza y sin decir nada. Iba a ser un día duro.
—Primero debemos apartar la madera vieja. —Ambos cogieron la madera estropeada y la amontonaron a un lado. Luego serviría como leña.
Óscar se sentía incómodo al estar tan callado, a pesar de ser varios años mayor que él le imponía bastante.
—Tu padre nos comentó anoche que dos yeguas han parido. —Óscar andaba con pies de plomo, no quería decir ninguna estupidez.
—Sí —contestó Sextus—. Estamos en la época de cría. Ahora hay mucho trabajo.
—¿Os quedáis aquí todo ese tiempo?
—Sí, bueno, solemos turnarnos, pero depende de las yeguas y de cuándo deciden parir. —Sonrió.
La sonrisa contagio a Óscar. Así pasaron la mañana, cavaban un agujero, ponían dos estacas a modo de guía y luego turnándose con la maza clavaban un pilote de madera en la tierra; para terminar, unían los pilotes con tres travesaños.
Al cabo de unas horas Óscar apenas podía doblar los dedos, le dolía cada falange. Sextus no podía dejar de sonreír al verle sufrir cada vez que cerraba la mano. Habían hecho buenas migas aquella mañana. Nada como el trabajo duro para comenzar una nueva amistad.
Sextus quiso tranquilizar a Óscar:
—No te preocupes, los dedos permanecerán en su sitio, solo se están endureciendo.
Óscar asintió con una sonrisa un poco forzada, temiendo que en cualquier momento los dedos se le cayeran. Mientras, volvían a la torre a saciar el hambre voraz que sentían después de un trabajo duro.
Al pasar adentro, un olor a carne estofada abrió aún más si cabe el apetito a Óscar. Allí, sentados a la mesa y acompañados de un buen vino, les esperaban Lucius y Plubius. Los cuatro comieron como si no hubiera un mañana, solo descansando para dar un sorbo de vino o de agua fresca, no había más donde elegir. Al terminar se sentaron junto al hogar encendido y los tres hermanos contaron historias de su niñez y adolescencia. Óscar envidiaba sus vidas tan libres, tan salvajes. La mayor parte de su infancia la había pasado en un piso de sesenta metros cuadrados en Carabanchel. No es que hubiera tenido una mala infancia, pero nada comparable con lo que ellos contaban.
Sin darse cuenta, Óscar cayó en un profundo sueño. Se imaginaba de niño en aquellos parajes, escapándose con los tres hermanos al bosque a vivir mil y una aventuras, haciendo trastadas a Decimus, el molinero…
Al despertar se encontró solo, con apenas unas ascuas en la chimenea; salió fuera en busca de sus compañeros de trabajo. El sol aún estaba alto y el cielo estaba bastante despejado, de un azul intenso. En ese momento oyó varias voces dentro de las cuadras y se encaminó hacia allí.
Cuando entró vio a los tres hermanos alrededor de una preciosa yegua de color gris. Estaba tumbada hacia un lado gimiendo y resoplando. En ese momento Lucius alzó la vista y descubrió a un medio dormido Óscar.
—Ven y échanos una mano —le dijo. Óscar se arremangó y se puso a su lado sin saber muy bien qué hacer—. Se ha puesto de parto, tenemos que hacer que se relaje. Tú colócate aquí y acaríciale la cabeza.
Óscar se sentó junto a la inmensa cabeza y empezó a acariciarla con movimientos circulares. Pudo sentir cómo se relajaba, cómo su respiración pasaba a ser más pausada. En ese instante la yegua colocó su cabeza sobre las piernas de Óscar y comenzó a parir.
Al momento, un delgado pero sano potrillo salió de su interior. Lo colocaron junto a la madre para que lo pudiera limpiar. A los pocos minutos el potro intentó ponerse en pie, pero no pudo; Sextus comentó que aún tenía los cascos muy blandos, que tardarían unas horas en endurecerse para que pudiera caminar. Todos salieron de los establos y dejaron descansar a madre mientras el potrillo mamaba por primera vez.
—Esta noche la pasaremos aquí —anunció Lucius—. Os ayudaremos con el nuevo potro.
Ambos hermanos asintieron. Una ligera tristeza ensombreció el rostro de Óscar porque pasaría todo un día sin poder ver a Vivia. Era extraño, pero se sentía unido a ella.
La tarde la pasaron turnándose por parejas para vigilar al recién llegado. Durante el turno de Óscar y Sextus, este le explicaba todo lo que debía saber sobre cómo debía comportarse un potro recién nacido sin ningún tipo de problemas.
Apenas transcurrieron cinco horas desde su nacimiento y el potro ya estaba de pie, caminando, todo parecía indicar que todo iba bien, aun así deberían continuar con la vigilancia toda la noche. El primer turno lo hicieron Óscar y Sextus. Amontonaron un buen montón de paja junto a un rincón y lo cubrieron con unas mantas para poder estar más cómodos. Estuvieron hablando durante horas, sobre la infancia de Óscar y la vida fuera de Roma. Pronto llegaría el momento en el que Sextus debería asumir su papel como cazador. Estaba ansioso.
El director Keterman salía del despacho oval después de una intensa reunión con el presidente Johnson. Tenía nuevos avances en su investigación y necesitaba de la aprobación del presidente para poder continuar.
Al llegar a su oficina en Des Moines ordenó a su ayudante que buscara inmediatamente a los agentes Parkers y Wallis. Una vez reunido quiso ponerse al día de la situación de la investigación de los dos agentes.
—¿Alguna novedad? —preguntó Keterman.
—Hemos escaneado la imagen del desconocido y la hemos pasado por el sistema de búsqueda facial —se adelantó Parker.
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