Sube la escalera en silencio, pasa junto a una cucaracha gorda y reluciente que camina por la pared en dirección opuesta. Alcanza la estrecha galería del segundo piso y llama a la segunda de las cuatro puertas.
– Yes, sir -grita una voz desde el interior, y Nils abre la puerta.
Por tercera vez se encuentra con el sueco que afirma estar ahí para ayudar a Nils a regresar a casa.
Éste está sentado entre un revoltijo de sábanas y almohadas con manchas marrones, en la única cama de la tórrida habitación; el torso desnudo le brilla a causa del sudor. Sostiene un vaso en la mano. Un pequeño ventilador zumba sobre la cómoda que hay junto a la cama.
Nils empieza a creer que el hombre proviene de Öland. Nunca le ha confirmado su origen, pero él le ha escuchado con atención y cree haber percibido un leve acento ölandés en su pronunciación. Se ha dado cuenta que el hombre conoce bien la isla. ¿Coincidieron alguna vez allí?
– Pasa, pasa. -El sueco sonríe, se recuesta contra la pared y señala una botella de ron caribeño que tiene sobre la cómoda con un movimiento de la cabeza-. ¿Una copa, Nils?
– No.
Cierra la puerta tras sí. Ha dejado de beber. No del todo, pero casi.
– Limón es una ciudad maravillosa, Nils -dice el hombre desde la cama, y no percibe sarcasmo alguno en su voz-. Hoy he dado un paseo y he encontrado, por pura casualidad, un auténtico burdel oculto en unas habitaciones de la trastienda de un bar. Mujeres maravillosas. Pero no me he dejado llevar, por decirlo de alguna manera… Me he tomado una copa y me he largado.
Nils asiente levemente y se apoya contra la puerta cerrada.
– He encontrado a alguien. Un buen candidato. -Sigue costándole hablar sueco tras dieciocho años en el extranjero. Busca las palabras-. Además, es de Småland.
– Vaya, estupendo -dice el sueco-. ¿Dónde? ¿En Ciudad de Panamá?
Nils asiente.
– Me lo he traído aquí. Los controles de la frontera son cada vez más estrictos, tuve que pagar un soborno, pero al final conseguimos pasar. Ahora está en San José, en un hotel barato. Ha perdido su pasaporte, pero hemos solicitado uno nuevo en la embajada sueca.
– Bien, bien. ¿Cómo se llama?
Nils niega con la cabeza.
– Nada de nombres. Tú aún no me has dicho el tuyo.
– Lo puedes ver en recepción -suelta el hombre desde la cama-. Me he registrado en el libro. Es obligatorio.
– Lo he leído -dice Nils.
– ¿Y?
– Fritiof Andersson -responde.
El hombre asiente satisfecho.
– Llámame Fritiof, será suficiente.
Nils niega con la cabeza.
– Quiero saber tu verdadero nombre.
– Mi nombre no es importante -asegura el hombre, y le clava la mirada-. Fritiof puede valer. ¿No te parece?
– Quizá -Nils asiente con la cabeza lentamente-. Por el momento.
– Bien. -Fritiof se seca el pecho y la frente con una sábana-. Tenemos que hablar de algo más. Yo…
– ¿Es verdad que te envía mi madre? -pregunta Nils.
– Ya te lo he dicho.
Al hombre de la cama parece no gustarle mucho que le interrumpan.
– Mi madre tendría que haber mandado una carta -dice Nils.
– Ya llegará -replica Fritiof-. Te he dado dinero, ¿no? Es de tu madre. -Le da un trago a la bebida-. Ahora tenemos que hablar de otras cosas. Regresaré a casa dentro de un par de días. Durante un tiempo no recibirás noticias mías. Pero volveré cuando todo esté listo, y será la última vez. ¿Cuánto tiempo crees que tardarás?
– Bueno…, un par de semanas, quizá. Tiene que conseguir el pasaporte y venir aquí -explica Nils.
– Bien -dice Fritiof-. Vigílalo y sigue las instrucciones al pie de la letra. Entonces podrás regresar a casa.
Nils asiente.
– Vale -responde Fritiof, y se seca de nuevo el rostro.
Se oye una risa procedente de la calle; una moto pasa traqueteando. Nils no desea otra cosa que abrir la puerta y abandonar la maloliente habitación.
– Ah, oye, ¿qué se siente? -pregunta el hombre, y se recuesta.
– ¿Qué se siente? -repite Nils.
– Tengo cierta curiosidad. -El tipo que se hace llamar Fritiof Andersson esboza una sonrisa entre las sábanas sucias-. Me pregunto, Nils, por pura curiosidad… ¿qué se siente al matar a un hombre?
Gerlof y John atravesaron el puente de Öland, pasaron Kalmar y siguieron hacia el norte por la costa de Småland. Ninguno de los dos habló mucho durante el viaje.
Gerlof no pudo menos que pensar que cada vez le resultaba más difícil abandonar la residencia de Marnäs; esa mañana Boel le había sometido a un interrogatorio para averiguar adónde se dirigía y cuánto tiempo iba a estar fuera. Al final había insinuado que quizás el anciano gozaba de demasiada buena salud como para vivir en una residencia.
– Hay muchas personas mayores con graves problemas de movilidad en el norte de Öland que desearían disponer de una habitación aquí, Gerlof -le había sermoneado Boel-. Hay que dar prioridad a quien más lo necesite.
– Pues adelante -contestó Gerlof, y se marchó, apoyado en su bastón.
¿Acaso él no tenía derecho a asistencia? ¿Él, que apenas era capaz de moverse diez metros sin ayuda? Boel debería alegrarse de que pudiera salir a tomar el aire de vez en cuando con amigos como John. ¿O no?
– Así que Anders se ha fugado -comentó Gerlof al fin, cuando estaban a unos pocos kilómetros de Ramneby.
– Sí -repuso John.
Nunca sobrepasaba el límite de velocidad cuando conducía por carretera, y una larga fila de coches se había formado detrás de ellos.
– Imagino que le dijiste a Anders que la policía lo andaba buscando -señaló Gerlof.
Sentado al volante, John guardó silencio, pero al fin asintió con la cabeza…
– No sé si fue una buena idea -señaló Gerlof-. La policía siempre se enfada con los que evitan hablar con ella.
– Él sólo quiere que lo dejen en paz -repuso John.
– No estoy seguro de que sea una buena idea -repitió Gerlof.
John guardó silencio de nuevo.
– ¿Hablaste con Robert Blomberg cuando fuiste a Borgholm la semana pasada? -preguntó al rato-. El vendedor de coches.
– Lo vi -repuso Gerlof-. Estaba sentado en su tienda. No hablamos…, no supe qué decirle.
– ¿Crees que podría ser Kant? -preguntó John.
– Si quieres mi opinión… He estado pensándolo y creo que no. Me parece improbable que alguien como Nils Kant regresara de Sudamérica con un nombre falso y consiguiera mezclarse con la población de Borgholm e iniciar una nueva vida.
– Quizá tengas razón.
Unos minutos más tarde pasaron junto al letrero amarillo que anunciaba la entrada de Ramneby. Eran las once menos cuarto de la mañana. Un camión cargado de madera recién cortada les adelantó con gran estruendo.
Gerlof nunca había ido a Ramneby, ni en coche ni en barco; sólo había pasado de largo. El pueblo no era mucho mayor que Marnäs; lo cruzaron rápidamente y giraron en la entrada de la serrería.
Antes de llegar a una verja de acero cerrada, John se detuvo en el aparcamiento.
Gerlof cogió la cartera y juntos se encaminaron hacia la ancha verja. Llamaron al timbre. Tras un rato un pequeño altavoz crepitó junto al timbre.
– ¿Hola? -saludó Gerlof, sin saber si dirigirse al timbre o al altavoz, o quizás al cielo-. Hola… Venimos a visitar el museo de la madera. ¿Puede abrir?
El altavoz guardó silencio.
– ¿Me habrán oído? -le murmuró a John.
– No sé.
Gerlof oyó un graznido a su espalda y, al volver la cabeza, vio un par de cuervos en un abedul sin hojas que crecía junto al aparcamiento. Siguieron graznando, y a Gerlof le pareció que no sonaban como los cuervos de Öland. ¿También los pájaros tenían acentos diferentes?
Читать дальше