Johan Theorin - La hora de las sombras

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Amanece nublado en la isla sueca de Öland. El pequeño Jens Davidsson, un niño de seis años que veranea en la isla, desaparece entre la niebla sin dejar ni rastro.
Veinte años más tarde, el abuelo de Jens, Gerlof Davidsson, viejo marinero jubilado en Öland, recibe un paquete que contiene una pista del niño. El abuelo llama a su hija y madre del pequeño, Julia, que vive sumida en el dolor desde la pérdida de Jens. Julia regresa a la isla dispuesta a averiguar qué pasó con su hijo. Durante la investigación, oye hablar de Nils Kant, un siniestro y temido delincuente de Öland que supuestamente murió pero que algunos juran haber visto en el alvar al caer la noche. Poco a poco, lo que parece una idílica isla comienza a revelarse como un lugar misterioso y desapacible… y Julia se encuentra sumergida en una desaparición sin resolver que despertará los fantasmas del pasado e incomodará a muchos.
La hora de las sombras nos transporta a un lugar remoto poblado de leyendas y mitos suecos, un inquietante paraíso veraniego al que lectores de todo el mundo ya han viajado a través de estas páginas.
Primera novela publicada de Johan Theorin. Forma parte de la serie El cuarteto de Öland, compuesta por cuatro títulos ambientados en esta isla en las cuatro estaciones del año.

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– Pero ¿por qué cavaba?

– Hay más de una hipótesis. Yo tengo la mía, y la he comentado con mis colegas de Borgholm -añadió Lennart, y preguntó-: ¿Conoces a Anders? Cuando vivías en Stenvik ¿lo tratabas?

– No. Es más joven que yo…, cuatro o cinco años -calculó Julia, que apenas recordaba a Anders Hagman en su juventud.

Conservaba la vaga imagen de un chico fuerte, callado y tímido. No se mezclaba con nadie, trabajaba para su padre en el camping, y que Julia recordara, nunca iba a los bailes de Midsommar ni a las fiestas del pueblo; jamás participaba en ninguna actividad de Stenvik.

– Fue condenado por agresión -declaró Lennart-. ¿Lo sabías?

– ¿Agresión?

– Hubo una pelea de borrachos en el camping, hace doce años. Anders se sintió amenazado y golpeó a un joven de Estocolmo hasta que lo tumbó. Yo mismo le detuve aquella tarde. Fue condenado a un par de años de libertad condicional y al pago de una multa.

Se hizo el silencio durante unos segundos.

– ¿Ahora es sospechoso de algo? -preguntó Julia-. ¿Lo andáis buscando?

– No, no se trata de eso -respondió Lennart-. Sólo queremos verle, hablar con él… aclarar qué hacía en casa de Vera Kant. Como mínimo, es culpable de allanamiento de morada.

«Yo también», pensó Julia.

– ¿Le preguntaréis si sabe algo de Jens? ¿Dónde estaba cuando Jens desapareció?

– Tal vez -repuso Lennart-. ¿Crees que deberíamos preguntárselo?

– No lo sé -dijo Julia.

Ni siquiera recordaba si Anders Hagman había conocido a su hijo. Aunque era muy probable. Ese verano habían ido a bañarse al muelle delante del camping. Jens se había pasado los días correteando por la playa en bañador y gorro. ¿Lo había observado Anders desde lejos?

– Al parecer está en Borgholm. Lo encontraremos -aseguró Lennart-. Si nos enteramos de algo que merezca la pena te llamaré.

Gerlof también la había llamado después del accidente, pero Julia no había dejado que la conversación se prolongara. Se sentía avergonzada. Cuanto más recordaba que había entrado en la casa de Vera Kant pensando que su hijo Jens estaba escondido allí, más se avergonzaba.

El lunes por la mañana Gerlof viajó a Stenvik en el coche de John Hagman y llamó a la puerta. Julia se las apañó como pudo para ir a abrir con las muletas; estaba sola en casa, Astrid había ido de compras a Mamas.

John, que conducía, no bajó del coche. Julia vio al dueño del camping sentado al volante, encogido y pensativo.

– Quería ver cómo te encontrabas -declaró Gerlof, apoyado en su bastón, y sin aliento tras caminar sin ayuda los veinte metros que separaban el coche de la casa.

– Me encuentro bastante bien -respondió Julia, apoyada en las muletas-. ¿Adónde vais?

– A Småland -informó Gerlof lacónico.

– ¿Cuándo volveréis?

Gerlof soltó una carcajada.

– Boel ha preguntado lo mismo antes de que me fuera de la residencia. Si me quedara el día entero en la habitación la haría feliz -prosiguió-. Regresaré por la tarde, o por la noche. Quizá también visitemos a Martin Malm, a ver si hoy tiene la cabeza más clara que la otra vez.

– ¿Vais por algo relacionado con Nils Kant? -preguntó Julia.

– Puede ser -dijo Gerlof-. Ya veremos.

Julia asintió con la cabeza: si su padre no quería darle más detalles no insistiría.

– Me he enterado de lo de Anders Hagman. Y que fuiste tú quien informó a la policía.

– Di su nombre. A John no le ha hecho ninguna gracia -repuso Gerlof-. Pero tarde o temprano la policía se habría enterado.

– Quieren hablar con él -le informó Julia-. No estoy segura…, pero es posible que la policía de Borgholm reabra el caso. Me refiero a la desaparición de Jens, claro.

– ¿Ah, sí? Pues creo que se equivocan con Anders. John piensa lo mismo, claro.

– Entonces, ¿no vais a colaborar?

– La policía no escucha a los jubilados, sobre todo cuando creen que tenemos ideas demasiado descabelladas -apuntó Gerlof-. No somos de fiar.

– Pero nunca os rendís. Eso es digno de admiración.

– Bueno -dijo Gerlof, y abrió la puerta de la calle-. Hacemos lo que podemos.

– Entonces investiga -le instó Julia-. Eso no hace daño a nadie.

No podía saber que sus últimas palabras acabarían siendo un comentario irónico; cuando volviera a ver a su padre, Gerlof estaría a punto de morir.

– Hasta la vista -dijo él.

Ciudad de Panam á , abril de 1963

Ciudad de Panamá, situada en el país del canal de Panamá.

Altos edificios junto a miserables chabolas. Coches, autobuses, motocicletas y jeeps. Mestizos, policía militar, banqueros, mendigos, zumbido de moscas y bandadas de sudorosos soldados americanos en las avenidas. Olor a gasolina quemada, fruta podrida y pescado a la brasa.

Nils Kant deambula a diario por las angostas calles, con las plantas de los pies ardiéndole dentro de los zapatos.

Busca un marinero sueco.

En Costa Rica no los hay; o al menos Nils nunca ha visto a ninguno. Para encontrar suecos tiene que ir allí, a Ciudad de Panamá.

Se tarda seis horas en llegar en autobús. Durante los últimos dos años, Nils se ha desplazado cinco veces a la zona.

En el gran canal entre los dos océanos se forman largas filas de barcos que desean evitar la prolongada travesía por el cabo de Hornos. Los marineros desembarcan para pasear por el inmenso puerto. Algunos se quedan: son los zánganos.

Busca al hombre adecuado entre esos marineros dejados de la mano de Dios, grupos que se reúnen en el puerto cuando arriban los barcos escandinavos o en la iglesia escandinava los días que reparten la sopa boba, y cerca de bares y tiendas el resto del tiempo. Beben todo lo que contenga alcohol, desde el barato ron colombiano hasta el alcohol puro destilado del betún.

En la segunda noche de su quinta visita, mientras camina por la agrietada cerca de cemento, divisa una sombría figura agarrada a una botella y acurrucada en un oscuro portal a media manzana de la iglesia escandinava. Apenas distingue los lentos movimientos de las rodillas flexionadas. Un gimoteo, ataques de tos y hedor a vómito.

Al pasar a su lado, Nils se detiene.

– ¿Cómo estás?

Habla sueco. No acostumbra perder el tiempo con los que no entienden lo que dice.

– ¿Qué? -responde el zángano.

– He dicho: ¿Cómo estás?

– ¿Eres sueco?

Su mirada es más triste que apagada y luce una barba descuidada, pero las arrugas alrededor de su boca y ojos no son demasiado profundas. Seguramente hace poco que bebe, aunque aparenta treinta y pico años, más o menos la edad de Nils.

Éste asiente con la cabeza.

– Soy de Öland.

– ¿Öland? -El zángano alza la voz y tose-. Öland, joder… Yo soy de Småland…, sí, joder. Nací en Nybro.

– El mundo es un pañuelo -dice Nils.

– Pero ahora… He perdido el barco.

– ¿Sí? Qué lástima.

– El año pasado. Lo perdí… El barco tenía que pasar las esclusas dos días después. Arriba, abajo. Me enchironaron aquí…, hubo una pelea en un bar; bebía de la jarra de cerveza. -El hombre alza la vista y su mirada se ilumina-. ¿Tienes dinero?

– Quizá.

– Entonces compra una botella, de whisky… Sé dónde hacerlo. -El hombre intenta levantarse pero no lo consigue-. Compra algo -murmura con un hilo de voz.

– Bueno -dice Nils, y endereza la espalda sin mirar al hombre a los ojos-. Quizá podríamos ser amigos.

Cinco semanas después, en Jamaica Town, el nombre con que se conoce el barrio inglés de Puerto Limón.

En el letrero se lee «HOTEL TICAN», aunque a duras penas puede considerársele un hotel; la recepción consiste en una tabla de madera agrietada que se apoya en un par de patas y sostiene un libro de registro enmohecido. La escalera exterior conduce a los pequeños cuartos de huéspedes del segundo piso. Nils oye voces en inglés procedentes de una de las casas al otro lado de la calle.

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