John asintió, pero seguía observando con aire tenso a Lennart, que esperaba en la puerta.
– Vamos, Gerlof.
Sonó como una orden. Gerlof ya no se sentía como un policía, sino más bien como un perro faldero; se levantó obedientemente y siguió al policía. En realidad deseaba visitar a su hija en casa de Astrid, pero tendría que dejarlo para otra ocasión.
A Gerlof le temblaban los músculos más de lo habitual al dirigirse hacia su habitación; también las articulaciones le dolían más de lo normal. De nuevo se encontraba en la residencia de Marnäs después de que Lennart lo hubiera traído de vuelta.
Oyó el teléfono al otro lado de la puerta y pensó que no le daría tiempo a responder, pero la señal sonaba y sonaba.
– ¿Davidsson?
– Soy yo.
Era John.
– ¿Cómo estás?
Gerlof se sentó pesadamente en la cama.
John guardaba silencio.
– ¿Has hablado con Anders? -preguntó Gerlof.
– Sí. He llamado a Borgholm. He hablado con él.
– Bien. Quizá no deberías decirle que la policía quiere…
– Demasiado tarde -interrumpió John-. Le he contado que la policía había estado aquí.
– ¡Vaya! -exclamó Gerlof-. ¿Qué te ha dicho?
– Nada. Sólo me ha escuchado.
Se hizo un silencio al otro lado del auricular.
– John…, creo que ambos sabemos qué hacía Anders en casa de Vera Kant. Qué era lo que buscaba en el sótano -añadió Gerlof-. El tesoro de los soldados. Ese botín de guerra que la gente siempre creyó que los dos jóvenes llevaban encima cuando desembarcaron en Öland.
– Sí -convino John.
– El tesoro que Nils Kant se llevó -prosiguió Gerlof-, si es que lo hizo realmente.
– Anders lleva muchos años hablando de eso.
– No lo encontrará -apuntó Gerlof-. Lo sé.
John guardó silencio de nuevo.
– Tenemos que ir a Ramneby -continuó Gerlof-. Al aserradero y al museo de la madera. Podríamos ir mañana.
– Mañana no puedo -se disculpó John-. Tengo que ir a Borgholm a buscar a Anders.
– La semana que viene entonces. Cuando el museo esté abierto -decidió Gerlof-. Y después podemos pasar por Borgholm y ver cómo se encuentra Martin Malm.
– Sí, claro -repuso John.
– Encontraremos a Nils Kant, John -le prometió.
Eran casi las nueve de la noche. El pasillo de la residencia de Marnäs estaba desierto y en silencio.
Gerlof se encontraba apoyado en su bastón al otro lado de la puerta cerrada de Maja Nyman. No le llegaba ningún ruido desde el interior de la habitación. Sobre la mirilla de la puerta había una hoja de papel con el siguiente mensaje escrito a mano: «¡POR FAVOR, LLAME A LA PUERTA! JUAN 10,7».
«En verdad, en verdad os digo: Yo soy la puerta de las ovejas», recitó Gerlof de memoria para sí mismo.
Dudó un rato, luego alzó la mano derecha y llamó a la puerta.
Pasó un rato, después Maja abrió. Unas horas antes se habían visto en la cena, y aún llevaba puesto el mismo vestido amarillo con la blusa blanca.
– Buenas noches -saludó él con una sonrisa cortés-. Sólo quería saber si estabas en casa.
– Gerlof.
Maja sonrió y asintió con la cabeza, pero a él le pareció ver una arruga de preocupación en su frente arrugada y oculta bajo el flequillo cano. Su visita resultaba inesperada.
– ¿Puedo pasar?
Ella asintió con cierta vacilación y retrocedió un paso.
– No he limpiado.
– No importa -respondió Gerlof.
Apoyándose en su bastón, entró despacio en la habitación, que estaba igual de limpia que en sus anteriores visitas. Una alfombra persa granate cubría casi todo el suelo, y las paredes estaban repletas de retratos y cuadros…
Gerlof había visitado a Maja en varias ocasiones. A los pocos meses de su llegada a la residencia de Marnäs habían entablado una relación que finalizó un año después, cuando el dolor causado por el síndrome de Sjögren se volvió insoportable. Luego continuaron con una apacible amistad que aún mantenían. Ambos eran de Stenvik, ambos estaban solos tras un largo matrimonio. Habían tenido mucho de qué hablar.
– ¿Te encuentras bien, Maja? -preguntó.
– Sí. Estoy bien de salud.
Maja apartó una silla de la mesita de té al lado de la ventana y Gerlof se sentó, agradecido. Ella también tomó asiento y ambos guardaron silencio.
Al final él se vio obligado a decir algo.
– Maja, me pregunto si podrías contarme un poco más sobre algo de lo que ya hemos hablado otras veces…
Metió la mano en su bolsillo y sacó el pequeño sobre blanco que Julia le había dado la semana anterior.
– Mi hija encontró esta carta en el cementerio, junto a la lápida de Nils Kant -explicó Gerlof-. Sé que fuiste tú quien la escribió y la puso allí, pero no es de eso de lo que quería hablarte. Me pregunto…
– No tengo por qué avergonzarme de nada -replicó Maja enseguida.
– Claro que no -convino Gerlof-. Yo no he…
– A Nils nunca le dejo el ramo mejor -adujo Maja- Ése es siempre para mi marido… Siempre me ocupo primero de la tumba de Helge antes de ir a la de Nils.
– Eso está bien -dijo Gerlof-. Hay que cuidar todas las tumbas -continuó-. No era eso lo que quería preguntarte, era otra cosa. Recuerdo que una vez me dijiste que te encontraste con Nils en el lapiaz, el mismo día que él… se ocupó de los soldados alemanes.
Maja asintió con aire grave.
– Pude verlo en su rostro. Él no dijo nada, pero vi que algo había pasado. Intenté hablar con él, pero Nils se escapó por el lapiaz.
– Entiendo -dijo Gerlof, que hizo una pausa y continuó con delicadeza-: Y me contaste que ese día él te dio algo…
Maja lo miró fijamente. Asintió con la cabeza.
– Me pregunto si podrías enseñarme lo que te dio -prosiguió Gerlof-. Y decirme si se lo has contado a alguien más. ¿Lo has hecho?
Maja parecía inquieta y no le quitaba los ojos de encima.
– Nadie más lo sabe -dijo simplemente-. Y él no me dio nada, yo lo cogí.
– ¿Disculpa?
– Nils no me dio nada -repitió Maja-. Yo lo cogí. Y me he arrepentido muchísimas veces…
– Un paquete -dijo Gerlof-. Dijiste que era un paquete.
– Seguí a Nils -explicó Maja-. Era joven y curiosa. Demasiado curiosa…, así que me escondí detrás de un enebro y vi cómo se alejaba. Se dirigió hacia el mojón a las afueras de Stenvik.
– ¿El montón de piedras? -preguntó Gerlof-. ¿Y qué hizo?
Maja guardaba silencio. Ahora tenía la mirada ausente.
– Cavó en la tierra -respondió finalmente.
– ¿Enterró algo? -quiso saber Gerlof-. ¿El paquete?
Maja lo miró y dijo:
– Nils está muerto, Gerlof.
– Eso parece -replicó él.
– Así es -prosiguió Maja-. No todos lo creen, pero yo lo sé. Si no, me habría buscado.
Gerlof asintió con la cabeza.
– ¿Desenterraste el paquete cuando Nils se marchó?
Maja negó con la cabeza.
– Me fui corriendo a casa. Fue mucho después…, cuando regresó a casa.
Gerlof tardó unos segundos en comprenderla.
– Te refieres… a cuando regresó en el ataúd.
Maja asintió.
– Fui al lapiaz y lo desenterré -declaró ella.
Se puso en pie lentamente, se alisó la falda con las palmas de las manos y se dirigió hacia el televisor situado en un rincón de la habitación. Gerlof permaneció sentado pero volvió la cabeza para verla.
– Fue un día de otoño a mediados de los años sesenta, un par de años después del entierro de Nils -continuó Maja por encima del hombro-. Helge estaba en el campo y los niños habían ido a la escuela de Marnäs. Así que cogí una bolsa de plástico y una pala del jardín, cerré la casa con llave y me fui sola al lapiaz.
Читать дальше