– En efecto -dijo Lennart.
Tomó la salida en dirección a Stenvik.
– Pero sigo creyendo que Nils Kant ha estado en la casa -añadió Julia en voz baja-. No creo que esté muerto.
Al tiempo que decía esas palabras Julia vio, o eso le pareció, una sombra de duda en los ojos de Lennart.
Puerto Lim ó n, marzo de 1960
El sol se ha puesto y la noche se cierne sobre la ribera este de Costa Rica. Alguien tose quedamente en las sombras de la pequeña playa de arena que hay bajo la veranda del Casa Grande, y luego se pone a silbar una alegre y despreocupada melodía que sube y baja al compás de las olas cuando éstas rompen contra la orilla. Del interior del bar llegan risas y un tintineo de vasos.
Rayos silenciosos tiñen de blanco el horizonte. Les sigue un ruido sordo. La tormenta nocturna aún está lejos, en el mar Caribe, pero se acerca lentamente a la costa.
Nils Kant se encuentra en el porche, sentado a su mesa habitual y solo, como siempre, bajo los pequeños faroles rojos. Durante un rato clava la mirada en su vaso medio vacío; luego bebe un trago.
¿Es el sexto o el séptimo vaso de la noche?
No lo recuerda, no importa. Esa noche no tenía intención de beber más de cinco vasos de vino tibio, pero no importa. Dentro de poco pedirá otro más. No hay razón para dejar de beber, ninguna.
Deja el vaso vacío sobre la mesa y se rasca el brazo izquierdo. Está rojo e hinchado. En los últimos años el sol le ha provocado dolorosas irritaciones en la piel de brazos y piernas. Se está despellejando vivo; la piel se le rompe y pierde miles de escamas blancas, y cada mañana, al despertarse, las sábanas aparecen salpicadas de puntitos de sangre. Y la almohada está siempre llena de pelos; tiene una calva en la coronilla.
Es el sol, el calor, la humedad. Nils está haciéndose pedazos. No hay remedio.
Nada que hacer, sólo seguir bebiendo. Ya hace algunos años que bebe vino barato, pues el dinero que le envía su madre ha ido decreciendo desde mediados de la década de los cincuenta.
La única explicación que su madre le ha dado es que ha vendido la cantera familiar, que ahora está cerrada. No le ha contado cuánto dinero le queda. Y hace muchos años que el tío August no le escribe desde Småland.
Nils no se ha peleado con nadie ni ha herido gravemente a nadie tras abandonar Öland. Pero Henriksson, el policía provincial, aún sigue apareciendo algunas noches junto a su cama, ensangrentado y sin decir palabra. Su único consuelo es que cada vez sucede con menos frecuencia.
Nils sujeta el vaso vacío entre las manos, se inclina hacia delante para levantarse, entrar en el bar y pedir otro vino; en ese preciso instante reconoce la melodía que alguien silba en la oscuridad.
Se queda sentado a la mesa y escucha con atención.
Sí, ha oído esa melodía, hace muchos años. La ponían mucho en la radio durante la guerra, y estaba entre la colección de discos de su madre.
«Hola, alegres hermanos…»
Una canción alegre y jovial. No recuerda el título, pero sí la letra.
«Hola, si quieres, dímelo, y nos vamos al sur, a casa…»
No la había oído desde que abandonó Stenvik: es una canción sueca. Nils se pone en pie. Con cautela, mira por encima de la barandilla, a tres o cuatro metros del suelo.
Sombras.
O le engaña la vista o en la playa, justo al lado de los postes de la veranda, hay alguien sentado.
– ¿Hola? -grita en sueco bajando la voz.
Los silbidos se detienen al instante.
– Hola -responde una voz tranquila desde la oscuridad.
Sí, cuando sus ojos se acostumbran a la oscuridad, Nils ve una figura sentada allí abajo. Es un hombre con sombrero. Ha dejado de silbar y no se mueve.
En cuanto Nils se dirige hacia la escalera al otro lado de la veranda comienza a caer una lluvia fría y fina. Apoya la mano en la barandilla y baja los peldaños con pasos inestables.
Desciende hacia la oscuridad, paso a paso, hasta sentir bajo sus sandalias de cuero la suave arena aún caliente.
Hace años que Nils pasa las noches en esa veranda, pero nunca hasta hoy ha bajado a la playa de noche. Podría haber ratas, grandes como gatos y hambrientas.
Se acerca con cuidado a los gruesos postes de la veranda.
La figura que le ha respondido sigue sentada a lo lejos, recostada tranquilamente en una tumbona de esas que se pueden alquilar por unos cuantos colones en la tienda, a un centenar de metros.
Nils ve a un hombre con la camisa arremangada y con una especie de sombrero para el sol que le oculta el rostro. Tararea la misma vieja melodía de antes.
«Dímelo, y nos vamos al sur…»
Nils da un paso hacia delante y luego se detiene. Se queda inmóvil, bamboleándose a causa del vino pero también por los nervios.
– Buenas noche -saluda el hombre.
Nils carraspea.
– ¿Eres… sueco?
Las palabras en sueco le resultan extrañas en su boca.
– ¿No lo oyes? -responde el hombre de la tumbona, al mismo tiempo que un rayo ilumina el horizonte.
A la luz del rayo Nils vislumbra rápidamente el rostro blanco del sueco. Unos segundos más tarde se oye un débil tronar en el mar.
– Me ha parecido más prudente que tú bajaras aquí a la oscuridad, en lugar de subir yo -dice el sueco.
– ¿Qué?
– He ido a buscarte a tu habitación, pero la encargada me ha dicho que sueles pasar las noches en este bar, bebiendo. ¿No hay nada más que hacer en Costa Rica?
– ¿Qué quieres? -pregunta Nils.
– Lo que importa es saber qué quieres tú, Nils.
Nils no contesta. Por un instante tiene la sensación de haber visto antes a ese hombre, cuando era joven.
Pero ¿dónde? ¿En Stenvik?
No se acuerda.
El sueco se apoya en el reposabrazos de la tumbona y se levanta. Echa una mirada al mar y luego a Nils.
– ¿Quieres volver a casa, Nils? -pregunta-. ¿Volver a Suecia? ¿A Öland?
Nils asiente lentamente con la cabeza.
– Entonces yo puedo arreglarlo -asegura el sueco-. Te daremos una nueva vida, Nils.
– No te culpo de nada, Gerlof -declaró Lennart lentamente-, pero al parecer has inducido a tu hija a creer que Nils Kant aún está vivo. Que vive en la vieja casa de Vera. Y que secuestró a su hijo en el lapiaz.
Era por la tarde y Gerlof estaba sentado a su mesa en la residencia de Marnäs. Tenía la vista fija en el suelo, como un colegial sorprendido en una falta.
– Puede que haya dicho algo -concedió al fin-. Pero eso de que Nils se ocultara en casa de Vera Kant, no: nunca he dicho tal cosa; quizá que estuviera vivo…
Lennart suspiró. Estaba delante de Gerlof en medio de la habitación e iba de uniforme. Había ido a la residencia para informarle de que Julia estaba recuperándose de sus heridas en casa de Astrid, en Stenvik, después de que el día anterior la hubieran escayolado y vendado en el hospital de Borgholm.
– ¿Cómo se encuentra? -preguntó Gerlof en voz baja.
– Tiene un esguince en el pie derecho, la muñeca y la clavícula rotas, hemorragia nasal, conmoción cerebral y cardenales por todo el cuerpo -informó Lennart, que suspiró de nuevo y añadió-: Podría haber sido mucho peor; se podría haber roto la crisma. También podría haber ido mejor… Podría no haber entrado en casa de Vera Kant, por ejemplo.
– ¿La acusarán? ¿De allanamiento de morada?
– No -respondió Lennart-. Yo no lo haré. Tampoco creo que lo hagan los dueños de la finca.
– ¿Has hablado con ellos?
Lennart asintió.
– Conseguí localizar al sobrino de Vera en Växjö. Le he llamado antes de venir. Un primo de Nils algo más joven… No ha estado en Stenvik desde hace muchos años y asegura que tampoco ha ido nadie de la familia. La casa pertenece a varios primos de Småland, pero al parecer no se ponen de acuerdo sobre si repararla o venderla.
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