Johan Theorin - La hora de las sombras

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Amanece nublado en la isla sueca de Öland. El pequeño Jens Davidsson, un niño de seis años que veranea en la isla, desaparece entre la niebla sin dejar ni rastro.
Veinte años más tarde, el abuelo de Jens, Gerlof Davidsson, viejo marinero jubilado en Öland, recibe un paquete que contiene una pista del niño. El abuelo llama a su hija y madre del pequeño, Julia, que vive sumida en el dolor desde la pérdida de Jens. Julia regresa a la isla dispuesta a averiguar qué pasó con su hijo. Durante la investigación, oye hablar de Nils Kant, un siniestro y temido delincuente de Öland que supuestamente murió pero que algunos juran haber visto en el alvar al caer la noche. Poco a poco, lo que parece una idílica isla comienza a revelarse como un lugar misterioso y desapacible… y Julia se encuentra sumergida en una desaparición sin resolver que despertará los fantasmas del pasado e incomodará a muchos.
La hora de las sombras nos transporta a un lugar remoto poblado de leyendas y mitos suecos, un inquietante paraíso veraniego al que lectores de todo el mundo ya han viajado a través de estas páginas.
Primera novela publicada de Johan Theorin. Forma parte de la serie El cuarteto de Öland, compuesta por cuatro títulos ambientados en esta isla en las cuatro estaciones del año.

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Los días, las semanas y los meses pasan sin más.

Tras un año en Limón le escribió una carta por primera vez a su madre; en ella le contaba bastantes cosas que le habían ocurrido, y le daba su dirección en la ciudad.

En la carta de respuesta Vera había metido algo de dinero, y Nils le escribió de nuevo, rogándole a su madre que le ayudara a ponerse en contacto con su tío August. Nils quería regresar a casa. Llevaba fuera de Öland más de una década, y creía que ya había tenido suficiente castigo.

Si hay alguien que pueda ayudarle a regresar, es el tío August. Por muy buena voluntad que tenga su madre, nunca podría organizar el viaje de regreso sin ayuda.

Ha tardado lo suyo, pero ahora Nils está sentado a una mesa con un sobre ante él y una copa de vino; en el sobre, su dirección en Limón aparece escrita en tinta negra junto a un sello sueco por valor de cuarenta céntimos. La carta le llegó de Suecia hace tres semanas con un cheque de doscientos dólares, y la ha leído una y otra vez.

Es de su tío August en Ramneby, Småland. Ha sabido a través de su hermana Vera que Nils está en Latinoamérica y desea regresar a casa.

«Nunca podrás regresar a casa, Nils.»

Eso escribe su tío August. La carta sólo ocupa una cara y consiste casi únicamente en serias advertencias, pero lo que Nils lee una y otra vez es esta breve frase.

«Nunca podrás regresar a casa.»

Nils intenta olvidar esas palabras, pero no puede.

Lee la frase una y otra vez, y le parece que tiene a Henriksson, el policía provincial muerto, detrás de él leyendo por encima de su hombro.

«Nunca, Nils.»

Se sirve otra copa de vino. Los mosquitos, tan grandes como una corona sueca, zumban sobre la playa, y una reluciente cucaracha se desliza por la balaustrada de madera.

Se oyen risotadas procedentes del interior del bar, por las calles embarradas de la ciudad circulan ruidosas motocicletas. En Limón el silencio siempre brilla por su ausencia.

Nils bebe y cierra los ojos. El mundo da vueltas; se siente enfermo.

– Quiero regresar a casa -murmura en la oscuridad.

«Nunca.»

Nils tiene sólo treinta años; aún es joven.

No le hará caso a su tío August. En cambio, seguirá escribiendo a su madre. Le pedirá, le rogará. Ella se ocupará de él.

«Ahora puedes regresar, Nils.»

Ésas son las palabras que espera recibir en una carta suya.

Y tiene que llegar, pronto.

20

Gerlof avanzaba por el cementerio en su silla de ruedas y sumido en sus pensamientos. Creía que Ernst había muerto antes de llegar a un acuerdo, pero ¿un acuerdo con quién?

Por lo que Gerlof sabía, a Ernst nunca le había interesado especialmente el dinero; estaba más que satisfecho de su trabajo en la cantera y de vender de vez en cuando una escultura a algún turista para pagarse la comida y el alquiler. Con eso le bastaba. Pero entonces, ¿por qué no había querido compartir con él sus teorías sobre la desaparición de Jens?

Había elegido la Piedra Kant. Estaba claro. ¿Qué significaba?

Gerlof podía pasarse horas rumiando esas cuestiones. Sin embargo, siempre llegaba a la misma conclusión: Nils Kant seguía con vida. Si había organizado su propia muerte y había conseguido regresar a Suecia bajo otro nombre, como John creía, entonces las personas que intentaran averiguar la verdad supondrían un peligro para él.

– ¿Estás preparado, Gerlof? -preguntó Astrid Linder a su espalda al llegar a la casa parroquial.

Él asintió con la cabeza.

– Entonces entremos -dijo ella, y tomó impulso para empujar la silla por la rampa de discapacitados.

No había tanta gente como en el entierro, pero Gerlof y Astrid tuvieron que abrirse paso entre los presentes. Algunas personas se inclinaron para preguntarle a Gerlof cómo se encontraba, pero después de mantener tres conversaciones condescendientes se obligó a ponerse de pie. Quería que todos vieran que a pesar del dolor podía andar, que no era un inválido.

Astrid apartó la silla de ruedas, Gerlof se apoyó en su bastón y siguió saludando a los conocidos. Gracias a Dios su amigo Gösta Engstrom no estaba interesado en su salud, y afortunadamente Margit no se hallaba a su lado cuando Gerlof se le acercó con piernas tambaleantes. Mantuvieron una conversación en voz baja sobre los acontecimientos del otoño, y al final Gerlof le contó su opinión sobre la muerte de Ernst.

– ¿Así que no fue un accidente? -preguntó el otro.

Gerlof negó con la cabeza.

– Quieres decir que fue un asesinato.

– Alguien lo empujó a la cantera y luego tiró la escultura encima -aseguró Gerlof-. Eso es lo que creemos John y yo.

Temía que Gösta se riera en su cara, pero su amigo le miró con el semblante serio.

– ¿Quién podría hacer algo así?

Gerlof volvió a negar con la cabeza.

– Ésa es la cuestión.

Después se acercó a saludar Margit Engstrom; Gerlof le dio la mano y se alejó con pasos vacilantes.

Se tropezó con Bengt Nyberg del Ölands-Posten, que como de costumbre iba en busca de noticias.

– He oído que últimamente el personal del hogar Marnäs es escaso. ¿Es cierto? ¿Han surgido problemas con el servicio?

Gerlof no tenía nada que decirle. Parecía como si todos los presentes en la casa parroquial desearan algo de él. Antes de que consiguiera llegar hasta la mesa del café se encontró con Gunnar Ljunberg y su esposa, de Långvik. Gunnar fue directo al grano, como de costumbre.

– Necesito seis más, Gerlof -declaró el dueño del hotel-. ¿No te lo ha dicho tu hija? El otro día estuvo en nuestro hotel en Långvik, y le pedí que te lo comentara: seis más.

Hablaba, por supuesto, de los barcos dentro de botellas.

– ¿No tienes ya las estanterías repletas? -preguntó Gerlof.

– Vamos a ampliar el local -repuso Ljunger-. Serán para las ventanas del nuevo restaurante.

Sacó un cuaderno y un bolígrafo con el texto «¡COMPRA Y DISFRUTA EN LÅNGVIK!», y escribió una cifra en un trozo de papel que le alargó a Gerlof.

– Ése es el precio -dijo-. Por cada barco.

Gerlof miró el papel. No le gustaba lo que la familia Ljunger estaba haciendo en Långvik, era auténtica explotación urbanística, pero esa suma de cuatro cifras le bastaría y sobraría para mantener la casa y el cobertizo de Stenvik durante un año.

– Tengo dos barcos terminados -murmuró-. El resto tendrá que esperar…, quizás hasta primavera.

– Bien, de acuerdo. -Ljunger estiró la espalda-. Los compraré gradualmente. Pásate un día a comer por Långvik.

Gerlof le estrechó la mano; Linda, su mujer, le sonrió, y la pareja prosiguió su camino. Por fin Gerlof pudo acercarse a la mesa para beber un café y comer un trozo de pastel de zanahoria.

Astrid y Cari ya estaban sentados, y cuando él se acomodó, no sin esfuerzo, y le sirvieron el café, otro hombre se sentó ante él. Era Lennart Henriksson.

– Así que todo ha acabado -le dijo el policía a Gerlof.

Gerlof asintió.

– Pero la pena permanece.

– Sí. Y tu hija… ¿Ha venido? -preguntó Lennart.

– No. Se ha ido a Gotemburgo.

– ¿Se fue ayer?

Gerlof negó con la cabeza.

– Debe de haberse ido esta mañana.

Lennart lo miró.

– ¿No ha pasado a despedirse?

– No. Pero eso no me sorprende.

Podía haber añadido que Julia y él no habían conseguido sentirse más próximos el uno con el otro durante su visita a Öland, pero Lennart ya debía de figurárselo.

El policía permaneció sentado en silencio mirando su taza de café. Tenía una arruga de preocupación en la frente y tamborileaba suavemente la mesa con los dedos de la mano derecha.

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