Johan Theorin - La hora de las sombras

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Amanece nublado en la isla sueca de Öland. El pequeño Jens Davidsson, un niño de seis años que veranea en la isla, desaparece entre la niebla sin dejar ni rastro.
Veinte años más tarde, el abuelo de Jens, Gerlof Davidsson, viejo marinero jubilado en Öland, recibe un paquete que contiene una pista del niño. El abuelo llama a su hija y madre del pequeño, Julia, que vive sumida en el dolor desde la pérdida de Jens. Julia regresa a la isla dispuesta a averiguar qué pasó con su hijo. Durante la investigación, oye hablar de Nils Kant, un siniestro y temido delincuente de Öland que supuestamente murió pero que algunos juran haber visto en el alvar al caer la noche. Poco a poco, lo que parece una idílica isla comienza a revelarse como un lugar misterioso y desapacible… y Julia se encuentra sumergida en una desaparición sin resolver que despertará los fantasmas del pasado e incomodará a muchos.
La hora de las sombras nos transporta a un lugar remoto poblado de leyendas y mitos suecos, un inquietante paraíso veraniego al que lectores de todo el mundo ya han viajado a través de estas páginas.
Primera novela publicada de Johan Theorin. Forma parte de la serie El cuarteto de Öland, compuesta por cuatro títulos ambientados en esta isla en las cuatro estaciones del año.

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Ernst no quiso decir más, pero seguro que sabía cosas que no contó. Había visto u oído algo que le dio nuevas ideas. Había ido al museo de madera de Ramneby en busca de alguna casa sin decírselo a Gerlof. Y unas semanas más tarde tuvo una cita en la cantera con alguien, tal vez para llegar a un acuerdo del que Gerlof no debería saber nada.

– ¿Quieres acercarte para decirle adiós, Gerlof?

La pregunta de Astrid le sacó del mar de dudas en que se encontraba. Negó suavemente con la cabeza.

– Ya me despedí -afirmó.

Se lanzaron las últimas rosas sobre el féretro de Ernst y el entierro concluyó. Los asistentes se encaminaron hacia la casa parroquial junto a la iglesia para asistir a un pequeño ágape funerario.

– Nos sentará bien un poco de café -observó Astrid.

Retrocedió con la silla de ruedas y la empujó hacia la casa parroquial.

Pese a que Sjögren le atenazaba la nuca, Gerlof se estiró y miró al otro lado del cementerio; junto al muro oeste había una vieja lápida.

La tumba de Nils Kant.

¿Quién yacía allí, en realidad?

Puerto Lim ó n, octubre de 1955

La ciudad junto al mar es oscura, ruidosa y apesta a barro y orín de perro.

Nils Kant le da la espalda. Está en el porche del bar del puerto Casa Grande, sentado a la mesa de los clientes habituales con una botella de vino frente a él, y dirige la mirada al mar, al litoral caribeño de Costa Rica. Aunque el olor a lodo y algas podridas no es mucho mejor que el hedor que flota sobre las callejuelas de la ciudad, al menos el mar es una vía de escape.

Normalmente pasa el día en algún muelle con la vista clavada en el refulgente mar.

El camino a casa. El mar es el camino a Suecia. Si tuviera suficiente dinero Nils podría viajar a casa.

Brinda por ello.

Levanta su vaso de vino tibio y le da un largo trago para olvidar las dificultades de su regreso a casa. Pues lo cierto es que no tiene suficiente dinero. Casi se le ha acabado. Un par de días a la semana carga plátanos y barriles de petróleo en el puerto, pero eso apenas le alcanza para el alquiler y la comida. Necesitaría trabajar más, pero no se encuentra del todo bien.

– Estoy enfermo -murmura por la noche.

Suele tener dolor de estómago y de cabeza, y le tiemblan las manos.

¿Cuántas veces ha brindado por Suecia en el porche de Casa Grande? ¿Por Öland? ¿Por Stenvik? ¿Y por Vera, su madre?

Los brindis y las botellas que ha vaciado son incontables. Esa noche sería como muchas otras en el bar, si no fuera porque Nils celebra su trigésimo cumpleaños. Sabe que en realidad no hay nada que celebrar, y eso hace que se sienta mucho peor.

-Quiero regresar a casa [1] -murmura en la oscuridad.

Poco a poco ha aprendido a hablar español y algo de inglés, pero aún siente el sueco vivo en su interior.

Lleva más de diez años huyendo, desde que subió a bordo del carguero Celeste Horizon en el puerto de Gotemburgo, el verano que acabó la guerra.

En el barco le acomodaron en una cabina que era tan estrecha como un féretro, un ataúd de acero.

Ha viajado en muchos buques viejos por los mares de Sudamérica desde entonces, pero el Celeste fue el peor de todos. No había ni un solo lugar seco a bordo; la humedad del mar se introducía por cualquier sitio, y lo que no estaba mojado ni mohoso, estaba roto u oxidado. El agua corría o goteaba por todas partes. Durante un mes la luz nunca alcanzó el ojo de buey de su camarote, puesto que éste se hallaba a babor y la constante vía de agua hacía que la nave escorase hacia ese lado.

Los motores retumbaban todo el día. Nils yacía más muerto que vivo en una litera a oscuras y mareado como una sopa, y a menudo Henriksson, el policía provincial, se sentaba a su lado mientras una sangre oscura le manaba del pecho; entonces Nils cerraba los ojos y deseaba que el barco chocara contra una mina. En el mar había muchas, a pesar de que la guerra había acabado (el cerdo del capitán Petri se había encargado de recordárselo a Nils varias veces). También le había dejado claro que si el Celeste Horizon llegara a explotar, Nils sería el último en subir al bote salvavidas.

Mientras descargaban la mercancía en Inglaterra tuvo que permanecer en su camarote día y noche durante dos semanas, y casi se vuelve loco a causa del aislamiento; finalmente zarparon con rumbo oeste y se adentraron en el Atlántico.

Cerca de Brasil vio un albatros: una inmensa ave que planeaba libre y despreocupada con las alas extendidas sobre la cresta de las olas en el cálido aire que envolvía a la nave. Nils lo tomó como una buena señal y decidió quedarse un tiempo en el país. Abandonó el Celeste Horizon y al loco de Petri sabiendo que no los echaría de menos.

Pero en el puerto de Santos vio por primera vez un z á ngano y se quedó espantado. Eran seres deplorables que se acercaban tambaleándose al muelle, con la mirada perdida y la ropa hecha jirones, antes de que el Celeste Horizon atracase.

– Los zánganos -dijo despectivamente un marinero sueco en la borda junto a Nils, y le aconsejó-: Si se acercan mucho, tírales trozos de carbón.

Los zánganos eran hombres de los que nadie se acordaba, alcoholizados, que no encajaban ni en tierra ni en el mar. Marineros europeos que se habían bebido unas cuantas copas de más en la taberna y cuyos barcos habían zarpado abandonándolos en tierra.

Nils no era un zángano, se podía permitir dormir cada noche en un hotel, y apenas se quedó un par de meses en Santos. Bebía vino en bares donde los zánganos no ponían los pies, deambulaba por las blancas playas a las afueras de la ciudad; aprendió algo de español y portugués, pero no hablaba con nadie a no ser que fuera necesario. Adelgazó bastante pero aún era alto y ancho de hombros y nunca intentaron robarle, y añoraba Öland constantemente. Cada mes enviaba una postal a su madre sin remite para que supiera que estaba vivo.

Continuó hasta Río a bordo de un barco español; allí había más gente, pobres, ricos, cucarachas más gordas y más zánganos en el puerto y las playas. Y todo se repetía: deambular sin destino, beber vino, la añoranza y, finalmente, un nuevo barco para huir un poco más lejos. Consiguió que el dinero le durase más tiempo limpiando y fregando los barcos en que viajaba.

Nils visitó una larga serie de puertos: Buenaventura, La Plata, Valparaíso, Chañaral, Panamá, Saint Martin en el Caribe, donde encontró muchos franceses y holandeses, La Habana, en Cuba, que estaba atestada de americanos. Y ninguna ciudad era mejor que las que había dejado atrás.

Tan pronto como desembarcaba en un nuevo lugar le enviaba una postal a su madre. Sin mensaje ni remitente, Vera comprendería que Nils estaba vivo y que pensaba en ella. No se metía en líos, no tiraba el dinero con las mujeres y casi nunca se peleaba.

Deseaba ir a Estados Unidos, y consiguió plaza en un barco francés que cruzaba el golfo hasta la tórrida Luisiana. Las luces de los bares de Nueva Orleans eran cálidas y doradas, pero no le dejaron entrar en el país sin pasaporte: así eran las cosas. No le quedaba dinero para pagar sobornos y tuvo que embarcarse de nuevo y volver al sur.

No soportaba tener que regresar a Sudamérica; además, allí también era cada vez más difícil cruzar las fronteras. Así que desembarcó en Costa Rica, en el puerto de Limón. Y se quedó.

Lleva viviendo en Limón más de seis años, entre el mar y la selva. En el bosque húmedo fuera de la ciudad hay bananos y azaleas grandes como manzanos, pero él nunca va. Echa de menos el lapiaz. La selva tropical huele a compost enmohecido y es sofocante. Al llover, las rectas calles de Limón se convierten en avenidas de lodo y las alcantarillas se desbordan.

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