La música del órgano dejó de sonar. El pastor Åke Högström, oficiante en Marnäs desde hacía unos diez años, se situó frente al féretro de madera blanco adornado con rosas. Sostenía entre las manos una gran Biblia de piel marrón y miraba seriamente a la congregación a través de sus gafas redondas.
– Nos hemos reunido hoy aquí para despedir a nuestro amigo y cantero Ernst Adolfsson. -El pastor hizo una pausa, se ajustó las gafas y luego prosiguió con el funeral formulando una pregunta importante-: Porque ¿quién de los hombres sabe las cosas del hombre sino el espíritu del hombre que está en él?
«Primera Epístola a los Corintios, segundo capítulo», anotó Gerlof en su fuero interno.
– Nosotros, los hombres, sabemos muy poco los unos de los otros -predicó el pastor-; sólo Dios lo sabe todo. Ve todas nuestras faltas y deficiencias y, sin embargo, desea darnos paz eterna…
Gerlof cerró los ojos y escuchó con tranquilidad; apenas dejó que lo asaltaran los sentimientos alguna vez que otra. Cuando entonaron el salmo 113 sobre la rosa florida afinó lo mejor que pudo. A continuación el pastor dirigió la oración, se leyeron más citas de la Biblia y salmos, y luego se cantó el bonito himno Donde las flores nunca mueren.
Aunque consideraba que se había despedido de Ernst en su casa de la cantera, Gerlof sintió un nudo en la garganta cuando en los últimos acordes de la música de órgano seis hombres se levantaron con gravedad y se acercaron para cargar el féretro. Entre ellos estaban sus amigos Gösta Engström de Borgholm y Bernard Kollberg, que había regentado durante décadas la tienda de Solby, un pueblo al sur de Stenvik, y solía llevarle las provisiones a Ernst en coche. El resto eran parientes del finado que residían en Småland.
Le habría gustado levantarse y cargar el féretro sobre sus hombros, pero no pudo hacer otra cosa que permanecer sentado hasta que todos comenzaron a ponerse en pie. Entonces apareció Marie con la silla de ruedas.
– Creo que ahora puedo caminar -anunció, pero no podía, claro.
Marie le ayudó a volver a la silla y, cuando estuvo lista, Astrid se acercó y la tocó en el hombro.
– Ya lo llevo yo -dijo decidida mientras cogía las cosas.
Marie le lanzó una mirada dubitativa; Astrid era menuda y delgada como un gorrión, pero Gerlof sonrió animoso.
– Todo irá bien, Marie -la tranquilizó.
Ésta asintió y Astrid condujo la silla de ruedas por el pasillo acompañada de su hermano Cari.
– Ahí está John -señaló ella.
Gerlof giró la cabeza y vio que John Hagman abandonaba la iglesia acompañado de su hijo Anders.
Al salir del recinto y sentir el viento helado, Gerlof se abrochó el abrigo, y entonces se dio cuenta de que llevaba un objeto plano en el bolsillo. Recordó que había traído el monedero de Ernst.
Al sacarlo notó la piel desgastada entre los dedos y le preguntó a Astrid:
– ¿Has visto hoy a mi hija?
– No -respondió ella-. ¿No regresaba hoy a Gotemburgo? Tampoco he visto el coche.
– Vaya -se lamentó Gerlof.
Así que Julia al final se había marchado por la mañana. Pensó que podía haber venido al entierro, o haberle llamado para despedirse de él. Pero su hija era así. Al menos había conseguido que se quedara en Öland más tiempo del que tenía previsto, y aunque no habían hecho grandes progresos, Gerlof creía que a Julia le había sentado bien la visita. La llamaría dentro de poco a Gotemburgo.
– ¿Es el monedero de Ernst? -preguntó Astrid señalándolo.
Gerlof asintió con la cabeza.
– Quiero dárselo a sus parientes.
También les entregaría todo lo que contenía, menos el recibo del museo de la madera de Ramneby, que Gerlof había ocultado en su escritorio.
– Eres muy honrado, Gerlof -comentó Astrid.
– A César lo que es del César -sentenció él-. No me gusta dejar cabos sueltos.
Se encontraban en medio de las tumbas y avanzaban lentamente entre lápidas conocidas. Gran parte de las más bonitas las había tallado Ernst antes de jubilarse, entre otras, la amplia losa de Ella. Era sencilla y hermosa, y había espacio de sobra para el nombre y las fechas de Gerlof debajo de los de su esposa.
La fosa recién cavada para Ernst se hallaba en una hilera de tumbas pertenecientes a los vecinos de Stenvik. El cortejo fúnebre se había situado en torno a la sepultura formando un semicírculo, y Astrid empujó con decisión la silla de ruedas entre los dolientes. Gerlof miró el profundo agujero abierto a sus pies. La fosa era negra y fría, y si alguien caía dentro sería totalmente incapaz de salir. No le apetecía nada acabar ahí abajo, por mucho que Sjögren y el frío se confabulasen para tirar de sus articulaciones.
Los hombres que cargaban el féretro hicieron una pausa junto a la tumba, y a continuación introdujeron cuidadosamente el ataúd en la tierra. Gerlof vio más rostros conocidos. Bengt Nyberg, el redactor del Ölands-Posten , se encontraba al otro lado de la tumba, por fin sin una cámara entre las manos. Gerlof intentó recordar desde cuándo vivía y trabajaba como redactor en Marnäs. Quince, veinte años quizá. Procedía del continente, como muchos otros.
Junto a él estaba Örjan Granfors, el granjero, a quien le habían requisado las vacas de su propiedad, al nordeste de Marnäs, durante los años ochenta. Gerlof recordó que también le habían condenado por no cuidarlas bien.
Al lado de Granfors, muy juntos, vio a Linda y Gunnar Ljunger, los dueños del hotel de Långvik. Hablaban en voz baja, seguramente sobre las nuevas casas que se estaban construyendo en el pueblo de veraneo. Junto a ellos se encontraba Lennart Henriksson, el policía. Vestía traje negro en lugar de uniforme.
Gerlof miró de nuevo la tumba. ¿Qué habría querido Ernst que hiciera él? ¿Cuál era el siguiente paso?
En las últimas visitas que le había hecho su amigo durante el otoño, había insistido en hablarle sobre Nils Kant y el pequeño Jens, volviendo una y otra vez sobre ambos misterios como si estuviera convencido de que guardaban una relación que no era evidente para nadie más.
Con el tiempo Gerlof había acabado por aceptar la desaparición de Jens, de la misma manera que se había reconciliado con la muerte de Ella.
Pero a principios de septiembre, Ernst había ido a visitarlo a la residencia de Marnäs para hablar con él. Llevaba un libro delgado de tapa blanda.
– ¿Has visto esto, Gerlof? -le preguntó.
El negó con la cabeza y se inclinó hacia delante.
Era el libro conmemorativo de la naviera Malm. Gerlof sabía por el Ölands-Posten que se había editado hacía unos meses, pero no lo había leído.
– Conoces a Martin Malm, ¿verdad? -dijo Ernst-. Ésta es una vieja fotografía de él a finales de los años cincuenta en el aserradero de la familia Kant, en Småland.
– No conozco mucho a Martin -respondió Gerlof cogiendo el libro no sin cierta sorpresa-. Coincidí con él en algunos puertos cuando éramos capitanes.
– Y después de dejar el mar, ¿volviste a verlo?
– Rara vez. En tres o cuatro ocasiones tal vez. Alguna que otra cena de antiguos capitanes.
– ¿Cenas?
– En Borgholm.
– ¿Sabes de dónde sacó Martin el dinero para su primer transatlántico? -preguntó Ernst.
– Pues… no. No lo sé -reconoció Gerlof-. ¿De su familia?
– De la suya no -respondió Ernst-. Procedía de la familia Kant.
– ¿Lo dice el libro? -se extrañó Gerlof.
– No, pero lo he oído contar -repuso Ernst-. Y mira esta foto: August Kant rodea con el brazo a Martin. ¿Tú le dejarías?
– No -dijo Gerlof.
Pero era cierto; el estricto director August Kant tenía la mano apoyada amigablemente en el hombro del también severo capitán de barco Martin Malm. Era muy extraño.
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