Soñó que estaba junto a la borda de un barco que se deslizaba lentamente por el mar Báltico, en algún lugar entre la punta norte de Öland y la isla de Oaxen. Anochecía y no había viento; Gerlof miraba fijamente por encima de la brillante superficie del mar hacia el horizonte sin ver tierra firme…, y después bajaba la vista al agua y veía una vieja mina de la Segunda Guerra Mundial.
Flotaba justo por debajo de la superficie: una gran bola de acero negro recubierta de algas y mejillones, con puntiagudos pinchos negros.
No la podía esquivar. Lo único que podía hacer era mirar en silencio cómo, inexorablemente, el casco de la nave y la mina se aproximaban de manera irremisible.
Se despertó en la oscuridad de la residencia de Marnäs con un sobresalto y un grito, justo antes de que la mina explotara.
El domingo por la mañana, Julia estaba sentada junto a la ventana en el salón de Astrid; las muletas reposaban contra el respaldo de la silla mientras ella observaba cómo Lena, su hermana mayor, y el marido de ésta, Richard, recuperaban el coche aparcado fuera.
Se había quedado con el coche dos semanas más de lo previsto, pero el plazo había concluido. Quizá fuera lo mejor: no podía conducir con los huesos rotos.
Lena y Richard habían llegado el sábado a Öland con la intención de hacer una visita relámpago; saludaron a Gerlof, tomaron café en Marnäs y fueron a la casa de verano para pasar la noche. Por la mañana se presentaron en casa de Astrid Linder y se hizo evidente que también habían planeado llevarse a Julia a Goemburgo.
Sin embargo, no se habían preocupado de consultar a Julia sobre su plan. Ésta ni siquiera sabía que Lena y Richard se disponían a visitarlas hasta que vio el Volvo verde oscuro detenerse ante la casa de Astrid. Y entonces ya era demasiado tarde para escapar.
– ¡Hola a todos! -exclamó Lena, efusiva, cuando Astrid la dejó pasar. Al abrazar a Julia ésta sintió una punzada en el cuello debido a la fisura de la clavícula-. ¿Cómo estás? -Miró las muletas.
– Mucho mejor.
– Papá nos llamó y nos contó lo ocurrido -explicó su hermana-. Qué mala suerte…, pero podía haber sido peor. Debes pensar así, podía haber sido mucho peor. -Y eso fue todo lo que se le ocurrió decirle para consolarla. Añadió-: Qué buena ha sido Astrid dejando que te instalaras aquí. ¿Verdad?
– Astrid es un ángel -repuso Julia.
Y así lo creía. Era un ángel que vivía felizmente en la desierta población de Stenvik, pero que a veces también se sentía sola, como le había confesado. Era viuda y su única hija trabajaba como médico en Arabia Saudí, y sólo regresaba a casa por Navidad y para Midsommar, la festividad del solsticio de verano.
Richard no abrió la boca; apenas miró a Julia con impaciencia al tiempo que asentía con la cabeza, y ni siquiera se quitó la chaqueta beis de entretiempo; a los pocos minutos empezó a consultar su Rolex. Julia pensó que lo único que le importaba era recuperar el coche para que su hija pudiera utilizarlo y regresar a Torslanda.
Astrid les ofreció café y galletas, y Lena se maravilló de lo tranquilo y silencioso que resultaba Stenvik en octubre, cuando no había turistas. Sentado con la espalda erguida junto a su esposa, Richard seguía callado. Julia, que se encontraba al otro lado de la mesa, miraba por la ventana y pensaba en la casa de Vera Kant oculta por los enormes árboles.
– Bien, tendremos que ponernos en marcha -comentó Lena cuando terminó el café-. Nos espera un largo viaje.
Se apresuró a recoger las tazas de café mientras Richard salía a echarle una mano a Astrid para asegurar un canalón que estaba a punto de caerse en la parte trasera de la casa.
Julia no podía hacer nada; sólo permanecer sentada y mirar. No tenía piernas, ni trabajo ni hijos. Y, sin embargo, la vida tendría que continuar de alguna manera.
– Gracias por venir -dijo.
Lena asintió con la cabeza.
– En cuanto nos enteramos de lo ocurrido decidimos venir, para ayudarte a volver a casa -aseguró-. Ahora que no puedes conducir.
– Gracias -repuso Julia-, aunque no hacía falta. Voy a quedarme aquí.
Lena no escuchaba.
– Podemos ir juntas en el Ford, yo conduciré; Richard llevará el Volvo -prosiguió mientras enjuagaba la cafetera-. Solemos parar a comer en Rydaholm; hay un restaurante muy agradable.
– No puedo volver a casa sin Jens -insistió Julia-. Tengo que encontrarlo.
Lena se dio la vuelta y la miró.
– ¿Qué has dicho? Es imposible que…
Julia negó con la cabeza y la interrumpió:
– Sé que Jens está muerto, Lena -dijo, sosteniéndole la mirada a su hermana-. Está muerto. Ya lo he asimilado; pero no se trata de eso. Sólo quiero encontrarlo; no importa dónde esté.
– Bueno, bueno, está bien. A papá le gusta tenerte aquí. Así que está bien.
«Sí, mejor que estar en Gotemburgo bebiendo vino y tomando pastillas delante del televisor», pensó Julia. Durante un segundo sintió que todos esos años perdidos le oprimían el pecho; años en los que la añoranza del hijo desaparecido había sido mucho más fuerte que los agradables recuerdos que guardaba de él y que podrían haberla consolado, años en los que se había hundido en un agujero negro de pena mientras evitaba enfrentarse a su vida.
Pero ahora había encontrado la paz. Un poco de paz.
Al final, cuando se llegaba a cierta edad, todo se reducía a vivir en un lugar tranquilo, donde uno se sintiera a gusto, junto a seres queridos. Como ella en Stenvik, con Astrid, el ángel. Y Gerlof. Y Lennart. A Julia le gustaban los tres.
Y Lena le deseaba lo mejor. Julia sabía que incluso su hermana mayor, a su manera, le deseaba lo mejor.
– Bueno -concluyó-. Nos veremos en Gotemburgo.
Media hora después Richard se subió al Volvo verde aparcado frente a la casa de Astrid y Lena entró en el pequeño Ford.
Inclinándose un poco, ésta dijo adiós con la mano a su hermana a través de la ventanilla. Y partieron, primero Richard y después ella.
Julia respiró hondo.
Unos minutos más tarde sonó el teléfono en el recibidor, pero no tuvo fuerzas para desplazarse hasta allí.
– ¡Voy! -anunció Astrid. Julia oyó cómo levantaba el auricular y escuchaba; a continuación gritó-: Es de la policía, Julia, para ti… Es Lennart.
Julia podía moverse ágilmente con una sola muleta por la casa, y así lo hizo.
Cogió el teléfono.
– Hola.
– ¿Cómo estás? -preguntó Lennart.
– Mejor -respondió Julia-. El tiempo cura todos los huesos rotos…, y Astrid me cuida muy bien.
– Me alegro. Tengo algunas noticias, pero quizá ya las hayas escuchado.
– ¿Habéis encontrado a Nils Kant? -preguntó Julia.
Le pareció que Lennart suspiraba quedamente.
– No era ningún fantasma el que cavaba en el sótano -repuso-. ¿No te lo ha contado Gerlof?
– No hemos tenido tiempo de hablar mucho -confesó Julia.
– Tu padre nos ayudó a encontrar al dueño de las cajitas de snus -explicó Lennart-. Ya sabes, las cajitas que encontramos en el sótano de Vera.
– ¿De quién son?
– De Anders Hagman.
– ¿Anders Hagman? -repitió Lena-. ¿Te refieres al del camping? ¿Al hijo de John?
– El mismo.
– ¿Estás seguro?
– Nos falta su confesión: aún no hemos podido interrogarlo -observó Lennart-. Anders se ha quitado de en medio. Pero todo apunta a que es él.
– Así que no era Nils Kant el que dormía en la casa.
– No -repuso Lennart-. Siempre hay una explicación más sencilla, Julia. Anders Hagman vive a unos metros de distancia. Para él era fácil entrar sin ser visto en la casa de Vera Kant al anochecer.
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