Johan Theorin - La hora de las sombras

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Amanece nublado en la isla sueca de Öland. El pequeño Jens Davidsson, un niño de seis años que veranea en la isla, desaparece entre la niebla sin dejar ni rastro.
Veinte años más tarde, el abuelo de Jens, Gerlof Davidsson, viejo marinero jubilado en Öland, recibe un paquete que contiene una pista del niño. El abuelo llama a su hija y madre del pequeño, Julia, que vive sumida en el dolor desde la pérdida de Jens. Julia regresa a la isla dispuesta a averiguar qué pasó con su hijo. Durante la investigación, oye hablar de Nils Kant, un siniestro y temido delincuente de Öland que supuestamente murió pero que algunos juran haber visto en el alvar al caer la noche. Poco a poco, lo que parece una idílica isla comienza a revelarse como un lugar misterioso y desapacible… y Julia se encuentra sumergida en una desaparición sin resolver que despertará los fantasmas del pasado e incomodará a muchos.
La hora de las sombras nos transporta a un lugar remoto poblado de leyendas y mitos suecos, un inquietante paraíso veraniego al que lectores de todo el mundo ya han viajado a través de estas páginas.
Primera novela publicada de Johan Theorin. Forma parte de la serie El cuarteto de Öland, compuesta por cuatro títulos ambientados en esta isla en las cuatro estaciones del año.

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Soñó que estaba junto a la borda de un barco que se deslizaba lentamente por el mar Báltico, en algún lugar entre la punta norte de Öland y la isla de Oaxen. Anochecía y no había viento; Gerlof miraba fijamente por encima de la brillante superficie del mar hacia el horizonte sin ver tierra firme…, y después bajaba la vista al agua y veía una vieja mina de la Segunda Guerra Mundial.

Flotaba justo por debajo de la superficie: una gran bola de acero negro recubierta de algas y mejillones, con puntiagudos pinchos negros.

No la podía esquivar. Lo único que podía hacer era mirar en silencio cómo, inexorablemente, el casco de la nave y la mina se aproximaban de manera irremisible.

Se despertó en la oscuridad de la residencia de Marnäs con un sobresalto y un grito, justo antes de que la mina explotara.

23

El domingo por la mañana, Julia estaba sentada junto a la ventana en el salón de Astrid; las muletas reposaban contra el respaldo de la silla mientras ella observaba cómo Lena, su hermana mayor, y el marido de ésta, Richard, recuperaban el coche aparcado fuera.

Se había quedado con el coche dos semanas más de lo previsto, pero el plazo había concluido. Quizá fuera lo mejor: no podía conducir con los huesos rotos.

Lena y Richard habían llegado el sábado a Öland con la intención de hacer una visita relámpago; saludaron a Gerlof, tomaron café en Marnäs y fueron a la casa de verano para pasar la noche. Por la mañana se presentaron en casa de Astrid Linder y se hizo evidente que también habían planeado llevarse a Julia a Goemburgo.

Sin embargo, no se habían preocupado de consultar a Julia sobre su plan. Ésta ni siquiera sabía que Lena y Richard se disponían a visitarlas hasta que vio el Volvo verde oscuro detenerse ante la casa de Astrid. Y entonces ya era demasiado tarde para escapar.

– ¡Hola a todos! -exclamó Lena, efusiva, cuando Astrid la dejó pasar. Al abrazar a Julia ésta sintió una punzada en el cuello debido a la fisura de la clavícula-. ¿Cómo estás? -Miró las muletas.

– Mucho mejor.

– Papá nos llamó y nos contó lo ocurrido -explicó su hermana-. Qué mala suerte…, pero podía haber sido peor. Debes pensar así, podía haber sido mucho peor. -Y eso fue todo lo que se le ocurrió decirle para consolarla. Añadió-: Qué buena ha sido Astrid dejando que te instalaras aquí. ¿Verdad?

– Astrid es un ángel -repuso Julia.

Y así lo creía. Era un ángel que vivía felizmente en la desierta población de Stenvik, pero que a veces también se sentía sola, como le había confesado. Era viuda y su única hija trabajaba como médico en Arabia Saudí, y sólo regresaba a casa por Navidad y para Midsommar, la festividad del solsticio de verano.

Richard no abrió la boca; apenas miró a Julia con impaciencia al tiempo que asentía con la cabeza, y ni siquiera se quitó la chaqueta beis de entretiempo; a los pocos minutos empezó a consultar su Rolex. Julia pensó que lo único que le importaba era recuperar el coche para que su hija pudiera utilizarlo y regresar a Torslanda.

Astrid les ofreció café y galletas, y Lena se maravilló de lo tranquilo y silencioso que resultaba Stenvik en octubre, cuando no había turistas. Sentado con la espalda erguida junto a su esposa, Richard seguía callado. Julia, que se encontraba al otro lado de la mesa, miraba por la ventana y pensaba en la casa de Vera Kant oculta por los enormes árboles.

– Bien, tendremos que ponernos en marcha -comentó Lena cuando terminó el café-. Nos espera un largo viaje.

Se apresuró a recoger las tazas de café mientras Richard salía a echarle una mano a Astrid para asegurar un canalón que estaba a punto de caerse en la parte trasera de la casa.

Julia no podía hacer nada; sólo permanecer sentada y mirar. No tenía piernas, ni trabajo ni hijos. Y, sin embargo, la vida tendría que continuar de alguna manera.

– Gracias por venir -dijo.

Lena asintió con la cabeza.

– En cuanto nos enteramos de lo ocurrido decidimos venir, para ayudarte a volver a casa -aseguró-. Ahora que no puedes conducir.

– Gracias -repuso Julia-, aunque no hacía falta. Voy a quedarme aquí.

Lena no escuchaba.

– Podemos ir juntas en el Ford, yo conduciré; Richard llevará el Volvo -prosiguió mientras enjuagaba la cafetera-. Solemos parar a comer en Rydaholm; hay un restaurante muy agradable.

– No puedo volver a casa sin Jens -insistió Julia-. Tengo que encontrarlo.

Lena se dio la vuelta y la miró.

– ¿Qué has dicho? Es imposible que…

Julia negó con la cabeza y la interrumpió:

– Sé que Jens está muerto, Lena -dijo, sosteniéndole la mirada a su hermana-. Está muerto. Ya lo he asimilado; pero no se trata de eso. Sólo quiero encontrarlo; no importa dónde esté.

– Bueno, bueno, está bien. A papá le gusta tenerte aquí. Así que está bien.

«Sí, mejor que estar en Gotemburgo bebiendo vino y tomando pastillas delante del televisor», pensó Julia. Durante un segundo sintió que todos esos años perdidos le oprimían el pecho; años en los que la añoranza del hijo desaparecido había sido mucho más fuerte que los agradables recuerdos que guardaba de él y que podrían haberla consolado, años en los que se había hundido en un agujero negro de pena mientras evitaba enfrentarse a su vida.

Pero ahora había encontrado la paz. Un poco de paz.

Al final, cuando se llegaba a cierta edad, todo se reducía a vivir en un lugar tranquilo, donde uno se sintiera a gusto, junto a seres queridos. Como ella en Stenvik, con Astrid, el ángel. Y Gerlof. Y Lennart. A Julia le gustaban los tres.

Y Lena le deseaba lo mejor. Julia sabía que incluso su hermana mayor, a su manera, le deseaba lo mejor.

– Bueno -concluyó-. Nos veremos en Gotemburgo.

Media hora después Richard se subió al Volvo verde aparcado frente a la casa de Astrid y Lena entró en el pequeño Ford.

Inclinándose un poco, ésta dijo adiós con la mano a su hermana a través de la ventanilla. Y partieron, primero Richard y después ella.

Julia respiró hondo.

Unos minutos más tarde sonó el teléfono en el recibidor, pero no tuvo fuerzas para desplazarse hasta allí.

– ¡Voy! -anunció Astrid. Julia oyó cómo levantaba el auricular y escuchaba; a continuación gritó-: Es de la policía, Julia, para ti… Es Lennart.

Julia podía moverse ágilmente con una sola muleta por la casa, y así lo hizo.

Cogió el teléfono.

– Hola.

– ¿Cómo estás? -preguntó Lennart.

– Mejor -respondió Julia-. El tiempo cura todos los huesos rotos…, y Astrid me cuida muy bien.

– Me alegro. Tengo algunas noticias, pero quizá ya las hayas escuchado.

– ¿Habéis encontrado a Nils Kant? -preguntó Julia.

Le pareció que Lennart suspiraba quedamente.

– No era ningún fantasma el que cavaba en el sótano -repuso-. ¿No te lo ha contado Gerlof?

– No hemos tenido tiempo de hablar mucho -confesó Julia.

– Tu padre nos ayudó a encontrar al dueño de las cajitas de snus -explicó Lennart-. Ya sabes, las cajitas que encontramos en el sótano de Vera.

– ¿De quién son?

– De Anders Hagman.

– ¿Anders Hagman? -repitió Lena-. ¿Te refieres al del camping? ¿Al hijo de John?

– El mismo.

– ¿Estás seguro?

– Nos falta su confesión: aún no hemos podido interrogarlo -observó Lennart-. Anders se ha quitado de en medio. Pero todo apunta a que es él.

– Así que no era Nils Kant el que dormía en la casa.

– No -repuso Lennart-. Siempre hay una explicación más sencilla, Julia. Anders Hagman vive a unos metros de distancia. Para él era fácil entrar sin ser visto en la casa de Vera Kant al anochecer.

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