Al entrar encendió unas cuantas luces. Después salió de la casa y bajó al cobertizo para recoger el cepillo de dientes y el resto de sus pertenencias, incluidas las botellas de vino que se había traído de Gotemburgo y que, contra todo pronóstico, no había abierto.
Mientras avanzaba por el camino vecinal, tuvo muy presente que la casa de Vera Kant se erguía en la oscuridad a su izquierda; pero no volvió la cabeza. Apenas echó un rápido vistazo a las luces de las casas de Astrid y John en dirección sur, antes de bajar al cobertizo.
Después de recoger todas sus cosas se fijó en el viejo quinqué que colgaba de una ventana; tras unos segundos de indecisión lo descolgó del gancho y se lo llevó a la casa. Por si acaso.
Cuando volvía observó la casa de Vera tras los altos setos de espino blanco: grandes y negros. Esta vez no había ninguna luz encendida detrás de las ventanas.
«Nunca buscamos allí dentro», había dicho Lennart.
¿Y qué motivo habrían tenido para entrar en la casa? Vera Kant no estaba bajo sospecha de haber secuestrado a Jens.
Pero ¿y si Nils Kant se hubiera escondido allí? ¿Y si su madre lo hubiera protegido? ¿Y si Jens hubiese salido al camino envuelto en la niebla y hubiera echado a andar hacia el mar y se hubiera detenido ante la verja de Vera Kant y hubiese abierto la puerta y entrado…?
No, era demasiado rocambolesco.
Julia siguió caminando hasta la casa de verano. Entró en el interior caldeado y encendió todas las luces de la casa. Sacó una botella de vino tinto de la bolsa y, dado que era su última noche en Öland, la abrió en la cocina y se sirvió un vaso. Bebió de pie junto a la encimera, y al terminar lo volvió a llenar de inmediato. Se lo llevó al salón.
Notó cómo el alcohol se esparcía por su cuerpo.
Un vistazo. Si la reunión de Lennart en Marnäs terminaba temprano y llamaba… entonces le pediría que fuera a verla. Pero ¿y si no quería entrar en la casa donde había crecido el asesino de su padre? ¿Aunque sólo fueran a echar un vistazo?
Era como si Gerlof le hubiera contagiado una especie de fiebre; Julia no podía dejar de pensar en Nils Kant.
Gotemburgo, agosto de 1945
El primer verano tras los seis largos años de guerra mundial es radiante, caluroso y rebosa confianza en el futuro. En la gran ciudad de Gotemburgo van a construirse nuevas zonas residenciales, así que se derriban las viejas casuchas de madera. Nils Kant observa cómo las excavadoras trabajan mientras deambula por las calles de la ciudad.
Nils lee «PAZ EN EL MUNDO» en los carteles que cuelgan de las fachadas del centro. Unos días después compra el G ö teborgs-Posten y lee el titular de la primera página: «LA BOMBA ATÓMICA. NUEVA SENSACIÓN MUNDIAL». Japón ha capitulado sin condiciones; la nueva bomba de los americanos ha puesto fin a la guerra. Para tener semejante éxito debe de haber sido una bomba increíble; eso es lo que Nils ha oído comentar a la gente en el tranvía, pero cuando ve en el periódico la fotografía de la inmensa nube en forma de seta que se alza hacia el cielo, por alguna razón recuerda la mosca azul que se posó en la mano del soldado muerto.
Por lo que a Nils respecta, la paz no ha llegado: la justicia aún le busca.
Es por la tarde. Nils se encuentra bajo un árbol en un pequeño parque a las afueras de la ciudad y ve a un joven trajeado que se aproxima por la calle con pasos apresurados.
Nils viste un traje oscuro de segunda mano que ha comprado en una tienda de Haga; ni es nuevo ni está demasiado raído. Lleva un sombrero calado; ya no se afeita, se ha dejado crecer la barba, una espesa barba negra que se recorta cada mañana frente al espejo de la pequeña habitación individual en Majorna.
Por lo que él sabe sólo hay una fotografía suya, y es de hace siete u ocho años: una fotografía de grupo del colegio en la que Nils aparece de pie en la última fila con los ojos en sombra por la gorra. Es borrosa y ni siquiera sabe si la policía habrá tenido acceso a ella; aun así hace lo posible para que no le reconozcan.
Desde la calle que discurre por debajo del parque se domina el puerto; es una de las más lúgubres de Gotemburgo, tiene más barro y charcos que las vías adoquinadas, y casas de madera sin pintar que parecen apoyarse unas en otras para no derrumbarse. Nils Kant, con su barba, su traje usado y su cabello peinado hacia atrás encaja en el ambiente. Parece pobre, pero no un criminal. Al menos eso espera.
Gran parte del éxito de su huida de Öland ha consistido en encajar, volverse invisible y pasar completamente desapercibido.
A Nils le costó muchísimo alejarse de la costa del Báltico, desde donde divisaba su isla entre los abetos. Merodeó un tiempo por los alrededores del aserradero del tío August, y no fue hasta el tercer día, una mañana en que vio un coche de policía aparcado junto a la oficina, cuando emprendió su marcha en dirección oeste.
Primero se adentró en el espeso bosque de abetos.
Gracias a sus correrías por el lapiaz estaba acostumbrado a caminar largos trechos y era hábil en encontrar el camino correcto con la ayuda del sol y su intuición.
Durante el mes de junio caminó por el campo como uno más de los muchos jóvenes humildes que se dirigían hacia alguna gran ciudad en busca de una nueva vida tras la guerra, y apenas llamó la atención. Pocas personas se fijaron en él. Evitó los caminos, andaba por el bosque, comía bayas, bebía agua de los riachuelos y dormía bajo algún abeto grande y espeso, o en un granero si llovía. Unas veces encontraba manzanas silvestres, otras se colaba en una granja y robaba huevos o una jarra de leche.
La provisión de toffees de crema de Vera se acabó al tercer día.
En Husqvarna se detuvo unas cuantas horas para visitar la ciudad de donde procedía su escopeta, pero no vio la fábrica de armas y no se atrevió a preguntar dónde se encontraba. Husqvarna parecía casi tan grande como Kalmar, y Jönköping, la ciudad más cercana, era todavía más grande. Aunque el traje le olía a bosque y sudor, las calles estaban tan atestadas que cuando salía a pasear nadie le miraba a los ojos.
Hasta se aventuró a comer en un restaurante y comprarse zapatos nuevos. Un par bueno costaba treinta y una coronas, que habría que restar a la suma que su madre le había dado, y que había incrementado su tío August. Sus reservas de dinero menguaban; no obstante, entró en un pequeño bar junto a la vía del tren y encargó un gran bistec, una cerveza y una copa de coñac Grönstedt, todo por dos coronas y sesenta y tres céntimos. Era caro, pero Nils pensó que se lo merecía después de la larga marcha.
Fortalecido tras la visita al bar salió de Jönköping y prosiguió su camino en dirección oeste atravesando los bosques de Västergötland durante algunas semanas más. Finalmente alcanzó la costa.
Gotemburgo es la segunda ciudad del reino, Nils lo aprendió en el colegio. Gotemburgo es enorme; hay manzanas y manzanas de altas casas a lo largo del río Gota, por sus calles circulan cientos de vehículos y gente de todo tipo. Al principio, Nils casi sintió pánico al verse rodeado de toda esa gente; los primeros días se perdía constantemente. En las calles cercanas al puerto ha oído idiomas extranjeros; hay marineros procedentes de Inglaterra, Dinamarca, Noruega y Holanda. Ha visto barcos partir rumbo a países lejanos y naves que atracan lentamente en los muelles con mercancías de otros lugares. Ha comido un plátano por primera vez en su vida; ennegrecido y algo podrido, pero aun así sabía bien. Un plátano de Sudamérica.
El puerto es enorme en comparación con los distintos puertos de Öland, inmenso y diferente. Hileras de grúas se recortan contra el cielo como negros animales prehistóricos y los remolcadores expulsan un humo espeso mientras se mueven entre los grandes transatlánticos que parten hacia aguas navegables. En el puerto de Gotemburgo las velas y los mástiles han desaparecido casi por completo; de un lado a otro de los muelles sólo se ven filas de cargueros de motor.
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