– En efecto. ¿Ha sido Gerlof el que te ha informado de todos los detalles? -preguntó y, sin esperar respuesta, prosiguió-: Acababan de destinarme a Marnäs, tras un par de años en Växjö, y pedí permiso para viajar a Borgholm y presenciar la apertura del ataúd. Obedecía a móviles de carácter exclusivamente personal, no profesional, pero mis colegas se mostraron comprensivos. El ataúd esperaba a que los empleados de la funeraria fueran a buscarlo en un almacén del puerto, dentro de una caja de madera con documentos y sellos de algún consulado de Sudamérica. -Guardó silencio, y luego continuó-: Un agente de mediana edad abrió la tapa. Y allí estaba el cuerpo de Nils Kant, medio reseco y recubierto de un moho velloso. Un doctor del hospital de Borgholm que estaba presente constató que se había ahogado en agua salada. Al parecer había pasado bastante tiempo en el mar, pues los peces habían empezado…
Otra vez tenía la mirada perdida, pero de pronto se fijó en la mesa y pareció advertir que estaban sentados comiendo pizza.
– Te ahorraré los detalles, perdona -se excusó.
– No tiene importancia -replicó Julia-. Pero ¿cómo supisteis que era Kant? ¿Fue por las huellas dactilares?
– No había muestras fiables de las huellas dactilares de Nils Kant -señaló Lennart-. Tampoco de su dentadura. Al final se le identificó por una antigua lesión en su mano izquierda. Se había roto algunos dedos en una pelea en la cantera de Stenvik. Yo mismo he oído contar esa historia a varios vecinos de pueblo. Pues bien, el cuerpo del ataúd tenía exactamente la misma lesión. Así que el asunto se zanjó.
Durante unos segundos volvió a imperar el silencio en la cocina de la comisaría.
– ¿Qué sentiste? -preguntó Julia-. Quiero decir al ver el cuerpo de Kant.
Lennart recapacitó.
– En realidad, nada. Yo quería ver a Kant vivo. A un cadáver no se le pueden pedir responsabilidades.
Julia asintió, meditabunda. Quería pedirle un favor a Lennart.
– ¿Has estado alguna vez en casa de Kant? -preguntó-. ¿A alguien de la policía se le ocurrió buscar a Jens allí?
Lennart negó con la cabeza.
– ¿Por qué razón tendríamos que haber buscado allí dentro?
– No lo sé. Trato de imaginar adónde dirigió sus pasos Jens. Si no bajó a la playa ni fue al lapiaz, quizás entrara en alguna casa vecina. Y la de Vera Kant se encuentra a unos pocos metros de la nuestra…
– ¿Y para qué iría allí? -preguntó Lennart-. ¿Y por qué se quedaría?
– No lo sé. Quizás entrara, y resbalara, o… Quién sabe, puede que Vera Kant estuviera tan loca como su hijo.
«Quizás entraste en la casa, Jens, y Vera Kant cerró la puerta detrás de ti.»
– Dudo que sirva de mucho -prosiguió en voz alta-, pero ¿te gustaría echar un vistazo a la casa? ¿Conmigo?
– Un vistazo… ¿Me estás proponiendo entrar en la casa de Kant? -inquirió Lennart.
– Sólo para echar un vistazo, antes de que regrese a Gotemburgo mañana -prosiguió Julia, y le sostuvo la mirada, que ahora expresaba reserva. Tenía ganas de contarle que había visto luz en el interior de la vivienda pero temía habérselo imaginado-. No es ningún delito entrar en una casa abandonada, ¿verdad? Y siendo policía puedes entrar donde te dé la gana, ¿no?
Lennart negó con la cabeza.
– Tenemos unas reglas muy estrictas -repuso-. Como soy el único policía de la zona a veces me las salto un poco, pero…
– Nadie nos verá -interrumpió Julia-. Stenvik está casi desierto, y todas las casas que rodean la de Vera Kant son de verano. Ahí no vive nadie.
Lennart miró su reloj.
– Ahora tengo que irme a la reunión -comentó.
Julia pensó que al menos no había rechazado de plano su propuesta.
– ¿Y más tarde?
– ¿No querrás entrar ahí esta noche?
Julia asintió con la cabeza.
– Ya veremos -dijo Lennart-. La reunión puede prolongarse. Te llamaré si terminamos temprano. ¿Tienes móvil?
– Sí, llámame.
Había un par de lápices sobre la mesa de la cocina y Julia arrancó un trozo del cartón de la pizza y anotó su número. Lennart se lo guardó en el bolsillo de su pechera y se levantó.
– No hagas nada por tu cuenta -la advirtió, y la miró.
– Te lo prometo.
– La última vez que pasé la casa de Vera amenazaba ruina. -Lo sé. No entraré sola -aseguró Julia. Pero si Jens se hallaba allí, solo en la oscuridad, ¿podría perdonarle que su madre no hubiera ido a buscarle?
Cuando salieron de la comisaría las calles de Marnäs estaban desiertas. Las luces de las tiendas se habían apagado y sólo el quiosco del otro lado de la plaza seguía abierto. Daba la sensación de que el aire húmedo fuera a helarse.
Lennart apagó la luz y cerró la puerta de la comisaría tras sí.
– ¿Te vas a Stenvik?
– Quizá. -De pronto le vino una idea a la cabeza-. Lennart, ¿has averiguado algo de la sandalia? ¿La que te dio Gerlof?
El policía le lanzó una mirada inquisitiva, luego se acordó.
– No, lo siento. Todavía no. La envié a Linköping en un sobre lacrado, al laboratorio criminal, pero todavía no he recibido respuesta. Los llamaré la semana que viene. Pero quizá no deberíamos tener muchas esperanzas. Ha pasado demasiado tiempo y ni siquiera es seguro que sea auténtica…
– Lo sé… No tiene por qué ser de mi hijo -replicó Julia al punto.
Lennart asintió con la cabeza.
– Hasta luego, Julia.
Le tendió la mano, lo que resultó una forma algo impersonal de despedirse después de haber compartido sus intimidades. Pero Julia tampoco era muy dada a abrazar a la gente, así que le estrechó la mano.
– Adiós. Gracias por la pizza.
– De nada. Te llamaré después de la reunión.
Al despedirse, Lennart se quedó mirándola un segundo más de la cuenta, de una forma que más tarde podría dar lugar a interpretaciones interesadas. Después se dio la vuelta.
Julia cruzó la calle en dirección al coche. Condujo lentamente alejándose del centro de Marnäs, pasó por delante de la residencia, donde quizá Gerlof estuviera tomando el café de la tarde, y al final dejó atrás la iglesia a oscuras y el cementerio.
¿Estaba Lennart Henriksson casado o soltero? Julia no lo sabía y no se atrevía a preguntarlo.
De camino a Stenvik se preguntó si no se habría desnudado demasiado delante del policía, si no habría insistido más de la cuenta en sus remordimientos. Pero hablar le había sentado bien y le había dado cierta perspectiva del extraño día que había pasado en Borgholm, en que Gerlof se había sacado sus nuevas teorías de la manga, a saber, que el asesino de Jens se encontraba enfermo en una lujosa casa en Borgholm y que Nils Kant, el asesino de Henriksson, el policía provincial, quizás estuviera vivo y vendiera coches en la misma ciudad; era difícil saber si su padre le tomaba el pelo o no.
No. No eran cosas para tomarse a broma. Pero no parecía que esas ideas les llevaran a ninguna parte.
Lo mejor sería volver a casa.
Decidió que regresaría a Gotemburgo al día siguiente. Primero iría al entierro de Ernst Adolfsson; luego se despediría de Gerlof y de Astrid, y emprendería el viaje de vuelta a casa por la tarde, y allí intentaría llevar una vida mejor de la que había llevado hasta entonces. Beber menos vino, tomar menos pastillas. Pediría que le dieran el alta cuanto antes y empezaría a trabajar como enfermera de nuevo. Dejaría de vivir en el pasado y de dar vueltas a misterios que no tenían solución. Llevaría una vida normal e intentaría mirar hacia delante. Y la primavera siguiente podría regresar y visitar a Gerlof, y quizá también a Lennart.
Las primeras casas de Stenvik aparecieron a un lado de la carretera y frenó. Detuvo el coche junto a la casa de Gerlof a oscuras; se bajó, abrió la verja y entró el coche en el jardín. Decidió que pasaría la última noche en su habitación. Dormiría por última vez junto a los buenos y los malos recuerdos.
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