Tenía la sensación de ir al encuentro del asesino de Jens. Si era cierto que Martin Malm había enviado el sobre con la sandalia, entonces era el asesino, a pesar de las dudas de Gerlof.
Al final del camino una escalera conducía hasta una maciza puerta de caoba provista de una placa en la que se leía «MALM». En medio de la puerta, bajo una mirilla de vidrio manchado, había un timbre con la forma de una llave pequeña.
Gerlof miró a Julia.
– ¿Preparada?
Julia asintió con la cabeza y alargó la mano hacia el timbre.
– Sólo una cosa más -añadió Gerlof-. Martin sufrió un derrame cerebral hace unos años. Tiene días buenos y otros no tan buenos, más o menos como yo. Si hoy es un día bueno podremos hablar con él. Si no…
– Vale -dijo Julia con el corazón desbocado.
Tocó el timbre, y a continuación se oyó una amortiguada y prolongada señal en el interior de la casa.
Pasado un minuto una sombra apareció tras la mirilla de cristal y la puerta se abrió.
Les recibió una mujer joven, de entre veinte y veinticinco años. Era bajita y los miró con cierto recelo.
– Hola -dijo.
– Buenos días -saludó Gerlof-. ¿Está Martin en casa?
– Sí -contestó la chica-, pero no creo que…
– Somos viejos amigos -añadió Gerlof rápidamente-. Me llamo Gerlof Davidsson. Vengo de Stenvik. Y ésta es mi hija Julia. Nos gustaría saludar a Martin.
– De acuerdo. Iré a ver.
– ¿Podemos entrar mientras tanto? -preguntó Gerlof.
– Sí, pasen.
La chica retrocedió un par de pasos.
Julia ayudó a Gerlof a traspasar el umbral y ambos entraron en el recibidor. Era una habitación espaciosa, con suelo de mármol y paneles de madera negra en las paredes, donde colgaban fotografías enmarcadas de barcos nuevos y antiguos. Tres puertas daban acceso al interior de la casa y una amplia escalera conducía al piso superior.
– ¿Eres pariente de Martin? -preguntó Gerlof mientras cerraba la puerta a su espalda.
La muchacha negó con la cabeza.
– Soy enfermera y vengo de Kalmar -respondió, y se encaminó a la puerta de en medio.
La abrió y Julia intentó divisar lo que había detrás de ella, pero una cortina oscura que colgaba del marco se lo impidió.
Gerlof y ella se quedaron de pie, callados, como si la gran casa de puertas cerradas no invitara a la conversación. En la mansión imperaba el silencio y la solemnidad de una iglesia, pero cuando Julia aguzó el oído le pareció percibir unos pasos en el piso de arriba.
La puerta de en medio se abrió y de nuevo apareció la enfermera.
– Martin no se encuentra bien hoy -murmuró-. Lo siento. Está cansado.
– Vaya -repuso Gerlof-. Qué pena. No nos vemos desde hace muchos años.
– Tendrán que regresar en otra ocasión.
Gerlof asintió con la cabeza.
– Sí. Pero antes llamaremos.
Retrocedió en dirección a la salida y Julia lo siguió a regañadientes.
Una vez fuera, el aire del jardín le pareció a Julia aún más frío que a su llegada. Caminó en silencio junto a Gerlof, abrió la verja de hierro y echó una mirada a la mansión.
Un pálido semblante la observaba desde una de las amplias ventanas del piso superior: era una anciana, y su mirada no podía ser más seria.
Julia abrió la boca para preguntarle a su padre si la conocía, pero Gerlof ya se encontraba junto al coche. Se apresuró a abrirle la puerta.
Cuando volvió a mirar, la mujer de la ventana había desaparecido.
Gerlof se acomodó en el asiento y consultó su reloj.
– La una y media ya -anunció-. Vayamos a comer algo. Después entraremos en alguna tienda de licores. He prometido a algunos vecinos del hogar Marnäs que haría unas compras. ¿Te parece bien?
Julia se sentó al volante.
– El alcohol es un veneno.
Comieron el plato de pasta del día en uno de los pocos restaurantes de Borgholm que permanecían abiertos en invierno. El comedor estaba casi vacío, pero cuando Julia sacó a colación la visita a Martin, Gerlof sacudió levemente la cabeza y se concentró en su plato. Más tarde su padre insistió en pagar la cuenta, y luego fueron a comprar dos botellas de aguardiente sazonado con ajenjo, una botella de licor de yema de huevo y seis latas de cerveza alemana. Julia tuvo que cargar con todo.
– Bueno, ahora ya podemos volver a casa -anunció Gerlof cuando estuvieron de nuevo en el coche.
Hablaba con el tono de voz despreocupado del que acaba de pasar un día maravilloso en la ciudad, y a Julia le crispaba los nervios. Puso rápidamente la primera y salió a la calzada.
– No ha pasado nada -se lamentó mientras frenaba y se detenía ante un semáforo en rojo al este de Borgholm.
– ¿Qué? -preguntó Gerlof.
– ¿Qué de qué? -dijo Julia, y giró en dirección norte-. Hoy no hemos conseguido nada.
– ¿Cómo que no? Primero hemos comido unas galletas maravillosas en casa de Margit y Gösta -repuso Gerlof-. Después le he echado un vistazo de cerca a Blomberg, el vendedor de coches. Además…
– ¿Por qué lo has hecho?
Gerlof guardó silencio.
– Por diferentes razones -declaró tras una pausa.
Julia tomó aliento.
– Cuéntamelo ya, papá -le pidió mientras miraba fijamente por el parabrisas.
Tenía ganas de detenerse, abrir la puerta y echarlo del coche en medio del lapiaz al norte de Köpingsvik. Parecía que se estuviera burlando de ella.
Gerlof guardó silencio un rato más.
– A Ernst Adolfsson se le ocurrió una idea el verano pasado. Una teoría. Según él, ese día mi nieto, es decir nuestro Jens, se dirigió al lapiaz envuelto en la niebla y no bajó al mar. Y encontró ahí a su asesino.
– ¿A quién?
– A Nils Kant quizá.
– ¿Nils Kant?
– Nils Kant, que murió, sí. Entonces llevaba muerto y enterrado diez años. Tú has visto la lápida. Pero corría el rumor…
– Lo sé -interrumpió Julia-. Astrid me lo contó. Pero ¿de dónde provenía ese rumor?
Gerlof suspiró.
– En Stenvik había un cartero… Erik Ahnlund. Cuando se jubiló nos contó a Ernst y a mí, y a todo el que quisiera escucharle en la aldea, que Vera Kant recibía postales sin remitente.
– ¿Ah, sí?
– No sé desde cuándo -continuó Gerlof-; pero según Ahnlund las postales llegaban desde diferentes lugares de Sudamérica durante los años cincuenta y sesenta. Varias veces al año. Y siempre sin remitente.
– ¿Eran de Nils Kant? -preguntó Julia.
– Probablemente. Es lo más fácil de creer. -Gerlof miró el lapiaz-. Más tarde Nils Kant regresó a casa en un ataúd y fue enterrado en Marnäs.
– Lo sé -dijo Julia.
Gerlof la miró.
– Pero las postales continuaron llegando tras el entierro -añadió él-. Siempre del extranjero y sin remitente.
Julia le lanzó una rápida mirada.
– ¿Es verdad?
– Imagino que sí -indicó Gerlof-. Erik Ahnlund fue el único que vio realmente las postales dirigidas a Vera, pero juró que siguieron llegando por correo durante varios años tras la muerte de Nils.
– ¿Y la gente de Stenvik creía que Kant estaba vivo por esa razón?
– Claro -repuso Gerlof-. A la gente siempre le ha gustado sentarse y charlar al ponerse el sol. Y aunque a Ernst no le gustaban mucho los chismes, él también lo creía.
– ¿Y tú?
Gerlof titubeó.
– Yo soy como el apóstol Tomás -afirmó tras una pausa-. Necesito tener pruebas de que vive. Y aún no las he encontrado.
– ¿Y por qué querías ver a ese tal Blomberg? -preguntó Julia.
Gerlof vaciló de nuevo, como si temiera que su hija lo tomara por un viejo loco.
– John Hagman cree que Robert Blomberg podría ser Nils Kant -respondió al fin.
Julia lo miró a los ojos.
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