Estoy en el coche con Gibbo. Han organizado una fiesta increíble en casa de un tal Nobíloni, un disc-jockey fabuloso. La música es divina: para empezar, algunos temas de Finley, a continuación Tokio Hotel y por último los años ochenta. Y por primera vez… me he emborrachado. Cerveza, champán, de nuevo cerveza, otra vez champán. Al final hemos ido a ver los fuegos artificiales al ponte Milvio. ¡Menudo espectáculo! Caía una nieve ligera, mientras los cohetes explotaban en lo alto. Uno ha llevado un estéreo pequeñísimo, pero con unos altavoces increíbles; una música genial, hemos bailado bajo las estrellas. Después ha llegado una pareja, ella tenía los ojos vendados. Él la ha acercado a la tercera farola, le ha quitado la venda y cuando ella ha visto dónde estaban se le ha echado al cuello gritando: «¡Ooohhh, sí! ¡Te quiero!»
¿«Te quiero»? ¡No puede ser! ¡Menuda frase! ¿Y yo? ¿Cuándo diré a alguien que lo quiero? Después, el tipo en cuestión se ha sacado del bolsillo un candado, lo han enganchado a la cadena que había sujeta a la farola y han tirado las llaves al río. «¡¡Eso es!!» Ha estallado un aplauso general mientras esos dos se besaban felices. ¿Y nosotras? ¿Qué pasa con nosotras, las pobres desgraciadas? ¿Nosotras, que llevamos el candado en el bolsillo desde hace no sé cuántos meses y no tenemos un nombre, una esperanza, un sueño donde engancharlo? ¿Por qué no hay una farola también aquí, en el ponte Milvio, para nosotras? ¡La farola de las solteras! Y con este último pensamiento en la cabeza, me despido del año… ¡Adióóós!
Pues bien, eso fue más o menos lo que sucedió durante los primeros meses de colegio. En mi opinión, sin embargo, lo bonito de la vida cuando se echa la vista atrás es que te das cuenta de lo mal que has estado por ciertas cosas que luego olvidas por completo y que, en cambio, recuerdas siempre los momentos de felicidad. Y, sobre todo, cuando repasas lo que has hecho te percatas de que tal vez podrías haber entendido algo. Entonces sientes la tentación de volver sobre tus pasos, de regresar a ese momento y, quizá, cambiar la decisión que tomaste, optar por una diferente, algo así como lo que sucede en Dos vidas en un instante , una película preciosa en la que sale Gwyneth Paltrow, o también en Hombre da familia , con Nicolás Cage; ambas te dan la posibilidad de ver cómo los dos protagonistas, un chico y una chica, podrían haber vivido dos vidas distintas. Sólo que, exceptuando esas películas, todos sabemos que eso no es posible.
Por eso, en ocasiones sólo tenemos una opción de elegir guiados por el corazón, por el instinto, por la confianza, sin posibilidad de volver atrás. Y yo espero de verdad que mi decisión sea la justa. Pero ¿qué hora es? No me lo puedo creer, apenas son las nueve y media.
Todavía estará durmiendo. Ha dicho a las once, pero ¿y si se despierta a mediodía? Lo he intentado antes por si acaso, pero tenía el móvil apagado. Más claro, agua. Está en casa solo, el sábado por la mañana, sus padres llevan de viaje una semana, la asistenta hoy no viene, ¿qué más se le puede pedir a la vida? Dormir. Dormir, a veces, es una cosa magnífica Cuando estás en paz con el mundo, cuando has estudiado y te has esforzado, cuando no has discutido con nadie, cuando has echado una mano en casa y has comido cosas ligeras. Entonces sólo te resta ir a dormir… Y soñar. También eso resulta precioso cuando estás en ese estado. Y casi obligado. Es como entrar en un cine con los ojos cerrados. Alguien ha pagado la entrada por ti, pero sabes que no te decepcionará, que no será un disparate, que sonreirás, te divertirás y al final saldrás conmovida… Bueno, pues dulces sueños, Massi, hasta luego. A fin de cuentas, el capuchino en julio se lo toma frío, y en cuanto a los cruasanes, lo importante es que sean frescos.
– ¡Buenos días, Erminia!
Me sonríe, pero no recuerda mi nombre. Venimos aquí de vez en cuando con mi madre y yo compro un ramillete de flores, uno de esos que tienen ya expuestos y que valen diez euros. Mi madre dice que en ocasiones, para las fiestas, es bonito que haya un poco de color en casa. Erminia siempre ha estado en esta esquina de la calle. Al principio su local era poco menos que un agujero, tenía alguna que otra planta que colocaba fuera, delante de la fuente, y un chico que la ayudaba. Ahora los chicos son tres, las plantas innumerables, y el tugurio se ha convertido en una auténtica tienda.
– ¿Puedo ayudarte?
– No… Gracias.
Luego reflexiono por un momento. No obstante… la verdad es que nunca le he regalado flores a un hombre. Por lo general, son ellos los que nos las regalan a nosotras. Venga, ¿por qué no? Es algo raro, lo reconozco, pero es también un detalle precioso, para un día único, especial, que no tiene… Que será incomparable. Quiero decir que nada volverá a ser igual después de que lo haya hecho. Después de que haya hecho el amor.
– ¡Sí! ¡He cambiado de opinión!
Erminia sonríe divertida al ver mi repentino entusiasmo.
– Bien, acabo de atender a este señor y luego me ocupo de ti.
– Vale, gracias.
– Veamos, ¿qué era lo que quería?
– Oh, bueno, unas rosas, pero no muchas, quiero decir, las justas, con el tallo no demasiado largo, vaya. Algo normal.
Erminia arquea las cejas y coge un ramo de uno de los jarrones que hay a su lado.
– ¿Le parecen bien estas?
– Hum… -El hombre las mira cabeceando-. ¿Cuánto cuestan?
– Veintiocho.
Es un ramo de rosas jaspeadas con el tallo mediano.
– Bonitas, pero son demasiadas. -El hombre vacila-. ¿Veinticinco?
Lo que lo hace titubear no son las rosas, sino el precio. O quizá la chica en cuestión.
Erminia esboza una sonrisa.
– Sí… de acuerdo. -Curioseo entre los diferentes tipos de flores mientras ella le prepara el ramo. El hombre coge una tarjeta de una caja cercana y a continuación paga-. Aquí tiene… Gracias.
– Y ahora… -Erminia se aproxima a mí-. ¿En qué puedo ayudarte?
– Bueno, me gustaría algo sencillo.
Erminia me mira.
– Pero bonito…
Le sonrío.
– Eso es, bonito.
– ¿Y qué debe expresar?
Me ve indecisa.
– No es un cumpleaños, sino una fecha que en el futuro será una fecha importante…
– Entiendo.
La miro en silencio. Después de lo que le he dicho no consigo imaginarme lo que puede haber entendido.
– ¿Te gustan éstas?
Coge un ramillete de flores celestes preciosas, pequeñas, pero muy luminosas.
– ¿Qué son?
– Nomeolvides. Son las flores del amor juvenil.
– ¿Qué significa eso?
Erminia me mira.
– Todas las flores tienen su historia, la elección a veces traiciona, quiero decir que la flor revela el momento de amor que está viviendo una pareja. Por ejemplo, los de antes han perdido la pasión.
– ¿.En serio?
– Sí, un hombre que pregunta cuánto cuestan las flores es que ya no está muy enamorado.
– Quizá esté enamoradísimo pero no tenga mucho dinero.
Erminia suelta una carcajada.
– Te gustan éstas, ¿verdad? ¡Dame lo que quieras!
Poco después me encuentro de nuevo en la calle con esa preciosidad de flores en la mano. Las flores del amor juvenil. Son una maravilla. Las llevo envueltas en un ligero velo celeste pálido, gracias al cual resaltan, parecen más oscuras, y están sujetas por un lazo azul, chillón.
– ¡Caro!
¡Dios mío! Reconozco esa voz. Me vuelvo.
Rusty James en su moto.
Se detiene a un paso de mí y me sonríe.
– ¿Qué haces aquí?…
– ¿Yo?…
– ¡Sí, tú! ¿Quién si no?…
Escondo las flores detrás de la espalda. Tengo la impresión de que Rusty se ha dado cuenta, pero hace como si nada y sigue hablando.
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