– Venga, ven aquí, Joey
Corro, río y salto con Joey, nos hacemos fiestas y corremos también con Rusty, y yo me siento tan libre que hasta he dejado de pensar. Quizá los adultos se sientan precisamente así.
Tengo que empezar a hacer los deberes. Comienzo con italiano: comentario sobre la película que vimos antes de las vacaciones. Persépolis. Nunca sobre High School Musical, ¿eh? Mientras tanto, escucho La distanza de Syria, y se la dedico a Joey… Luego me toca comentar el soneto Alla sera, de Poscolone , como lo llama Gibbo. ¡Yujuuuu! ¡Qué marcha!…
Al final, todo se arregla, sólo que a veces no consigues entender por qué algunas cosas no encajan de ninguna manera. Quiero decir, la historia de Lele sigue siendo un misterio para mí. Después de aquellos besos y del ridículo que hicimos con la señora Marinelli delante del portón, no volvimos a vernos. Y no porque sucediera algo o porque estuviéramos tratando de evitar algún tipo de aclaración. Simplemente porque sus padres son de Belluno y el día de Nochebuena se marcharon todos allí, la familia al completo. Cuando volvió, el 28, me trajo dos regalos preciosos.
– Ten, Caro, ábrelo.
De manera que desenvuelvo sin vacilar el paquete naranja con el lazo de un tono más claro y una bonita estrella de Navidad en lo alto.
– No…, ¡es ideal! -Un vestido para jugar a tenis, le doy vueltas en la mano. Es de la marca Nike, blanco, con rayas azul cielo muy claro en los costados. Me lo apoyo contra el cuerpo-. ¡Es precioso! Y, además, creo que has acertado con la talla.
Miro la etiqueta. ¡Caramba! Ha olvidado quitar el precio y ha pagado una pasta. Pero eso no se lo digo. Sólo tengo una duda, y ésa sí que no logro callármela.
– Pero ¿por qué un vestido para jugar a tenis? ¿No te gusta el que tengo?
Parece algo avergonzado.
– No -balbucea-, es decir, sí, no…
– Bueno, ¿sí o no?
– Me gusta, pero éste es para cuando haga menos frío.
Opto por creerlo, sólo que el asunto me mosquea un poco. No me parece tan importante tener ropa de marca. Quiero decir que, en eso, me enorgullezco de ser distinta de Alis, que puede permitírselo todo y, de hecho, tiene de todo. Pero tampoco me siento como Clod quien, en cambio, no puede permitirse nada y fuerza a sus padres a hacer mil sacrificios para poder tener cosas caras. A mí me gusta ser yo misma y punto. ¡Quizá inventarme las cosas! Pero, eso sí, no ser una carga para mi madre. Aunque luego sea ella la primera que me compra siempre lo que quiero. De pronto me encuentro con otro regalo en las manos.
– ¿Y esto?
– Éste lo compré nada más hablar contigo por teléfono…
Sonríe. Parece contento de haber tenido esa idea. Es un paquete pequeño y no consigo adivinar de qué se trata. De manera que lo abro para quitarme de encima la curiosidad. Es una caja negra con una extraña asa, debajo lleva un lazo pequeño y, al final de éste, una anilla.
– ¿Qué es?
– Mira… -Le da la vuelta. Debajo puede leerse «Joey» con letras amarillas-. Es una correa especial, una de esas extensibles. Puedes sujetar al perro y dejarlo ir donde quiera y luego, apretando este botón, lo obligas a acercarse tirando de él.
– ¡Ah, sí, es fantástica! Es verdad, una vez vi una como ésta en el parque.
Finjo que el regalo me entusiasma. En realidad, no es así, odio las correas. Ale, que, de hecho, no entiende en absoluto cómo soy yo, también me ha regalado una. Sin embargo, Lele está contento y vuelve a esbozar una sonrisa. Nada, él tampoco me conoce. Alis, Clod, Filo y Gibbo habrían entendido en seguida que estoy mintiendo. Después noto que Lele me sonríe de manera, extraña. Al principio no acabo de comprenderlo. Luego… ¡Claro! Quiere su regalo.
– Ah, yo también te he comprado algo… -Le doy el paquete que llevo en la mochila-. Pero es sólo un detalle, ¿eh? – le advierto por si acaso.
– También los míos eran simples detalles.
Lo desenvuelve. Me gustaría aclarar: «¡Detalle en el sentido de que no he podido gastar tanto dinero como tú!» En realidad le he comprado otra cosa, sólo que al final., no sé por qué, no he sido capaz de dársela. Era una sudadera azul claro con mi fotografía estampada en el pecho. Tuve la idea, encontré el establecimiento donde las hacen, pero cuando ya estaba todo listo, incluso mi nombre, «Caro», bordado encima, bueno, pues me eche atrás. No sé por qué, o quizá sí…
– ¡Gracias, Caro! ¡Es precioso! -Abre un libro sobre los tenistas más famosos del mundo, de John McEnroe a Nadal, Al volver la última página, la encuentra-. Es genial.
Se trata de una fotografía que le saqué mientras él jugaba un partido. La imprimí y la recorté. Debajo escribí: «El verdadero campeón eres tú.»
– ¡Gracias, Caro!
Se acerca a mí, me abraza y me da un beso. Y yo me abandono entre sus brazos. Estoy desesperada. Sigo besándolo con los ojos cenados. No veo la hora de escapar, me doy cuenta. Quizá el verdadero campeón sea realmente él, pero en el tenis. En mi corazón, desde luego, no. ¡Me siento fatal y doy gracias por no haberle regalado la sudadera! Cuando estuvo lista me lo imaginé con ella puesta y lo comprendí todo: Lele me importa un comino. Y ahora viene el gran dilema: ¿cómo se lo digo? En nuestro colegio, historias como ésta, o sea, que empiezan y acaban en un abrir y cerrar de ojos, las hay a montones. Algunas no pasan del «¿Salimos juntos?». Otras se desarrollan más a la antigua: «¿Qué dices?, ¿somos novios?» Y luego las chicas van a clase y aseguran que están con éste o con aquél. ¡Sólo que, al final, muchos de esos «enamorados» ni siquiera se han besado nunca! Y los pocos que resisten y llegan a ser una verdadera pareja que se besa y todas esas cosas duran como mucho una o dos semanas. Por otro lado, buena parte de ellos han roto con un sms…Quiero decir que ni siquiera se lo han dicho por teléfono! Sms del tipo: «Hola, te dejo.» Qué triste, Yo no puedo hacerle algo así a Lele. No. Para mí es también una cuestión de orgullo, de dignidad, de valor… ¡Aunque he de reconocer que con un sms sería mucho más fácil! Uno de esos largos, incluso bien escritos, donde explicas con pelos y señales por qué las cosas no funcionan o donde dices que tal vez sea prematuro, que el asunto está cobrando demasiada importancia, que tienes miedo de sufrir por amor… Sólo que a estas alturas no será fácil encontrar una solución.
Ese día: 29 de diciembre.
– ¿Qué haces, Caro?
– Oh, nada, puede que más tarde vaya a ver a Joey.
– ¿Por el momento te quedas en casa?
– Sí.
– ¿Y con quién estás?
– No hay nadie, Ale no tardará en volver.
– Bien… ¡Hasta luego!
Qué llamada tan extraña. Pero no le doy más vueltas. Pasado un segundo, suena el interfono. Voy a contestar.
– ¿Quién es?
– ¡Sorpresa! ¡Soy yo!
– ¡Lele!
– Te he llamado mientras venía hacia acá. ¿Puedo subir?
– No, yo bajo.
– Venga…
– Mi madre no quiere que nadie suba cuando estoy sola en casa.
Lo oigo resoplar.
– Vale.
– Venga, bajo en un segundo.
Me apresuro en ir al cuarto de baño y me miro al espejo. Estoy hecha un asco. De manera que me pongo un poco de rímel, cojo el que tiene Ale en su neceser, una raya de eyeliner para resaltar el contorno de los ojos, operación que completo pasándome un lápiz azul por debajo de ellos. Ya está. Vuelvo a mirarme. He mejorado un poco. Luego me echo a reír. Vamos a ver, quiero dejarlo y me estoy maquillando para él, menuda contradicción. Pero no, ¿eso que tiene que ver?, así conservará un buen recuerdo de mí. Sí, pero ¿para qué? Quizá nunca vuelva a verlo- Con todas estas dudas en la cabeza, cojo las llaves, cierro la puerta de entrada, y me precipito escaleras abajo.
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