Me repito la frase para no equivocarme. Una vez, dos, tres. De nuevo. Vuelvo a repetirla. Varias veces más. Lo veo. Me aproximo a él, decidida, segura, con determinación. Cuando de pronto me doy cuenta de que tiene un paquete en las manos para mí. Me sonríe antes de dármelo.
– Ten, te he traído una cosa para Joey, una tontería.
Demasiado tarde. Ahora ya no puedo echarme atrás, sería como soltar el embrague de un Ferrari en la pole position, apretar el gatillo de un fusil cargado de perdigones, encender la mecha de uno de esos cohetes de Nochevieja. De manera que, en lugar de darle las gracias, se lo suelto de golpe.
– Lo siento, pero creo que es mejor que no volvamos a vernos. Somos demasiado diferentes…
Lo he conseguido. ¡Se lo he dicho! ¡Se lo he dicho todo! No me lo puedo creer. ¡Y sin vacilar! ¡De corrido! Lele se queda paralizado con el paquete en las manos, boquiabierto e incapaz de articular palabra. Poco después consigue cerrar la boca y decir algo que, incluso él, comprende que carece por completo de sentido.
– Pero ¿cómo?… ¿Así, sin más?
Casi me echo a reír. No sé qué hacer. Me gustaría decirle: «¿Y cómo, si no?» Pero me parece espantoso. Al final opto por otra frase que quizá, en el fondo, pueda considerarse dulce.
– Es mejor que te lo haya dicho en seguida… Me gustaría que siguiésemos siendo amigos.
Pero qué dulce ni qué ocho cuartos. Menuda cara ha puesto Lele. ¡Creo que ésa ha sido la frase menos adecuada que podría haberle dicho! ¡Sólo que no se me ocurría otra! Lele deja el paquete en el muro que hay a su lado y se sienta en él. Acto seguido, me contesta.
– Pero ¿por qué? Tenía la impresión de que hacíamos una buena pareja, de que nos divertíamos juntos, de que nos llevábamos bien. Nos gusta jugar al tenis juntos. -Se interrumpe y de repente se torna lúcido, serio, atento, como si lo hubiese entendido todo y no supiera explicarse cómo es posible que no lo haya comprendido antes.
– No debería haberme marchado de vacaciones, ¿verdad? ¿Es eso?
Qué absurdo. Quiero decir que no creo que cuando a uno lo dejan, lo que, por otra parte, nunca me ha sucedido hasta ahora, deba existir a la fuerza una razón práctica. ¡Lo que no funciona es un conjunto de cosas! Si alguien rompe contigo por el mero hecho de que te marchas con tus padres por unos días en Navidad, en fin, eso significa que no te has perdido gran cosa. A continuación Lele entorna los ojos como si de improviso hubiese intuido otros posibles motivos, mucho más relevantes, lo que en realidad le estoy ocultando.
– Dime la verdad, ¡estás saliendo con otro!
Y yo le contesto con la frase más inapropiada que podría haber dicho:
– Por desgracia, no.
O tal vez sea la más sincera. Lele pierde el control.
– Pero bueno…, pero yo…
Y empieza a soltarme un sermón que acaba produciéndome dolor de cabeza.
– Basta, Lele. Lo he pensado mucho y es así.
– Vale. -Baja del muro. Parece derrotado-. Toma. Esto es para ti de todas formas.
– Quizá sea mejor que te lo quedes, dado que ya no salimos juntos.
No debería habérselo dicho, porque pasa de nuevo al ataque,
– Pero ¿estás segura? ¿Lo has pensado bien?
– No sabes cuánto… No he dormido en toda la noche.
En realidad, cuando vi tan claro el error que hubiera sido regalarle la dichosa sudadera, tomé la decisión de inmediato, pero es mejor que parezca algo muy meditado y doloroso, porque de lo contrario volverá a la carga.
– Vale. Si dices que lo has pensado bien… En cualquier caso, te ruego que aceptes esto. Sólo sirve para Joey.
Siendo así, acepto el regalo.
– Únicamente te pido una última cosa, Caro.
– ¿De qué se trata?
– Un último beso.
Dios mío, tengo la impresión de haber oído ya esa frase. ¡Ah, no, eso es! Es el título de una película, Pero ¿a qué viene pedirme ahora un último beso? ¿Qué quiere decir? De eso nada, ni hablar, yo ya no siento nada por él, no puedo. Sólo que, como de costumbre, mi boca va por su cuenta y riesgo. Aún peor.
– Está bien, pero no muy largo, ¿eh?
Apenas puedo dar crédito. ¡«No muy largo»! Pero ¿cómo es posible que se me ocurran ciertas frases? No me da tiempo a pensar en otras. Lele, como un pulpo, se abalanza sobre mí y me da un beso impresionante. El mejor, el más intenso. Parece un funámbulo de la lengua, un artista del beso profundo, un loco con unos labios locos… Quizá porque quiere que experimente algo; quiere que entienda lo mucho que me estoy equivocando, quiere…
– Ejem, ejem…
Nos separamos. No me lo puedo creer.
– Disculpad.
De nuevo la señora Marinelli. Esta vez, sin embargo, su aparición es providencial.
– No, no, disculpe usted… Estaba a punto de entrar.
Y aprovecho que abre la puerta para deslizarme al vuelo a través de ella.
– Adiós, Lele. ¡Ya hablaremos!
Veo que le gustaría añadir algo pero no puede, ya no.
– Caro… Entonces… ¡Te llamo luego!
– Sí, sí, claro.
Subo en el ascensor con la señora Marinelli. Un trayecto a decir poco largo, larguísimo. ¡No me mira, me escruta de arriba abajo! ¡Y yo sé de sobra lo que está pensando! Imagináoslo… Cuando, por fin, el ascensor se detiene en su piso y ella sale, no puedo contenerme,
– Para su información, se lo he dicho a mi madre.
– ¿Ah, sí?
– Sí, ¡y me ha dado permiso!
Pulso el botón del ascensor y la dejo plantada en el rellano. Las puertas se cierran delante de su semblante desconcertado, está boquiabierta. En cuanto el ascensor se pone en marcha, yo me pongo a bailar, feliz de mi victoria. Cuando llego a casa desenvuelvo de inmediato el paquete. Nooo…, pero qué monada. Es una especie de suéter para perros con el nombre de Joey. Azul y rojo como los colores de las letras que hay en su caseta. Para los días de frío. Qué detalle tan encantador. Casi, casi… ¡Pero es cuestión de un instante! No, no lo llamo. Si lo hago me largará de nuevo todos esos discursos: «Pero ¿estás segura, Caro? Mira que te estás equivocando. ¿Lo has pensado bien?» Jamás me he sentido tan estresada como los días que siguieron a aquel en que tomé la decisión de dejarlo. Debería haberme sentido feliz con sus besos, con el hecho de que iba a pasar a recogerme, con la idea de que nos volvíamos a ver, de que íbamos a jugar de nuevo a tenis y, en cambio, a medida que se iba acercando el momento, todo me resultaba cada vez más angustioso, insoportable, sofocante… Y horrendo. ¿Será ésa la otra cara del amor? ¿Qué es el amor? Con Ricky era muy feliz al principio, también con Lore, por quien siempre había sentido debilidad, y ahora se ha acabado con Lele, que también me gustaba a rabiar en un primer momento. ¿Seré yo la que no funciona? Quiero decir, ¿cómo es posible que al cabo de poco tiempo esos sentimientos desaparezcan? Sin saber muy bien por qué, de repente me tranquilizo. No. Yo funciono, vaya si funciono. Yo estoy enamorada del amor. Y eso no era amor. Eran mis ansias de enamorarme, de estar enamorada. Pero para eso hace falta mi él. Un él que funcione de verdad. Además de una sonrisa y la certeza. Massi es el amor. Nada más pensar en él vuelvo a sentirme desesperada, ya que no sé cómo encontrarlo.
Durante los últimos días de diciembre, Lele me acosa. No le respondo. Por el momento. Le he mandado un mensaje especial: «Perdona, pero creo que es mejor así durante cierto tiempo.» Puede interpretarse de mil maneras. Por eso es el más adecuado. Me gustaría haberle escrito: «Perdona si te llamo error», pero no estoy muy segura de que lo hubiese entendido. Y, en cualquier caso, no se habría reído.
31 por la noche. Una fiesta fantástica, una fiesta divertida a más no poder a la que han invitado a todos mis amigos. Y la noticia por excelencia: ¡mis padres me han dejado ir! Por si fuera poco, después voy a dormir a casa de Alis.
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