– Pero si estamos yendo hacia el río.
– Eh… -me limito a decirle por toda respuesta.
Avanzamos unos cuantos metros más.
– ¡Ya está, hemos llegado!
Mi madre se queda boquiabierta.
– ¡Pero si es una barcaza!
– Bonita, ¿verdad? -Meto las manos entre las de mi madre, que están apoyadas en el volante, para tocar el claxon y me apeo a toda velocidad del coche con la planta.
– Rusty…, ¡hemos llegado, estamos aquí!
R. J. sale sonriente de la barcaza y cruza corriendo la pasarela.
– ¡Aquí están mis mujeres preferidas! -Y me coge en brazos y me hace dar vueltas inclinándose hacia el río mientras yo sostengo la planta entre las manos.
– ¡Socorro! -grito, pese a que cuando estoy entre sus brazos no tengo miedo.
Después me baja al suelo dejándome caer sobre las tablas de madera que hay al otro lado de la pasarela, y echa a correr en dirección a mi madre.
– Ven…, quiero enseñártelo todo.
– Pero ¿no es peligroso? ¿No hay ratas?
– ¡Qué ratas ni qué ocho cuartos! Mira lo que he hecho… -Y señala unos platos llenos de anchoas que están dispuestos en el suelo, a lo largo del camino-. Tengo gatos montando guardia… El único ratón que puede entrar aquí es Mickey Mouse, y en forma de cómic. Venid, venid que os lo enseñe. -Entra y nos muestra el interior de la barcaza-. Veamos, aquí está la cocina, éste es el salón, y aquí está el dormitorio.
Nosotras lo seguimos extasiadas. No me lo puedo creer, la ha transformado de arriba abajo, parece otro sitio. Cortinas azules, blancas y celestes y unas mesas de Ikea perfectamente montadas.
– Caro me ayudó a montar todos los muebles…
Mi madre me mira ufana.
– No es verdad, sólo hice unas cuantas cosas.
– No, de eso nada, hiciste mucho. De hecho, mira aquí.
Y nos lleva a una pequeña habitación clara con vistas al río, tiene un ventanal precioso y una mesa grande en la que ha colocado su ordenador, ese que tanto me gusta… ¡Entre otras cosas porque es mucho más rápido que el mío!
– Ésta es tu habitación, Caro. Cuando quieras puedes venir a estudiar. Dentro de nada tendré conexión ADSL, de manera que no te faltarán tus amigas Alis, Clod, y los otros de Messenger…
¡No! No me lo puedo creer, ¡si hasta ha colgado una fotografía de Johnny Depp! ¡Caramba, es una habitación fantástica! Entre otras cosas porque es mucho más grande que la mía. Pero eso no lo digo.
– ¿Puedo venir de vez en cuando a estudiar, mamá?
– Claro, basta con que estudies de verdad, tengo la impresión de que aquí sólo te distraerás.
Rusty me da un abrazo.
– De eso nada. Esto es muy tranquilo, no hay nadie que grite o haga ruido. Mucho más tranquilo que nuestra casa.
Mi madre y él se miran y permanecen en silencio durante unos instantes. Luego Rusty ve la planta, o quizá simula verla en ese preciso momento.
– ¡Eh, qué bonita! Pero ¿qué me habéis traído?… Un aciano. -Se acerca y coge la tarjeta-. «¡Para nuestro escritor, para que seas feliz!»
Rusty esboza una sonrisa. Cierra la tarjeta y se la mete en el bolsillo de la cazadora.
– Lo soy, ahora que estáis aquí lo soy. ¡Vamos a la mesa!
Ha sido una tarde maravillosa, os lo aseguro. Rusty James ha puesto la mesa en la sala, junto a la ventana más grande, que, en esos momentos, acariciaba el sol. Porque hoy, pese a que estamos en noviembre, lucía un sol fantástico.
Ensalada de arroz, antes entrantes variados, de esos que tanto me gustan, mozzarella pequeña, salchichas pequeñas y aceitunas, tomatitos aliñados, pimientos pequeños, de esos redondos que van rellenos de atún y alcaparras. En fin, como podéis ver, todo pequeño.
– Esta especialidad la he comprado pensando en vosotras: quesitos a las finas hierbas.
Ni mi madre ni yo sabíamos de qué estaba hablando, pero los hemos probado y nos han gustado. Es un queso blando, no muy graso, de sabor no muy fuerte, salpicado de hierbas por encima. Y luego un vino espumoso muy frío , helado. ¡Pum! Me gusta cuando los tapones saltan sin que nada los pueda retener. Rusty abre la botella apuntando a la ventana abierta, hacia el río. Y el tapón vuela muy lejos, y después…, ¡plof!, aterriza en medio del Tíber, se hunde en el agua y sube de nuevo rápidamente a la superficie. Lo contemplamos mientras se aleja así, libre, empujado por la corriente, rumbo a lo desconocido.
– Mamá, ¿puedo beber yo también un poco?
– Un día es un día…
– Sí, claro.
De forma que doy un sorbo y pruebo también la ensalada, que tiene una pinta estupenda.
– Pero ¿qué es esto?
Rusty sonríe.
– Hojas de espinacas.
– ¿Tan grandes?
– Sí, tan grandes.
Mi madre las corta con el cuchillo.
– Mmm, están ricas, veo que has echado también pera y queso parmesano. -Aparta algunas hojas y llega al fondo-, ¡Piñones y uvas pasas!
– Sí, y lo he aliñado con vinagre balsámico.
Vuelvo a probar prestando más atención.
– Por eso pica.
– ¡No pica!
– ¡A ti siempre te pica todo!
Nos echamos a reír. Y tengo la impresión de estar como en casa, aún más, en una nueva casa, más tranquila, eso sí. Es cierto, no se oye ningún ruido. Se está francamente bien. Y comemos en silencio. Rusty tiene un pequeño equipo de música en el salón, De improviso se levanta y pone un C'D, Coldplay, X & Y. Precioso. Lo he escuchado sólo una vez, pero en seguida me gustó. Quizá porque hay una canción con una frase que dice: «No tienes que estar solo. No tienes que estar… solo en casa,…»
A continuación se dirige a la cocina y reaparece al cabo de unos minutos con una pequeña tarta de chocolate, la que me gusta a rabiar. ¡Con una velita en el centro!
– Pero bueno, qué guay. ¿Qué fiesta es hoy?
– ¡La del feliz no cumpleaños!
Sabe que me encanta Alicia.
– Es una broma, la he comprado porque sois las primeras personas que invito aquí.
A saber si es verdad, pero me gusta pensar que es así. Los tres soplamos la velita, y después mi madre empieza a cortar la tarta. La divide perfectamente en tres trozos, y la verdad es que le salen idénticos, uno de esos raros casos en que uno quiere precisamente que no sobre ni falte ni un solo trozo.
Después Rusty prepara el café, pero sólo lo beben ellos. Salimos y nos echamos en las tumbonas a tomar el sol con los pies apoyados en la barandilla. Yo soy la que tengo la silla más cerca de ella, porque soy la más baja. Cierro los ojos y me siento sorprendentemente bien. Por supuesto, me gustaría que Massi estuviese en una tumbona aquí, a mi lado. Aunque quizá hoy su presencia estuviese de más. Rusty James nos mira satisfecho.
– Se está bien aquí, ¿eh?
Mi madre le estrecha la mano. -Sí…
Y, al menos en eso, estamos todos de acuerdo. De repente oímos un ruido extraño.
Chof…, chof…
Y, acto seguido, un jadeo. De improviso aparece por la curva, a escasos metros frente a nosotros, una canoa con dos chicos que reman juntos al mismo ritmo.
– ¡Holaaaa!
Los saludo con la mano y ellos, sin dejar de remar, me sonríen. Uno alza la barbilla de golpe, como si quisiese devolverme el saludo, y después desaparecen como han venido, a toda velocidad, siguiendo la corriente del Tíber.
Entonces me vuelvo a sentar, me tiendo al sol en la tumbona, apoyo la espalda y cierro los ojos. Sí. Se está de maravilla, y puedo asegurar que ha sido la tarde más bonita de todo el mes de noviembre.
Darío, el padre de Carolina
Soy el padre de Carolina. Me llamo Darío. Tengo cuarenta y ocho años, soy licenciado y trabajo en el policlínico. Si hay algo que no soporto son los discursos vanos, y que nadie se esfuerce de verdad por las cosas realmente útiles. Las prácticas. Las serias. Las que desde siempre han hecho avanzar el mundo. Te pasas la vida trabajando, luchas por esto y por lo otro y, en todo caso, poco por ti. Crees que has cumplido con tu deber, que te has sacrificado bastante, pero después las cuentas nunca cuadran y, empezando por tu propia familia, nadie te paga lo que te debe. Y sigues así hasta que un día mueres. La vida. Todo el mundo pide sin dar nada a cambio. Todo el mundo roba y les sale bien. Y, en cambio, tú, que intentas ser honesto, sales siempre malparado. Incluso en casa, donde jamás puedo estar en paz. Me gustaría volver y, al menos una vez, encontrarlo todo hecho, que las cosas fluyeran sin mayores obstáculos. Me gustaría ver a mi hijo Giovanni estudiando libros serios para aprobar los exámenes en lugar de perder el tiempo con esos sueños inútiles y el deseo absurdo de escribir. Porque no lo conseguirá. Los soñadores no tienen nada que hacer en este mundo. Basta con mirar alrededor. Con un diploma de medicina en el bolsillo, en cambio, al menos podría hacer algo. Por no hablar de lo que cuesta mantenerlo. Al menos se compraría una casa y así tendríamos un poco más de espacio en la nuestra. Porque nadie parece pensar nunca que aquí no estamos tan anchos. Y cuando uno cría a un hijo hasta los veinte años le gustaría que le diese alguna satisfacción, ¿no? Espero que Alessandra no me decepcione tanto. No va lo que se dice muy bien en sus estudios, pero creo que podrá obtener un diploma, y después podría trabajar como secretaria en un bufete de abogados o en un despacho comercial. Creo que encajaría. A fin de cuentas, a ella la universidad no le interesa. También me gustaría que se vistiese un poco mejor. Es guapa, eso sí, pero a veces resulta demasiado llamativa. Asegura que es la moda de hoy. A mí no me gusta y, sobre todo, detesto que la gente haga comentarios. Intento transmitirle esas ideas, pero no sirve de nada. Su madre le deja comprarse siempre lo que quiere. A Carolina no acabo de entenderla. Tengo la impresión de que, a medida que crece, se va pareciendo más y más a Giovanni. Y eso me preocupa. Cuando discuto con mi hijo, ella sale en su defensa, y también mi mujer. Y eso no se hace, quiero decir que los padres deberían tener una línea de conducta común, y no contradecirse el uno al otro delante de los hijos. Por eso crecen así. Me gustaría que Carolina pasase un poco más de tiempo en casa, sólo tiene catorce años. Después nos lamentamos de que las cosas van mal, y se oyen todas esas historias en televisión. Hace falta disciplina. Y a un padre que se pasa el día fuera de casa trabajando para llevar dinero a su familia le gustaría que su esposa fuese capaz de controlar un poco más las cosas, ¿no? De lo contrario, ¿para qué sirve todo? ¿Por qué se crean las familias? Y encima tengo que oír todos esos discursos inútiles de mis hijos. Tienen demasiados amigos acostumbrados a tener el plato en la mesa sin tener que hacer ningún esfuerzo. Sueños y amor, ¡ya me gustaría a mí! ¡Pero antes hace falta el dinero! Después puedes estar seguro de que realizarás tus sueños y de que encontrarás fácilmente el amor. No obstante, el dinero no se gana con trabajos modestos como el mío o el de mi esposa, y menos aún escribiendo libros. Porque, vamos a ver, ¿tanto les cuesta entender a mis hijos que si les digo que se esfuercen y que están en las nubes lo hago por su bien y no para hacerles sufrir? Sin embargo, da la impresión de que nadie lo entiende y siempre consiguen que, al final, me enfade y grite. Ahora bien, nadie me apoya, sólo Alessandra de vez en cuando, pero lo hace porque quiere que le dé permiso para hacer algo, sólo por eso. Me gustaría que mi esposa me apoyase un poco más. Nunca nos acostamos a la misma hora, ella se va a la cama antes, yo después, y cuando llego ella duerme ya. Ni siquiera sé si nos queremos o si, en cambio, seguimos juntos por inercia… Además, se ha abandonado un poco, ya no se cuida tanto. Quizá, si alguna noche la encontrase más arreglada, peinada y maquillada en lugar de con esa cara tan pálida y siempre con los mismos vestidos… En cualquier caso, creo que el amor de las parejas se acaba al cabo de un año como mucho. Luego, si las cosas van bien, se transforma en estima y afecto. El amor es cosa de las películas y de los libros.
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