Federico Moccia - Carolina se enamora

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Regresa el fenómeno, regresa Moccia. La esperada nueva novela del best-seller italiano, Carolina se enamora, desembarca en nuestro país con un sólo objetivo: volver a arrasar. Con A tres metros sobre el cielo, Tengo ganas de ti, Perdona si te llamo amor y Perdona pero quiero casarme contigo, Moccia ha superado ya la cifra de 1.000.000 ejemplares vendidos en nuestro país, seduciendo tanto a jóvenes como a no tan jóvenes con sus relatos de amor adolescente.
Carolina no sólo tendrá que lidiar con este primer desengaño, que la alejará poco a poco de su infancia, sino que deberá enfrentarse a las difíciles relaciones familiares en la novela más intergeneracional de Moccia. La adolescente, como muchas otras de su generación, aprenderá a comprender las preocupaciones de su madre o a entender a su violento, aunque en el fondo adorable, hermano. Gracias a su admirada abuela, Carolina paso a paso irá averiguando qué significa crecer, hacerse adulto.
Como sus obras anteriores, Carolina se enamora, narrada en primera persona, conecta con los adolescentes, enganchados al iPod y a sus móviles. Aunque también deviene un libro imprescindible para los padres que quieran conocer qué hacen y sienten sus hijos cuando salen por la puerta de casa. Sin duda, los libros de Moccia radiografían con humor, ritmo y cascadas de emociones la juventud mediterránea de principios del siglo XXI. Los adultos del mañana.

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– Sí, sí, basta, basta, ¡estoy encantada de que venga! ¡Ay! ¡Basta!

Mi madre me suelta.

– ¡Así me gusta mi pequeñaja!

Vuelvo a acomodarme en el sofá.

– Está bien, que venga, pero si después de que se lo hayamos pedido no quiere venir por razones suyas, porque tiene otra cosa que hacer, ¡juro que la acribillo a pelotazos!

Mi madre se echa a reír.

– ¡No jures. Caro! -añade simplemente.

Siempre me he preguntado cómo conseguirán meter esos barquitos en miniatura en las botellas de cristal. Me recuerda a cuando intento que me entren en la cabeza las reglas de geometría, es algo similar. ¡Exceden las dimensiones de mi cabeza!

El abueloTom tiene tres botellas así en el salón, y cada vez que las miro me parece imposible.

– Abuelo, ya sé que me lo explicaste cuando era pequeña, ¡pero ya no me acuerdo!

– ¿De qué, Carolina?

– De cómo se consigue meterlos dentro, dado que son más grandes que el cuello de la botella.

Mi abuelo se vuelve y me ve junto al estante con un barco en la mano. Se arrellana en su gran silla negra, junto al escritorio. Se recuesta en el respaldo y sonríe.

– Sí que te lo he contado.

– Da igual, hazlo otra vez, quizá así entienda qué debo hacer en geometría…

– ¿Qué tiene que ver la geometría con esto?

– Luego te lo explico. ¡Venga, dime!

Y me siento en el suelo con las piernas cruzadas.

– De acuerdo… Pues bien, hace tiempo la gente tenía miedo de navegar en el mar porque por aquel entonces no era como hoy, los barcos eran menos seguros, se viajaba durante días sin saber lo que podía suceder. De forma que los marineros confiaban en la buena suerte y en la oración. Para que todo eso fuera más concreto, llevaban consigo amuletos, algo parecido a lo que haces tú con esa cosa de peluche cuando tienes un examen.

– ¿Te refieres al llavero del osito?

– Exactamente.

– ¡Hace años que no lo uso, abuelo!

– Muy bien, se ve que has crecido…

Me toma el pelo.

– ¡De eso nada! ¡Debe de haber perdido sus poderes!… ¡He suspendido los últimos exámenes!

Mi abuelo se echa a reír.

– Por lo visto, ya no creías lo bastante en él. En cambio, los marineros debían de creer mucho, hasta el punto de que pensaban que la estampa, el amuleto o el mechón de pelo podía protegerlos de las tormentas, de los motines o de los piratas. No obstante, el problema era conservar y salvaguardar esos objetos, sobre todo los que se estropeaban con mayor facilidad, en un lugar que los mantuviese al abrigo de la humedad. Porque no tenían cajas fuertes personales o herméticas. ¡La única solución eran las botellas! De manera que, poco a poco, el objeto que empezó a verse cada vez con mayor frecuencia en las botellas fue precisamente el símbolo de su vida: el barco. Para introducirlos en ellas hacían lo siguiente: metían por el cuello todo el modelo con las velas y los mástiles doblados después de haber atado a ellos unos largos hilos, de los que tiraban después para levantar el aparejo.

– ¡Ah!

– Y los usaban como amuletos, aunque también como mercancía de intercambio.

– Pero ¿tú has hecho alguno?

– ¡Sí, una de esas tres! La más alta.

– ¡Noooo! ¿Y cómo la hiciste?

– Primero se construye el barco fuera, después se desmonta y se reconstruye una vez dentro mediante los hilos.

– ¡Pero debe de hacer falta muchísimo tiempo!

– ¡Y paciencia! Como en la vida.

– ¿Hacemos uno, abuelo?

– Pero si acabas de decir que lleva mucho tiempo…, te aburrirías a los diez minutos, Caro. ¡Y ese hobby requiere constancia!

– Tienes razón, pero aun así me gustaría hacer algo contigo, ¡eres tan habilidoso! ¿Se te ocurre alguna otra cosa?

– Hoy hace viento, ¿verdad?

– Sí, ¿por qué?

– ¿Qué te parece si le regalamos algo a la abuela?

– ¡Sí! ¿El qué?

– Te propongo que le hagamos un molinete para que lo ponga en una de las macetas de la terraza. Así, cada vez que gire pensará en ti. Le diremos que lo has hecho todo tú sola. Es más, ¡haremos más de uno! Una especie de parque eólico casero.

– Genial, ¡qué bonito! Pero ¿cómo se hacen?

– Es muy sencillo. Coge unas cartulinas de colores que están ahí, en ese mueble.

De inmediato hago lo que me dice. Abro la puerta y cojo una amarilla, una verde y una roja.

– Hay que cortarlas en pedazos de este tamaño…, haciendo unos cuadrados. -Me los enseña-. Caro, sin que tu abuela se dé cuenta, ve a la cocina a buscar unas pajitas. Están en el cajón que hay debajo de la mesita de mármol, junto a los cubiertos.

– ¡De acuerdo!

Me siento como cuando, siendo una niña, quería robar algo de la despensa y el corazón me latía a toda velocidad. Bien, la abuela está allí. Oigo ruidos. Está colocando algo en los armarios. Encuentro las pajitas. Cojo varias y vuelvo apresuradamente al estudio del abuelo.

– Ahora necesitamos pegamento, pinceles y un lápiz, pero lo tengo todo aquí.

– ¡Esto parece una papelería!

– Mira, se hace así…

El abuelo dobla el cuadrado por las diagonales.

– Ahora pinta los triángulos resultantes como prefieras.

Y me pongo a hacerlo, como si fuese una niña, mientras él sigue recortando el resto de las cartulinas.

Nada más acabar, el abuelo pega los extremos casi en el centro de los cuadrados y, a continuación, corta unos círculos y los pega encima de éstos para sujetarlos mejor. Acto seguido coge unos alfileres, unos de ésos con la cabeza grande, hace un agujero en el centro del molinete y clava uno. Introduce la pajita en el otro lado dejando un poco de espacio entre ésta y el molinete. Lo imito y monto tres molinetes más. Pasados unos minutos ya están listos, ¡Han quedado preciosos!

La abuela, que jamás nos molesta cuando estamos en el estudio, no se ha enterado de nada. El abuelo me guiña un ojo y luego abre la puerta.

– Cariño, ¿nos preparas un buen té? Carolina y yo lo necesitamos,…

Nos responde desde su dormitorio.

– Claro…

Así que, cargada con los molinetes, salgo sigilosamente a la terraza. Una vez allí, los coloco en las macetas de flores. Ya está. Son preciosos y, además, en seguida llega una ráfaga de viento que los hace girar.

Me escondo en un rincón y espero.

Pasados unos minutos la abuela sale con su taza de té verde en la mano.

– Pero ¿dónde estáis?

Mira alrededor. La espío desde detrás de las hojas del jazmín. Veo que cambia la expresión de su rostro.

– ¡Tom! ¡Tom!

Aparece el abuelo.

– ¡Dime!

– ¡Hay unos molinetes!…

– ¿Unos molinetes?

– Sí, aquí, ¿los has puesto tú?

– Yo no.

– Pero ¿dónde está Caro?

Y me buscan, el abuelo, mi cómplice, hace como si nada. Minutos después salgo de mi escondite de un salto.

– ¡Aquí estoy, abuela!

– Pero ¿qué hacías ahí?

– ¿Te gusta nuestro regalo?

– ¿Nuestro? -pregunta el abuelo-. ¡Pero si lo has hecho tú! -Acto seguido mira a la abuela Luci, quien sabe de sobra lo que ha ocurrido-. Es verdad, te lo juro… ¡Todo ha sido obra suya!

– No juréis…

Después se dan un beso fugaz y nos sentamos allí, en la terraza, a contemplar los molinetes que giran rápidamente en las macetas; cuando amaina el viento se detienen, pero en seguida sopla una nueva ráfaga y se ponen de nuevo en movimiento. Cuando giran a esa velocidad, los colores se mezclan convirtiéndose en uno solo. Es precioso, Bebo un poco de té. El abuelo y yo nos miramos orgullosos. Debo decir que en su casa se está realmente bien.

Finales de noviembre. Hoy en el colegio el tema es el amor. ¡Un amor lleno de sufrimiento! El profe de italiano nos ha hablado de Dino Campana y de Sibilla Aleramo. Dice que no le gusta que Campana se quede siempre fuera del programa, que es un autor que no se trata nunca y que es una pena. Y ha optado por empezar contándonos la historia de ambos. Yo en parte sabía de qué iba porque Rusty me hizo ver la película en DVD. Es bonita. Aunque también un poco triste. Cuántas cosas le escribió él a ella. Pero ¿por qué será que los amores imposibles hacen que seamos más creativos? Mientras el profe nos leía: «Encontramos unas rosas, eran sus rosas, eran mis rosas, a ese viaje lo llamábamos amor», todos estaban un poco distraídos, pero yo, curiosamente, tenía los cinco sentidos puestos en lo que decía. En mi opinión, en el pasado se hablaba del amor con más pasión. Usaban palabras distintas. ¿Qué debe de decir Massi del amor? ¡Esperemos que no esté diciéndole muchas cosas a otra! De eso nada, antes voy yo. Mejor dicho, ¡soy la única! Claro que tener a un hombre que te diga esas cosas debe de ser maravilloso… «Porque yo no podía olvidar las rosas, las buscábamos juntos…» Tampoco yo puedo olvidarme. Y, además, figuraos, nadie me ha regalado ninguna hasta la fecha.

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