Cuando dejamos de besarnos permanecemos un rato en silencio con las bocas muy juntas. Luego nos separamos y nos sonreímos. Lele exhala un hondo suspiro.
– Perdona.
– ¿Por qué?
– Bueno… he tirado con fuerza de ti y…
– No, no, me parece bien…
Se acerca de nuevo.
– Juegas muy bien al tenis.
Y me besa de nuevo. Esta vez lentamente, sin prisa, con dulzura, acariciándome el pelo. Vale. Todo va bien. ¡Pero podría haberse ahorrado esa frase! ¿Qué habrá querido decir? ¿Quería hacerme un regalo? Quiero decir, ¿que si no fuera buena no me habría besado? Puede que esté exagerando. Quizá le esté dando demasiadas vueltas. Pero es la primera vez que salimos al margen de las clases de tenis. En fin, ¡que no me esperaba que me besase esta noche! De hecho, más tarde, mientras volvemos a casa en coche, me siento extrañamente cohibida. Me refiero a esos extraños silencios que se van prolongando a medida que avanzas, que se van agrandando, y cuanto más piensas en ello menos palabras encuentras para romperlos. Al final, como sucede a menudo…
– Bueno, ¿qué dices?
– ¿Por qué no hacemos…?
Hablamos a la vez. Y al cabo de unos instantes, vuelve a suceder:
– No, quería decir…
– Eso es, decía…
Y al final te echas a reír y, de una manera u otra, te ves obligado a tomar una decisión.
– ¡Está bien, Caro, habla tú!
– No, quería decir, ¿crees que podré jugar un partido alguna vez? ¿Seré capaz de hacerlo?
– Oh, sí, claro… Estaba a punto de decirte precisamente eso, podríamos jugar de verdad algún día, es más competitivo, se corre más y se hace más deporte, vaya. ¡Así podrás comer lo que quieras después!
Me echo a reír, pero en mi fuero interno pienso: ¿qué habrá querido decir? ¿Que en realidad no he corrido bastante? ¿Que cuando juego es como si no jugase? En ese caso, ¿por qué ha dicho que soy buena? ¿Para besarme? Siempre igual… Bueno, ya hemos llegado a casa.
– Aquí estamos.
Lele se detiene unos metros más allá de la verja.
– Me alegro de que hayamos salido esta noche.
– Yo también…
Me mira en silencio. Yo agacho la cabeza y miro las llaves que acabo de sacar del bolsillo. Juego con ellas entre las manos. Ya. Por fin me las han dado, si bien creo que es sólo por esta noche. Lele apoya su mano sobre la mía. La miro. Después a él. No he entendido nada de esos discursos sobre el tenis, pero al menos estoy segura de una cosa y quiero decírselo.
– Me encantaría volver a verte, pero antes quiero decirte algo.
– ¿Qué?
– Tengo trece años y medio.
– Ah.
Lele levanta su mano de la mía. Luego se vuelve lentamente hacia la ventanilla. Me quedo callada por unos instantes, escrutándolo. Él mira afuera.
– Lo siento, Lele, no quería mentirte. Ni siquiera sé por qué te lo dije… Pero sigo siendo la misma. O te gusto o no. No creo que ese medio año de diferencia pueda convertirme en otra persona.
De nuevo el silencio. Después Lele se vuelve hacia mí y de improviso me sonríe.
– Tienes razón. No sé qué me ha pasado. ¿Jugamos el lunes?
– ¡Claro! ¡Un partido!
Y esta vez soy yo la que se inclina hacia él y lo besa. Pero en la mejilla. Después hago ademán de abrir la puerta. Lele me agarra un brazo y me atrae hacia sí. Me da un beso. En la boca. Un poco más largo que el de antes. No sé por qué, esta vez tengo la impresión de que se agita demasiado. Su lengua parece enloquecida. Me entran ganas de echarme a reír pero me contengo, y al final noto que me toca un pecho con la mano. ¡No! Lo hace muy de prisa, ¡lo aprieta como si fuese una pelota! ¡Vaya tela! Consigo desasirme de su abrazo y acto seguido, poco a poco, con dulzura…
– Debo marcharme… Hablamos mañana.
Me escabullo del Smart y me precipito hacia el portal sin volverme siquiera.
En el ascensor. El corazón me late a toda velocidad. Respiro profundamente. Más aún. Debo calmarme. Por otra parte…, mejor que Cenicienta…, son las once y media. Pero no estarán todos durmiendo. Giro la llave en la cerradura. Y…
– ¿Eres tú, Caro?
– Sí, mamá.
Se acerca a mí procedente del salón.
– ¿Y bien? ¿Cómo ha ido?
– Oh, de maravilla, hemos ido a comer una pizza aquí cerca.
– ¿Quién ha ido?
– Un grupo…
Noto que busca mi mirada.
– Un grupo, ¿eh?
– Sí, gente del colegio, no los conoces. -Hago ademán de encaminarme a mi dormitorio.
– ¿Caro?
– Sí, mamá, ¿qué pasa?
– ¿Me das un beso?…
Me acerco a ella y noto que, además de darme un beso, me olisquea. Quizá quiera comprobar si he fumado. Al menos en eso no hay problema. Veo que sonríe aliviada.
– Ah, una última cosa, Caro…
– ¿Sí?
– Las llaves.
Las saco del bolsillo de los pantalones y se las pongo en la mano. Estaba cantado. Mi madre sonríe.
– Ya verás como no tardarás en tenerlas, es sólo cuestión de tiempo. Y de confianza.
Me dirijo a mi habitación. Me desnudo. Y, de repente, me vienen a la mente una serie de pensamientos que no tienen nada que ver con lo sucedido. Quizá para disimular la emoción, para sumergirme por un momento en la normalidad. Mañana es la fiesta de la Inmaculada, ¡No hay colegio! ¡Puedo dormir hasta tarde! Sí, me gustaría…, pero mi madre nunca me deja. Me despierta a las nueve como muy tarde y me obliga a limpiar mi habitación. También Ale debería hacerlo, pero ella volverá más tarde, tendrá sueño, se levantará a mediodía, comerá, se duchará, se arreglará y volverá a salir. De manera que no tendrá tiempo de limpiar. Así lo remedia mamá… Mi madre. Que hoy debería haber bajado las luces, los adornos y el árbol artificial porque somos una familia ecológica. No veo la hora de que llegue el día 24 para ir a curiosear los paquetes por la noche. Sí, lo sigo haciendo, pese a que sé de sobra que Papá Noel no existe. Pero ¿por qué se me ocurren ahora estas cosas? Y de repente me doy cuenta, como si hubiese aparecido mi estrella personal: ¡Lele me ha besado! Enciendo el ordenador. Internet. Messenger. Si bien mi madre no quiere que me conecte a esas horas, no puedo remediarlo. Es más fuerte que yo.
«¿Estás ahí?»
Alis me responde al cabo de un segundo.
«Claro que estoy aquí, ¿dónde, si no? ¿Cómo ha ido?»
Se lo cuento todo con pelos y señales: lo de la mentira, el hecho de que él no le haya dado importancia y de que haya estrujado mi teta como si fuese una pelota de tenis. Cuando termino, Alis me escribe un montón de cosas, me tranquiliza y me hace comprender que la historia de Lele podría funcionar y que lo de la pelota se debe a que, en ocasiones, los chicos experimentan unos deseos repentinos que no consiguen dominar. Alis me gusta. Me dice justo lo que quiero oír, todo lo que me gustaría poder contarle a una persona como mi madre, sólo que me da demasiada vergüenza y, además, no sé cómo reaccionaría. En pocas palabras, que Alis es realmente perfecta en esto, digamos que es una especie de madre virtual más flexible que la auténtica. Como si respondiese mi llamada, mi madre abre la puerta en ese momento,
– ¡Caro! Pero ¿qué haces? ¿Todavía tienes el ordenador encendido! ¡Es tarde y tienes que dormir!
– Tienes razón, pero quería buscar una cosa sobre los exámenes de la semana que viene.
– ¿Ahora?
– Sí, de repente he tenido una duda y, si no la resolvía, sabía ya que no iba a poder conciliar el sueño.
Apago el ordenador. Salto sobre la cama y me meto al vuelo bajo el edredón y las sábanas. Mi madre se acerca y me arropa.
– ¿Todo arreglado ahora?
Asiento con la cabeza y, sabiendo qué pregunta vendrá a continuación, me anticipo. Abro la boca
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