Pulsa otro botón y aparece el vídeo de Elisa. -¡No! ¿No me lo puedo creer! ¡La adoro! Es increíble, absurdo, genial, una casualidad del destino, ¡lo están emitiendo en MTV!
– ¡De eso nada! ¡Es el DVD! -Abre una bolsa y lo saca-. Toma, es para ti, ¡sabía que te encantaba!
– ¡Gracias! -lo aprieto contra el pecho-. Es lo más bonito que podrías haberme regalado.
Y bailo moviendo la cabeza al ritmo de la música mientras canturreo: «Cuántas cosas que no sabes de mí, cuántas cosas que no puedes saber…, cuántas cosos para llevarnos juntos a ese viaje …» Acto seguido, observo con más detenimiento el interior del coche. -Caramba, es genial.
Está tapizado con números de color azul oscuro con sombras y brillos. Tiene dos altavoces pequeños delante y un woofer enorme detrás. Además de la tele delante.
– ¿Que tamaño tiene?
– Quince pulgadas, como la pantalla de un ordenador grande. Y he hecho poner cristales tintados al coche, ¡así puedes verla también de día!
Me mira rebosante de orgullo mientras sigue conduciendo.
– ¡Es ideal! ¡Me encanta!
Le sonrío, y Gibbo se siente feliz. Ojalá tuviese yo un coche como ése, incluso básico, sin todos esos accesorios, es decir, con todo lo que le ha puesto es como si se hubiese comprado dos. ¡La verdad es que podría regalarme uno! Gibbo parece leer mis pensamientos.
– Bueno, Caro, ¡ahora podré pasar a recogerte con el coche siempre que quieras! Incluso puedo acompañarte a casa.
– Pero si vivo a un paso del colegio.
– ¿Y eso qué tiene que ver? Paso a recogerte, te llevo a desayunar y después te acompaño al colegio.
– Ah, sí, me gusta la idea. En ese caso, ¿sabes adónde tienes que llevarme? A tomar un capuchino al Bar Due Pini.
– Por supuesto, nos lo tomaremos allí.
Luego Gibbo dobla una curva cerrada. Me aferró al asidero de la puerta y él se echa a reír, acelera, conduce como un rayo, con la música a todo volumen mientras el tubo de escape arma un buen escándalo. Luego me mira con aire astuto.
– Se nota que lo he cambiado por un Aston, así corre más,
– Se nota, se nota,…
Tenemos que subir más la música para entender la letra. Gibbo entra en el Trastevere, enfila una callejuela que hay a mano derecha. San Pancrazio. Gira a toda velocidad varias curvas y en menos que canta un gallo llegamos al Gianicolo.
– ¿Ves a donde te he traído? -Sí, es precioso…
Ahora el Chatenet azul metalizado avanza lentamente por la plaza. El tubo de escape ruge sin armar tanto estruendo. Gibbo aparca en un espacio libre, no muy lejos de un muro con vistas a la ciudad.
– ¿Bajamos? -le digo.
– Claro.
Echamos a andar, llegamos junto al muro y me apoyo en él; está congelado.
– Mira, Caro… Mira los coches que corren ahí abajo. ¿Los ves, con los faros encendidos? Bonito, ¿no?
– Sí, quizá sean todos microcoches, ¡pero ninguno es tan bonito como el tuyo!
– Eres un cielo.
– Te lo digo en serio.
Después nos quedamos en silencio, contemplando la zona de la ciudad que queda a nuestros pies.
– Hace frío, ¿eh?
– Un poco.
Me rodeo el cuerpo con los brazos.
– Es que aquí hay un montón de árboles. -Gibbo sonríe-. Sí, ésta es una zona verde, al menos en un setenta por ciento. ¿Sabes que son las plantas las que producen este frío porque oxigenan el aire cada cuatro minutos al sesenta por ciento? Por eso, en los sitios donde hay plantas hace más frío.
– Ah, no lo sabía. -En realidad creo que ni siquiera sé un uno por ciento de lo que sabe él-. Pero sí sé lo que me gustaría tomar ahora, Gibbo.
– ¿Qué?
– ¡Un chocolate!
– Vamos a ver si hay algún sitio abierto por aquí.
– Vamos… ¡Me encantaría! ¿Sabes el que me pirra? El de Cióccolati, es chocolate negro fondant. -Miro el reloj-, Pero a esta hora seguro que ya está cerrado.
Gibbo sonríe y camina con cierta chulería.
– ¿Y si te lo preparase yo directamente en el coche?
– Anda ya, el de Ciòccolati…
– Sí, precisamente el de Ciòccolati.
¿Y cómo piensas hacerlo? No me digas que es un coche mágico.
– Ni más ni menos. ¿Qué me dices?
– ¡Venga, enséñamelo!
Me dirijo hacia el microcoche. Él me detiene.
– ¡No, no le tengo!
– ¿Ves? ¿Lo sabía?
– ¿Ah, sí? ¿Estás segura?
– Al ciento por ciento, casi como de esa historia de los árboles, que al final resulta que si hace frío es por culpa suya…
Gibbo se ríe.
– En ese caso, apostemos…
– Vale, lo que quieras.
Gibbo arquea las cejas. Me preocupo.
– ¡Eh, sin exagerar!
– Decides tú, entonces.
– No, tú.
Reflexiona por un instante.
– Bien, en ese caso, si te preparo en el coche un chocolate caliente…
– Negro fondant como el de Cióccolati…
– Negro fondant como el de Cióccolati, tú…
Se queda pensativo por unos segundos, me escruta.
– ¿Yo?
– Tú me das un beso.
Me callo,
– ¿Un beso… beso?
– Claro, ¿acaso el chocolate no es chocolate chocolate? Permanezco en silencio. ¿Quiere un beso? Sonrío mientras le pienso.
– Pero si acabas de asegurar que no tengo chocolate en el coche… ¿qué más te da? No puedes perder.
Lo está haciendo adrede. Es un farol. O tal vez no.
– Gibbo, dado que sabes hacer todos esos cálculos, ¿qué probabilidades tengo?
– Bueno, teniendo en cuenta que no debe ser un chocolate cualquiera, sino un chocolate fondant tipo Cióccolati…
– Ah, claro, ¡eso es fundamental!
– En ese caso, yo tengo un treinta por ciento de posibilidades de ganar, y tú un setenta.
Abre los brazos. Lo miro por un instante a los ojos. Lo observo con detenimiento. Quiero comprobar si está mintiendo. Tiene el semblante tranquilo de alguien que no oculta nada.
– Bien. Acepto.
Subimos al coche. Gibbo sonríe y pulsa un botón, tac. No me lo puedo creer. Debajo del salpicadero se abre un pequeño cajón con un cazo, agua, una plancha eléctrica, un cable conectado al encendedor y… una infinidad de sobres diferentes de Cióccolati: ¡con leche, avellanas y chocolate fodant! Y no sólo eso, porque también los tiene con distintos porcentajes de cacao: setenta y cinco, ochenta y cinco y noventa por ciento.
– ¡Esto no vale!
– ¡Sí, claro, nunca vale cuando gana el otro!
¡Pero tú lo sabías!
– Y tú podrías haber dicho que no…
Gibbo abre en seguida la botella de agua, la vierte en el cazo y lo pone encima de la plancha. A continuación conecta el cable con el enchufe al encendedor y arranca el motor.
– No puedes decir que te he obligado.
– Eso es cierto…
Gibbo coge los sobrecitos.
– ¿Setenta y cinco, ochenta y cinco o noventa?
– Ochenta y cinco.
Echa el chocolate en el cazo y lo mezcla con una cucharilla. ¡Si hasta tiene una cucharilla! El chocolate está listo en un abrir y cerrar de ojos.
– Pero me hiciste creer que no tenías.
– No, eso sí que no. Me preguntaste si tenía un coche mágico, y yo te contesté que no, que no lo tenía. -Sirve el chocolate en dos tazas-. Y es cierto, -Me pasa la mía-. Mi coche no es mágico, sólo está bien preparado.
Miro la taza.
– Nooo, no me lo puedo creer. ¡Si tiene escrito mi nombre!
– Sí.
Esboza una sonrisa y bebe su chocolate. Y yo me bebo el mío, está delicioso.
– Mmmm, qué rico. Te ha salido realmente bien.
Guardamos silencio por un momento. Gibbo pone otro CD con una música preciosa. Creo que es Giovanni Allevi, me parece que he oído esa canción en un anuncio. Intento beberme lo más lentamente posible el chocolate, pero ya no me queda casi en el fondo.
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