Tum, tum, tum.
Alguien llama a la puerta.
Me incorporo.
– ¿Quién es?
Intentan abrir. Está cerrada. Por suerte.
– ¡Soy yo, Ale! ¿Cuánto tiempo piensas estar ahí dentro. Caro?
– Oye, estoy muy a gusto, ¿de acuerdo? Así que espera un poco.
– ¡Mira que si no sales echo la puerta abajo!
Pum. Oigo que da una patada en la parte baja de la puerta. Con fuerza.
– Usa el otro baño.
Pum. Otro. Mi hermana, qué coñazo. Me pongo en pie. Me quito la espuma, me seco. Me pongo el pijama azul turquesa. Abro la puerta y salgo del baño toda perfumada, ligera. Me siento limpia. Tranquila. Relajada.
– Ya era hora…
Ale entra deslizándose por detrás de mí. No le hago ni caso. Gracias, Alis. Nos lo explicaste todo a la perfección. Sonrío. De una mañera u otra, se puede decir que ha sido mi primera vez. Me siento en el sofá. La cena todavía no está lista. Enciendo la televisión. Busco el canal 5, Ha empezado «Amici». La verdad es que me gustaría ser una de las participantes, pero sin competir, eso no. Se marchan todos, salen del estudio, sacan a empellones a la presentadora y yo permanezco allí, con mi pijama azul turquesa y el micrófono en la mano. Canto de maravilla. Y en las gradas está sólo él, Massi. Canto para ti, Massi.
Cojo el móvil y me pongo en pie sobre el sofá.
Iris.
La canto casi a voz en grito.
– ¡Caro! -Me vuelvo. Es mi madre-. ¿Has perdido el juicio?
Le sonrío.
– ¡Es mi canción favorita!
– Sí, sólo me faltaba ahora que participases en el festival de San Remo… Ven a la mesa, venga, la cena está lista.
– Sí, mamá…
Le sonrío y me ruborizo ligeramente. Un pensamiento repentino. Si sólo pudiese imaginar, si sólo supiese lo que ha ocurrido en el cuarto de baño. Y todo lo que me está sucediendo. Qué bonito sería en ocasiones no tener prejuicios y poder confiarse abiertamente, sobre todo con alguien como ella. Me siento frente a mi madre, despliego la servilleta y le sonrío.
– Mmm, qué bien huele… Debe de estar delicioso.
Mi madre no me responde y empieza a servirme. De manera que bajo los ojos y aparto de mi mente cualquier pensamiento, salvo uno. A menudo parece que estemos muy cerca cuando, en realidad, estamos muy lejos unos de otros.
He ido a ver a la abuela. Hacía tiempo que no iba a visitarla. Y, de alguna forma, me sentía culpable. Como si mi felicidad me apartase de su dolor. Hoy, sin embargo, Massi no podía venir a recogerme a la salida del colegio. De forma que he pensado que debía ir a su casa. Por todas las cosas bonitas que me han enseñado, tanto ella como el abuelo Tom. Una pareja maravillosa.
– ¿Qué es esto?
– Un albaricoquero. Pero los frutos todavía están verdes.
– ¿Se llama de verdad así? Es la primera vez que lo oigo.
Mi abuela sonríe, camina con sus zapatillas azul oscuro por la gran terraza, se aproxima a las plantas y da la impresión de acariciarlas. Ha cambiado. Ahora parece más taciturna.
– Hoy me ha ido muy bien en el colegio…
– ¿Ah, sí? Cuéntame…
Le digo que me han preguntado sobre un tema, que me han puesto una buena nota, en fin, le cuento cómo van las cosas en general. De vez en cuando me mira de soslayo y después se concentra de nuevo en sus flores. Asiente con la cabeza mientras escucha, pero luego su mirada se torna más atenta, sus ojos se cruzan con los míos, los observa como si buscase algo nuevo. Por lo visto, se ha dado cuenta. Soy tan feliz… Me encantaría contarle mi historia con Massi, pero no lo consigo, es superior a mis fuerzas.
– Muy bien, veo que todo te está saliendo a pedir de boca…
– Sí, y ahora tengo que prepararme como es debido para el examen final…
– Sigues viendo a tus amigas Alis y Clod, ¿verdad?
– Por supuesto.
– Bueno, creo que estás viviendo una época preciosa.
– Sí, abuela, es justamente así.
Le sonrío y decido contarle lo de Massi. Pero cuando estoy a punto de empezar a hablar, ella se vuelve, coge un mechón de pelo que le ha caído sobre los ojos, se lo acomoda como puede intentando echárselo sobre los hombros.
Y, de repente, noto que se entristece, busca algo en un lugar indefinido, en el aire, entre los recuerdos, en un pasado remoto o arcano, en su jardín privado, lleno de flores, de setos bien cuidados, de tesoros enterrados, ese lugar umbrío que todos tenemos y en el que de vez en cuando nos refugiamos, ese lugar cuyas llaves sólo poseemos nosotros. Luego parece recordar mi presencia de improviso, entonces se vuelve de nuevo y esboza una sonrisa preciosa.
– Ah, Caro… Despéjame una curiosidad… Ese chico, ese que te había impresionado tanto…, ¿cómo se llamaba? -Mira el cielo como en busca de inspiración. Acto seguido sonríe, repentinamente feliz-. ¡Massi!
Lo recuerda, y yo no puedo por menos que ruborizarme un poco.
– Lo llamabas así, ¿verdad?
– Sí.
– ¿Lo has vuelto a ver?
Me encantaría contárselo todo, la fiesta a la que no quería ir, nuestra canción que suena de repente y él, que en ese momento se encuentra a mis espaldas y me besa… Pero se me encoge el corazón, me siento como una estúpida. Su historia de amor era la más bonita de este mundo y ha acabado así, sin que llegasen a romper. De manera que todavía no ha terminado. La miro y me percato de que ya no consigo hacerla feliz, de que ya nada le puede bastar, ser su razón de vida, su felicidad. ¿De qué puedo hablarle yo? Me entran ganas de echarme a llorar, de morirme.
– No, abuela, por desgracia no. No he vuelto a verlo…
Abre los brazos.
– Lástima…
Y entra en casa.
– ¿Te apetece beber algo, Carolina?
– No, abuela, gracias. Tengo que marcharme.
Le doy un beso fugaz, a continuación la abrazo fuertemente y cierro los ojos mientras apoyo mi cabeza sobre su hombro. Cuando los abro lo veo de repente a una cierta distancia, sobre la mesa. El dibujo. El dibujo que le hizo el abuelo para el día de los enamorados: un corazón grande coronado por la frase «Para ti, que alimentas mi corazón». Exhalo un largo suspiro, larguísimo. Las lágrimas afloran a mis ojos.
– Perdona, abuela, pero es que llego tarde.
Y me marcho.
Bajo la escalera a toda velocidad, salgo a la calle, respiro profundamente, cada vez más. Él. Sólo él. Ahora, de inmediato. Saco el móvil del bolsillo y tecleo su número.
– ¿Dónde estás?
– En casa.
– No te muevas de ahí, por favor.
En un abrir y cerrar de ojos me encuentro junto al portón. Llamo al interfono. Por suerte, responde él.
– ¿Quién es?
– Soy yo.
– Pero bueno, ¿es que has venido volando?
– Sí. -Me gustaría decirle: «Necesitaba volar para venir a verte.» No lo puedo resistir- ¿Puedes bajar un momento, por favor?
– En seguida…
Y mientras lo espero debajo de su casa veo un relámpago. El cielo se oscurece de repente. Oigo un trueno a lo lejos. Tengo miedo. Pero justo en ese momento Massi sale del portal.
– ¿Qué pasa, Carolina?
No digo nada. Lo abrazo. Coloco mis manos detrás de su espalda, apoyo mi cabeza en su pecho y lo abrazo con más fuerza. Aún más. Lo estrecho entre mis brazos. Otro trueno y empieza a llover. Al principio es una simple llovizna, pero, poco a poco, va arreciando.
– Venga, Carolina, entremos, o nos empaparemos…
Trata de escapar, pero yo lo aferró con mis brazos.
– Quédate aquí.
Mejor. Mis lágrimas pasarán desapercibidas con la lluvia. Levanto la cabeza, ya estamos completamente mojados. Sonríe.
– Estás como una cabra…
El agua, resbala por nuestras caras. Nos besamos. Es un beso precioso, infinito. Eterno. Dios mío, cuánto me gustaría que fuese eterno. No me detengo en ningún momento, lo beso y vuelvo a besarlo, mordiendo sus labios, poco menos que hambrienta de él, de la vida, del dolor, del abuelo, que ya no está con nosotros, de la infelicidad de la abuela.
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