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Dino Buzzati: La famosa invasión de Sicilia por los osos

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Dino Buzzati La famosa invasión de Sicilia por los osos

La famosa invasión de Sicilia por los osos: краткое содержание, описание и аннотация

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La famosa invasión de Sicilia por los osos, ilustrada por el propio autor, es uno de los más bellos libros infantiles escritos en Italia en el siglo XX. Es un clásico para la infancia que, como todos los grandes libros para niños, interesa a lectores de todas las edades. Los niños encontrarán en él la fábula, la aventura, la magia, el delicado humor de su autor, el escalofrío de los monstruos y los fantasmas, y también la profundidad de un mensaje genuino de este gran autor. Se trata de una historia sobre el verdadero valor, sobre la amistad y la generosidad, sobre el desapego hacia el lujo y el poder, sobre la dignidad y la necesidad de aprender a ser uno mismo en cualquier circunstancia de la vida.

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Ahora el profesor De Ambrósiis, enfadadísimo con el Rey Leoncio y con los osos por haber tenido que desperdiciar uno de sus dos hechizos disponibles, quería vengarse. Y pensó que sería magnífico llevar a las fieras a la Roca Diabla: como eran tan ingenuos, a la vista de los fantasmas los osos se quedarían, como mínimo, muertos de repente.

Dicho y hecho. De Ambrósiis aconsejó al Rey Leoncio que llevara a sus animales a pasar la noche en el castillo: encontrarían donde dormir, comer y divertirse. «Mientras tanto, yo voy por delante para hacer los preparativos».

Y corrió por delante de ellos a la Roca para poner sobre aviso a los fantasmas. Como mago, tenía gran confianza con los espíritus, sabía muy bien que no eran peligrosos y les trataba sin excesivos miramientos.

«¡Arriba, arriba, amigos!», gritaba el profesor, corriendo por los salones ruinosos, invadidos ya por el crepúsculo. «¡Despertad, que llegan los huéspedes!»

Y de los cortinajes polvorientos, de las armaduras herrumbrosas, de las tiznadas chimeneas, de los viejos libros, de las botellas, hasta de los tubos del órgano de la capilla, salían en tropel los fantasmas. Feas caras, a decir verdad; cualquier cosa menos alentadoras para quien no tuviese práctica. Pero a él, De Ambrósiis, personalmente le traían sin cuidado, él era como de la familia.

¡Pero con esto no se contenta

y con el fuelle de la chimenea

va soplando por los intersticios

despertando a los nobles espíritus!

«¡Arriba, condesa», susurra, «es el día requerido

para imitar del gato el maullido.

Y también vosotros, ilustres señores,

hacedme el favor de ir a los salones.

Esta noche habrá gran fiesta de espantos

maullidos, gemidos, estridor y llantos.

Cuanto más miedo deis, más bello será

y el Rey Leoncio reventará».

¡Medianoche, la hora de las brujas! Desde la torre más alta, el espíritu de un antiguo reloj, ahora totalmente desvencijado, emitió doce débiles «¡deng! ¡deng!» y nubes de murciélagos se desprendieron de las ruinosas bóvedas, desparramándose por el castillo. Justo en aquel momento, el Rey Leoncio, a la cabeza de su pueblo, avanzaba por los desolados corredores, maravillándose de no encontrar luces encendidas, ni mesas servidas, ni orquestas de músicos (como De Ambrósiis había prometido).

¡Sí, sí, músicos!

De una gran telaraña que colgaba de un rincón se desprendieron, avanzando hacia Leoncio, una docena de espectros que gemían y hacían muecas.

«Los osos, animales ingenuos -había pensado De Ambrósiis-, tendrían un miedo de mil demonios». Pero el cálculo había fallado. Precisamente por ser simples e ingenuos, los osos contemplaron aquellas extrañas apariciones con curiosidad y nada más. ¿Por qué atemorizarse? No tenían dientes, ni colmillos, ni uñas; y sus voces se parecían a la de la lechuza.

«¡Vaya, mira, unas sábanas que bailan solas!», exclamó un osezno.

«Y tú, hermoso pañuelito, ¿por qué giras de ese modo?» preguntó otra fiera de un pálido espiritillo que daba vueltas a la altura de su hocico.

Pero ved también que los espíritus se detienen, dejando los gemidos y las locuras.

«¿Qué es esto?», grita uno de ellos con voz débil, pero ansiosa, cambiando completamente de tono. «¡Nuestro buen Rey! Pero, ¿cómo?, ¿no me reconocéis?»

«Pues… no sé… verdaderamente…», murmura Leoncio azorado.

«Soy Teófilo», dice el espíritu, y después, indicando a sus compañeros: «y éstos son Gedeón, Bafis, Narizotas, Patillas, tus fieles osos. ¿No los reconoces?»

Finalmente, el Rey los reconoció. Sus osos caídos en la batalla se habían transformado ya en espectros. Refugiados en el castillo, se habían hecho enseguida amigos de los fantasmas de los hombres y vivían en buena compañía. Pero ¡cómo habían cambiado! ¿Dónde estaban el simpático hocico, las robustas patas, la suntuosa piel? ¡Se habían hecho diáfanos, débiles, pálidos, como velos evanescentes!

«¡Mis bravos osos!», dice Leoncio conmovido, tendiendo las garras.

Se abrazaron, o al menos intentaron abrazarse, porque la cosa no es tan fácil entre un oso de carne y hueso y un fantasma hecho de materia impalpable. Entretanto llegaban más osos por una parte, más fantasmas por otra. Entre estallidos de risas y exclamaciones de alegría se sucedían nuevos reconocimientos. También los espíritus de los hombres, pasado el primer momento, acudían festivamente. No les parecía verdad a los espectros que, por fin, hubieran conseguido encontrar una ocasión para alegrarse un poco. Encendidas las hogueras, empezaron sin más las danzas a los sones de una improvisada orquestina: había un violoncelo, un violín y una flauta, por no hablar de los cantantes y de los bailarines.

¿Y De Ambrósiis? ¿Cómo no se le ve? Se ha escondido en un rincón oscuro y desde allí observa la escena, maldiciendo la estupidez de los espíritus, que no han conseguido meter miedo a los osos. Pero por esta noche ya no hay nada que hacer.

Bailaron, cantaron y se quisieron osos y fantasmas. Un viejo espectro, en el colmo del regocijo, bajó a rebuscar en las bodegas del castillo, entre esqueletos, arañas y enormes ratones, una cuba de un vino tan viejo que ni siquiera el Gran Duque poseía otra igual. Leoncio, como Rey, después de haber participado en el primer baile en corro, prefirió apartarse con el fantasma de Teófilo, que había sido un oso sabio y prudente. Y con él discutió largamente la situación y la posibilidad o no de encontrar a su hijito raptado.

«¡Ah, tu Tonio!», dijo en ese punto Teófilo. «¡Me olvidaba de decírtelo!» ¿Sabes que aquí he tenido noticias suyas? ¿Sabes que se encuentra en el T…?»

No pudo acabar la palabra. «¡Deng! ¡Deng! ¡Deng!», hizo el espíritu del antiguo reloj. ¡Las tres de la mañana! ¡La hora de acabar el encantamiento! De repente, los espíritus se disolvieron como el vapor que sale de las ollas, se transformaron en una ligera nubecilla que tembló un poco en los salones, con ligeros susurros, y luego desapareció.

Leoncio había llorado de rabia. ¡Y pensar que estaba a punto de saber dónde estaba su Tonio! Pero tenía que resignarse. Sería inútil esperar a la noche siguiente. Porque una antigua ley establece que los fantasmas no pueden verse más que una vez al año.

CAPÍTULO CUARTO El pequeño Tonio hijo del Rey Leonc - фото 32

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CAPÍTULO CUARTO El pequeño Tonio hijo del Rey Leoncio se - фото 33

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CAPÍTULO CUARTO El pequeño Tonio hijo del Rey Leoncio se encontraba - фото 34

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CAPÍTULO CUARTO El pequeño Tonio hijo del Rey Leoncio se encontraba pues - фото 35

CAPÍTULO CUARTO

El pequeño Tonio, hijo del Rey Leoncio, se encontraba, pues, «en el T…» Pero, ¿qué diablos de palabra podría ser ésa? ¿Qué quería decir el fantasma del viejo Teófilo? Leoncio trataba de adivinar… ¡Cuántas cosas empezaban por «T»! ¿Tablero de las fichas? ¿Tiro al blanco? ¿Teatro? ¿Trópico? ¿Tribunal? ¿Tarima? ¡Oh, era inútil empeñarse! Acaso Teófilo quería decir que Tonio estaba en el «término» de sus problemas, por ejemplo, o en el término de su vida (pero qué horrible idea). Hasta que uno dijo: «¿Y si el viejo quiso aludir al Tremontano, el castillo cercano a éste?»

El Rey Leoncio no lo había oído nombrar nunca, pero algunos osos, de esos que siempre lo saben todo, se le explicaron: el Tremontano era un castillo situado en el fondo de un estrecho valle de los montes Peloritanos, distante como máximo tres o cuatro leguas. El castillo estaba habitado por un ogro llamado Troll, que vivía solo.

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