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Dino Buzzati: La famosa invasión de Sicilia por los osos

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Dino Buzzati La famosa invasión de Sicilia por los osos

La famosa invasión de Sicilia por los osos: краткое содержание, описание и аннотация

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La famosa invasión de Sicilia por los osos, ilustrada por el propio autor, es uno de los más bellos libros infantiles escritos en Italia en el siglo XX. Es un clásico para la infancia que, como todos los grandes libros para niños, interesa a lectores de todas las edades. Los niños encontrarán en él la fábula, la aventura, la magia, el delicado humor de su autor, el escalofrío de los monstruos y los fantasmas, y también la profundidad de un mensaje genuino de este gran autor. Se trata de una historia sobre el verdadero valor, sobre la amistad y la generosidad, sobre el desapego hacia el lujo y el poder, sobre la dignidad y la necesidad de aprender a ser uno mismo en cualquier circunstancia de la vida.

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«Majestad», suplica entonces De Ambrósiis, olvidando los aires que se había dado un momento antes. «Majestad, ¡me quieres arruinar! Yo sólo puedo hacer un encantamiento, uno solo en toda la vida!» (decía, mintiendo como un bellaco). «¡Tú quieres arruinarme realmente!»

Empezaron, por tanto, a discutir; Leoncio, decidido a que le dijeran dónde había ido a parar su hijito, el mago obstinado en no soltar prenda. Los osos, cansados y satisfechos, se durmieron, y ellos dos discutían aún.

La luna alcanzó la cúspide del cielo y empezó a descender por el otro lado, y ellos dos discutían.

La noche se consumió pedacito a pedacito, y la discusión no acababa todavía.

El alba despuntó, mientras el mago y el Rey seguían aún disputando.

Pero como las cosas en esta vida suceden cuando menos se las espera, así, con los primeros rayos del sol, de una colina cercana se levantó un nubarrón negro y amenazante, como un ejército que avanzase.

«¡Los jabalíes!», gritó un centinela apostado en el límite del bosque.

«¿Los jabalíes?», preguntó Leoncio sorprendido.

«¡Exactamente, los jabalíes, Majestad!», respondió el oso centinela, entendido como todos los buenos centinelas.

Eran realmente los jabalíes del señor de Molfetta, primo del Gran Duque, que buscaban la revancha. En lugar de soldados, este importante príncipe había adiestrado para la guerra un ejército de grandes puercos salvajes, que eran fieros y muy valientes además de famosos en todo el mundo. Agitaba el látigo el señor de Molfetta desde lo alto de la colina (en donde permanecía apartado para evitarse disgustos), ¡y los terribles cerdos al galope! ¡Los colmillos silbaban al viento!

¡Ay de mí, los osos dormían aún! Dispersos aquí y allá por el bosque, en torno a los apagados fuegos del vivac, estaban soñando los dulces sueños de la mañana, que siempre son los más bonitos. También dormía el corneta, y no podía dar la alarma. En su trompeta, abandonada sobre la hierba, el fresco viento de la floresta soplaba gentilmente, ejecutando débiles melodías con un sonido suave que no llegaba a despertar a los animales.

Con Leoncio vigilaba solamente un escaso pelotón de osos fusileros; eran los centinelas de servicio, armados con las escopetas arrebatadas al Gran Duque; y nadie más.

Los jabalíes, con la cabeza baja, se precipitaban al asalto.

«¿Y ahora», balbuceó el profesor De Ambrósiis.

«¿No lo ves?», contestó con cierta amargura el Rey Leoncio. «Nos hemos quedado solos. Y ahora nos toca morir. ¡Intentemos, al menos, morir decentemente!» Desenvainó la espada. «¡Moriremos como valientes soldados!»

«¿Y yo?», suplicaba el astrólogo. «¿Y yo?»

¿Morir también él, De Ambrósiis? ¿Y por una cuestión tan estúpida? No tenía, ciertamente, ningún deseo. Pero los jabalíes estaban ya a poco más de cien metros, parecían una avalancha.

Y entonces el mago rebuscó en sus bolsillos, sacó la varita, pronunció en voz baja algunas extrañas palabras, trazó unos signos en el aire. ¡Qué fácil era hacer un encantamiento con tanto miedo en el cuerpo!

Y he aquí un jabalí, el primero, el más gordo de todos, que se separa de repente de la tierra, inflándose e inflándose, transformándose en un verdadero y auténtico globo: un hermosísimo globo aerostático que volaba hacia el cielo. Después un segundo, después un tercero y después un cuarto.

A medida que iban llegando, los fatales cochinos quedaban misteriosamente embrujados, se hinchaban como vejigas.

¡Eh!, cómo despegan; van con los céfiros y los pajaritos, acunados dulcemente por la brisa.

Así lo había querido el destino. Había habido que gastar el primero de los dos encantamientos y a De Ambrósiis no le quedaba más que uno: otro golpe de varita mágica y se convertiría en un hombre como cualquier otro, viejo y feo por añadidura. ¿Para qué había servido entonces tanta avaricia?

Pero entretanto el encantamiento había salvado a los osos. Se veía desaparecer el último de los jabalíes, ya no era más que un puntito negro en lo alto de la bóveda celeste.

De ahí los conocidos relatos ya lejanos

de los jabalíes voladores molfetanos.

CAPÍTULO TERCERO Había en la vecindad un viejo casti - фото 28

***

CAPÍTULO TERCERO Había en la vecindad un viejo castillo Por allí - фото 29

***

CAPÍTULO TERCERO Había en la vecindad un viejo castillo Por allí había - фото 30

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CAPÍTULO TERCERO Había en la vecindad un viejo castillo Por allí había más - фото 31

CAPÍTULO TERCERO

Había en la vecindad un viejo castillo. Por allí había más bien muchos en aquellos tiempos, pero nosotros queremos decir precisamente la Roca Diabla, que estaba totalmente en ruinas, fea y llena de alimañas; era el más famoso porque allí habitaban los fantasmas. En todos los castillos antiguos, como vosotros sabéis muy bien, vive generalmente un fantasma, o como máximo dos o tres. En la Roca Diabla ni se podían contar, eran centenares, o quizá millares, escondidos durante el día hasta en el agujero de la cerradura.

Hay madres que dicen: «No consigo entender qué gusto puede haber en contar a los niños historias de fantasmas; luego se asustan y de noche se ponen a gritar porque han oído el ruido de un ratón». Y quizá las mamás tengan razón. Pero hay que considerar tres cosas: primero, que los espíritus, admitiendo que existan, jamás han hecho mal a los niños; ni siquiera han hecho daño a nadie. Son los hombres los que los quieren tener miedo; los espíritus o los fantasmas, si es que existen (y hoy día prácticamente han desaparecido de la faz de la tierra), son como el viento, la lluvia, las sombras de los árboles, la voz del cuco por la noche, cosas naturales e inocentes; y probablemente están tristes por tener que estar solitos en viejas casas melancólicas y deshabitadas; probablemente, como no los ven casi nunca, tienen miedo de los hombres, y si demostrásemos un poco más de confianza, se volverían amables o se pondrían a jugar encantados; por ejemplo, al escondite.

En segundo lugar, debemos decir que la Roca ya no existe, que ya no existe la ciudad del Gran Duque, que ya no hay osos en Sicilia y que la historia está ya tan lejana que no hay por qué impresionarse.

Surgía triste, taciturno y sombrío

sobre un precipicio el castillo aludido,

y fuese ignorancia o superstición

gozaba de muy mala reputación.

Se decía que quien durmiera entre sus muros

muerto de espanto amanecía de seguro.

¡Fantasmas, larvas, espíritus, espectros,

[apariciones,

había de noche a montones!

Muerto y tieso había sido encontrado hasta el Martonella, famoso bandido que se jactaba de no tener temor ni de Dios. El hecho es que era fanfarrón y prepotente cuando le rodeaban sus esbirros o cuando estaba borracho. Pero en el castillo derruido y desierto, sin un tabernero que le llevase las jarras de vino una tras otra, sin camaradas con los que poder bromear y darse valor, al encontrarse por primera vez completamente solo, el Martonella empezó a pensar en sus cosas, se acordó de pronto de todas las canalladas que había hecho y ya empezaba a sentir en su cuerpo una inquietud jamás sentida antes, cuando casualmente pasaron por delante de él los espíritus de dos viejos barqueros a los que había matado para robarles. Los fantasmas ni siquiera le miraron, no se dignaron ni darse cuenta de su presencia; pero el terror del bandido fue tanto que se le paró la respiración. Y desde aquel día la gente pudo circular de nuevo de noche por los caminos, sin temor a ser asaltada.

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