Domingo, 18 de mayo de 2008; 1:25 p.m.
Entiendo lo que me dice del cuento de Atlantic Monthly, Néstor, ¿cómo no le voy a entender? Pero haga un esfuerzo usted también, y póngase en mi lugar. Me temo que nos encontramos en longitudes de onda completamente diferentes, no me refiero a nuestras personalidades. Me refiero a la circunstancia de los exámenes finales. En estos momentos, si le digo la verdad, sólo puedo pensar en los trabajos que tengo que escribir. Me encuentro en un punto muerto con uno de los proyectos que tengo que presentar. Nada más lejos de mí que ponerme a pensar en asuntos literarios, de los que por otra parte sé muy poco. No se lo tome a mal. No es egoísmo, es que no tengo elección. De lo que me alegro sinceramente es de saber que Frank se ha recuperado y pronto podrá volver a casa. En fin, espero poder hacerle caso debidamente muy pronto. ¡Deséeme suerte, Néstor!
P.S.: Casi se me olvida. No. No tengo la menor idea de lo que pueda ser ζЛ. Sé lo mismo que usted. Que Ackerman pensó en ponerlos juntos de algún modo, o eso se desprende de lo que él mismo dice en la novela. Pero como ya le voy conociendo, por mi propio bien, me voy a adelantar a los acontecimientos y se lo voy a mandar sin esperar a que me lo pida. Le veo venir. Es usted transparente. La verdad es que preferiría dejarlo todo para cuando por fin nos veamos. Pero eso sí, me tiene que prometer que no insistirá más. Haré como con Kaddish , le pediré a Samantha que lo escanee. Después de eso, ya puede usted inventarse lo que quiera. No habrá más.
Su amiga, a pesar de todo.
ζЛ [FARSA]
En la mesa de la esquina había un tipo de aspecto atrabiliario, de cuya estatura no me percaté cabalmente hasta que se levantó. Tenía las patillas muy pobladas, de vello rizado, que le llegaban casi hasta el mentón, y gastaba bigote de bucanero, aunque su traza me hizo pensar en un hombre lobo. Debía de medir uno noventa al sesgo. Era tirando a delgado, de tez muy pálida, y tenía los ojos color azul claro y la nariz llamativamente recta, bien que un tanto gruesa. Me acerqué a la barra, y en el momento de sentarme en el taburete oí que me chistaban. Era él. Alzó el brazo e hizo un gesto con la boca, descubriendo unos incisivos de conejo, anchos y amarillentos, que le daban un aspecto notablemente ridículo. Debió de captar la dirección de mi mirada, porque inmediatamente los ocultó.
¡Psst! chistó. ¡Mi amigo, mi amigo! Con el brazo en alto me pidió que me acercara, y le obedecí. Encima de la mesa, una cartera negra de cuero repujado, con unas letras doradas, que decían:
ζЛ
El reborde mellado de los incisivos asomó por debajo de las cerdas lacias del bigote. Ni pirata ni hombre lobo: bandolero mexicano.
Creo que me queda un hamilton, estoy casi seguro, dijo, hablando en español, para mi extrañeza.
¿Un hamilton?
Se metió la mano peluda en el bolsillo y sacó una pelota de papel verde. La desestrujó hasta convertirla en un pliego rectangular que reconocí como un billete de diez dólares.
Alexander Hamilton, dijo, alisando aún la efigie biliosa del padre de la patria, y agregó: En lugar de su vil valor numero-metálico, me refiero a los billetes por el careto del presidente en cuestión: Washington, 1 dólar; Lincoln, 5 dólares; Hamilton, 10 dólares; Jackson, 20 dólares; etc… Las más altas denominancias véolas con menos frecuencia. Si mueves el culo hasta la barra te invito a una copa. Para mí un tequila sour.
Era torpe de movimientos, al levantarse casi tira la silla al suelo. Dejó el portafolios encima de la mesa, sin que pareciera preocuparle mucho que pudiera interesarse por él alguno de los parroquianos, todos con aspecto de codiciar los bienes ajenos, y se alejó camino del W.C.
Volví con dos tequila sour, los planté en la mesa y me senté a esperar. A los dos minutos, el desconocido salió del retrete, aún subiéndose la bragueta.
Mercibocú, me dijo, sumergió el índice en el tequila sour y lo dejó allí. Código 3, exclamó observando el dedo como si no fuera suyo. Respiró hondo y añadió, enigmático: Me dedico a carcajúlearme de ellos, rododendro en ristre. Dicho lo cual, se chupó el dedo bañado de tequila sour antes de añadir: Me persiguen. Quieren captar mi efigie. Sonrió. Hace unos años mi editor me alertuvo de que la revista Time había mandado a un fotografiador al D.F., a ver si daba conmigo, y me di el piro a Guanajuato. Agarré un autobús meningítico que se pasó cuatrocientoscincuentaiséis minutos traqueteando por las montañas. Pero lo peor fue cuando empezaron los premios de los cojónulos.
No tenía la menor idea de qué quería decir, pero de todos modos pregunté:
¿Es allí donde aprendió español? Quiero decir en México.
No, allí es donde lo olvidé. El español de Castilla lo aprendí en Cascadilla.
¿Cascadilla?
¡Cascadilla Hall! Es el nombre del edificio donde tenía mi dormitorio, en la Universidad de Cornell. Apuntó con los dientes hacia el chorro de luz que caía del techo.
Prrosst, dijo, dando otro sorbito al cóctel. ¿Y tú de dónde sales? ¿Dónde has aprendido español?
En Brooklyn, dije. ¿Qué se le perdía en México?
Fui a terminar una novela. ¿Cuál es tu letra favorita?
Nunca se me ha ocurrido pensarlo.
La mía es la V. Tengo fuera el Corvier. Salgamos a la noche iridescente, dijo y apuró el tequila sour.
Le atraía la luz. En la puerta del bar se situó en la encrucijada de los haces que proyectaban dos focos situados a ambos lados de la entrada, uno amarillo y otro azul. Su silueta estriada flotó indecisa en la luz líquida.
¡Allí está! dijo, girando sobre sus talones, y se acercó dando tumbos a un Corvier verde con matrícula de California.
Se sentó al volante, se abrochó el cinturón de seguridad y bajó el parasol derecho, donde guardaba un cigarrillo de marihuana a medio fumar al que se refirió como cucaracha. La encendió con un mechero de plástico violeta, y dio una calada larga y honda, mientras agitaba velozmente las rodillas, como si se estuviese orinando. Retuvo el aire en los pulmones y me pasó el cigarrillo. Soltó una nube de humo agridulce, que se expandió hasta colmar el interior del Corvier. Aspiré. Un bisturí de platino iridiado me sajó longitudinalmente el esófago, abriendo paso a una señal luminosa que salió al exterior por el ombligo.
ζЛ me observaba divertido.
¿Potente, eh? Con una calada te ultratumba, dijo, esperó a que se apagara la cucaracha y la volvió a guardar en la solapa del visor. ¿A que nunca has visto nadasí? Sacó una bolsa de plástico de la guantera, abrió el reborde. Ganja negra. La hierba era de color alquitrán. Los indios la cultivan en la alta montaña. Azotan las mataplantas con unos látigos trenzados con hebras de plata, lo que hace que produzcan una cantidad mayor de retsina. Su voz me llegaba de muy lejos. Donde debieran estar sus ojos vi dos yescas al rojo vivo. La ganja negra, ques más salwaje que la macoña.
Se le empezó a distorsionar la voz. Los vocablos se encabalgaban. Lo último que oí fue algo así:
¿quéS q [yilph kiameth] ue ti fé?
Luego entramos en un túnel de sonidos ininteligibles. A la salida se ensambló sola esta frase:
¿Te gusta el jazz?
Intenté articular una respuesta, sin lograrlo.
Thelonious Monk toca hoy en el Village, decía su voz, bailando en el espacio. En una cripta. Hace años que dejó de tocar. Ocurrió de repente. El silencio se apoderó de él. No tocaba, eso era todo. Crudívoro. Nada que ver con cuando tocaba en sitios como el Five Spot en los cincuenta. Le llamábamos Dios. Hoy actúa Dios. Eso decíamos. Y qué bandas. Bird. John Coltrane. De lo de hoy me ha avisado Edipa. Estoy en Nueva York sólo por eso.
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